– No exactamente -contestó Monk para volver a enfocar la cuestión, manteniendo la voz tranquila e inalterable-, pero en mi modesto entender, la señora aún prefería a Joscelin; por cierto que, su único hijo, concebido justo antes de que Joscelin se marchara a Crimea, se parece mucho más a él que a lord Shelburne.
El rostro de Runcorn cambió, pero fue distendiéndose lentamente en una sonrisa que le dejó al descubierto la dentadura. Seguía sin encender el puro, que sostenía entre los dedos.
– Sí, claro, ya le advertí que sería desagradable, ¿o no? Tiene que andarse con mucho cuidado, Monk. Como haga afirmaciones que no pueda probar, los Shelburne se lo sacudirán de encima en menos tiempo del que tarde en volver a Londres.
«Precisamente lo que tú querrías», pensó Monk.
– Aquí está la cosa, señor Runcorn -dijo en voz alta-, ésta es la razón de que, si hay que hacer caso de los periódicos, sigamos a oscuras. He venido a verle porque quería hacerle unas preguntas acerca del caso Latterly…
– ¡Latterly! ¿Y eso qué demonios tiene que ver? Ese caso es el de un pobre diablo que se suicidó. -Rodeó la mesa, se sentó ante ella y se puso a buscar las cerillas-. Para la Iglesia será un delito, no para nosotros. ¿Tiene cerillas, Monk? Nosotros no le habríamos hecho caso alguno de no haber sido porque aquella infeliz removió el asunto. No se moleste… ya las he encontrado. Dejemos que entierren tranquilamente a sus muertos, no hace falta armar ruido. -Encendió una cerilla, la acercó al puro y le dio unas chupadas suaves-. Al hombre se le metió en la cabeza hacer un negocio que le salió torcido. Todos sus amigos habían invertido dinero en él porque él se lo había recomendado y el hombre estaba tan avergonzado que no sabía dónde meterse. Y encontró esta salida. Algunos dicen que es un acto de cobardía y otros un final honorable. -Expelió una bocanada de humo y clavó los ojos en Monk-. Yo diría que es una estupidez. Pero pertenecía a una clase que está muy celosa de lo que se considera buen nombre. Algunos de los que pertenecen a ella tienen criados, pese a no poder permitírselo, sólo por el qué dirán. Y no sólo esto: ofrecen banquetes de seis platos a sus invitados y después ellos se la pasan con pan y manteca de cerdo. Cuando tienen visita encienden la chimenea y el resto del tiempo tiemblan de frío. El orgullo es un implacable tirano, y más aún el orgullo social. -Sus ojos brillaron con maliciosa satisfacción-. No lo olvide, Monk.
Echó una ojeada a los papeles que tenía delante.
– ¿Se puede saber por qué se molesta en hacer averiguaciones en torno a Latterly? Céntrese en Grey, necesitamos resolver este caso, por muy penoso que pueda resultar. El público no quiere esperar más tiempo, incluso se hacen preguntas en la Cámara de los Lores. ¿Lo sabía?
– No, señor, pero no me sorprende teniendo en cuenta el estado de lady Shelburne. ¿Tiene usted un expediente del caso Latterly?
– ¡Qué testarudo es usted, Monk! Ésa es una cualidad más que discutible. Tengo el informe en el que usted dictaminó que se trataba de un suicidio, y que el asunto no nos incumbía. ¿No querrá volver a revisarlo, supongo?
– Pues sí, señor, me gustaría revisarlo. -Monk lo cogió sin mirarlo siquiera y salió del despacho.
Puesto que no estaba abierta ninguna investigación con la que estuvieran relacionados, Monk tenía que ir a casa de los Latterly a última hora de la tarde, en sus horas libres. Tenía que haber estado allí anteriormente, no era posible que hubiera conocido a la señora Latterly de manera accidental, ni cabía suponer tampoco que ella hubiera ido a declarar a la comisaría. Echó un vistazo a la calle a uno y otro sentido, pero no vio en ella nada que le resultara familiar.
Las únicas calles que él recordaba eran los fríos empedrados de Northumberland, limpias casitas barridas por el viento, un mar gris, el puerto abajo y los brezales que se erguían hacia el cielo. Recordaba vagamente que una vez había ido en tren a Newcastle, las enormes calderas asomando por encima de los tejados, columnas de humo, la excitación que sintió ante su poder inmenso y palpitante, el saber que dentro estaban los altos hornos donde quemaba el carbón, el acero batido y martilleado que serviría para construir locomotoras que arrastrarían los trenes por las montañas y llanuras de todo el imperio. Todavía percibía el eco de la emoción que le había puesto un nudo en la garganta, que le había producido un hormigueo en brazos y piernas, aquella sensación de pavor, de inicio de una aventura. Debía de ser muy pequeño entonces.
Su primer viaje a Londres había sido muy diferente. Era mucho mayor, más, de hecho, que los diez o más años que el calendario señalaba. Su madre ya había muerto, Beth vivía con una tía. El padre de ambos había desaparecido en el mar cuando Beth todavía no sabía andar. El viaje a Londres había sido el inicio de algo nuevo, y habría cerrado el tiempo de la infancia. Beth, en la estación, lo había visto partir. Lloraba, se estrujaba el delantal con las manos, inconsolable. Beth debía de tener entonces unos nueve años y él unos quince. Pero él sabía leer y escribir y el mundo del trabajo lo esperaba.
Hacía mucho tiempo de todo aquello. Ahora tenía más de treinta años, quizá más de treinta y cinco. ¿Qué había hecho en aquel tiempo que cubría más de veinte años? ¿Por qué no había regresado? Era algo que todavía ignoraba. Su expediente policial estaba en su despacho y había despertado el odio de Runcorn. Pero ¿y él? ¿Y su vida personal? ¿O no tenía vida personal? ¿Sólo era un hombre público?
¿Qué había hecho antes de ingresar en la policía? Sus archivos sólo se remontaban a doce años antes, o sea que había un periodo de más de ocho años anterior a ellos. ¿Los había consagrado enteramente a aprender, a medrar, a perfeccionarse junto a aquel mentor sin rostro, con los ojos puestos siempre en el objetivo que se había fijado? Su propia ambición lo aterraba, pero no más que su fuerza de voluntad. Sentía miedo ante aquella feroz determinación de sus propósitos.
Estaba ante la puerta de la casa de los Latterly y se encontraba incompresiblemente nervioso. ¿Estaría ella en casa? Había pensado tanto en ella que ahora, con la sensación añadida de haberse mostrado poco prudente y vulnerable, se daba cuenta de que ella no había pensado en absoluto en él. Posiblemente tendría que explicarle incluso quién era. Seguro que se mostraría torpe, patoso, cuando le dijera que no tenía más noticias.
Titubeó, ponderando si llamar o no llamar y volver quizás en otro momento, cuando hubiera encontrado una excusa mejor. En ese instante, una criada apareció en el patio inferior y, para que no se figurara que era un haragán, levantó la mano y llamó a la puerta.
Casi inmediatamente acudió la doncella, que lo miró con aire de sorpresa, enarcando las cejas.
– Buenas noches, señor Monk. ¿Quiere pasar? -Bastaba no mostrar una prisa excesiva en sacarlo del umbral de la puerta para que la invitación a entrar sonara cortés en su justa medida-. La familia ya ha cenado y en este momento está en el salón. ¿Quiere que pregunte si pueden recibirlo?
– Sí, por favor. Muchas gracias.
Monk le dio el abrigo y la siguió hasta un pequeño saloncito. Así que la muchacha se hubo retirado, Monk comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación porque no podía permanecer quieto. Apenas se fijó en el mobiliario, ni en las pinturas, hermosas pero corrientes, ni en la desgastada alfombra. ¿Qué les diría? Había irrumpido en un mundo al que no pertenecía por algo que había soñado en el rostro de una mujer. Es probable que ella lo despreciase y seguramente no lo habría soportado de no haber estado tan obsesionada con su suegro y de no abrigar la esperanza de que podía utilizarlo para descubrir un lenitivo para su dolor. El suicidio era un vergonzoso baldón y, a los ojos de la iglesia, las adversidades financieras no eran excusa para cometerlo. Si semejante veredicto era inevitable, había que enterrar al muerto en tierra no consagrada.