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– ¿Por qué le pareció un disparo, señora Latterly, cuando nadie lo tomó por tal? -Su voz resonó en medio del silencio, como el inesperado carillón de un reloj en una habitación vacía-. ¿Temía quizá que su padre político pudiera atentar contra su vida o que se encontrara en peligro?

A Imogen le subieron los colores a la cara y lanzó a Monk una mirada de irritación.

– Por supuesto que no, señor Monk, de lo contrario no lo habría dejado solo. -Tragó saliva y pronunció en voz más baja las palabras que dijo a continuación-: Sabía que estaba deprimido, lo sabíamos todos, pero no me imaginaba que pudiera tratarse de una cosa tan seria como para quitarse la vida… ni tampoco que no fuera lo bastante dueño de sus actos o de sus reflejos como para correr el riesgo de sufrir un accidente.

Fue un intento valiente.

– A mí me parece, señor Monk, que si usted ha descubierto algo -lo interrumpió Hester con altanería-, mejor sería que lo comprobara primero y volviera después a decirnos de qué se trata. Andar dando traspiés no lleva a ninguna parte y en cambio provoca inquietudes. Y lo que usted parece insinuar, que mi cuñada sabía algo que no dijo en su momento, es ofensivo. -Lo miró de arriba abajo con desagrado-. ¿Eso es todo lo que sabe hacer? No entiendo cómo puede atrapar a nadie a no ser que lo encuentre con las manos en la masa.

– ¡Hester! -la reprendió Imogen, aunque seguía rehuyendo su mirada-. El señor Monk tiene que hacerme esta pregunta. Yo podría haber visto u oído alguna cosa que me pusiera en guardia… algo que sólo pudiera descubrir ahora, al volver la vista atrás.

Monk sintió una inmediata y temeraria satisfacción. No se merecía aquella defensa.

– Gracias, señora. -Intentó sonreír y notó que sus labios sólo dibujaban una mueca-. ¿Estaba usted al corriente en aquel momento de las proporciones del descalabro financiero de su padre político?

– No fue el dinero lo que lo mató -replicó Imogen antes de que a Charles se le ocurriera algo que decir, mientras seguía de pie guardando un resignado y momentáneo silencio-, fue la magnitud de la desgracia. -Se mordió los labios al sentir que todo el dolor volvía a ella y su voz, que la piedad hacía tensa, descendió al nivel de un murmullo-. Mire usted, él había aconsejado a muchos de sus amigos que invirtieran dinero. Su nombre estaba en juego, sus amigos habían puesto dinero porque confiaban en él.

A Monk no se le ocurrió nada que decir, consideraba que los lugares comunes eran ofensivos ante el dolor sincero. Anhelaba consolarla, pero sabía que era imposible. ¿Era piedad aquella emoción que sentía brotar dentro de él de manera tan intensa? ¿Era el deseo de protegerla?

– Todo este asunto no trajo más que desgracias -prosiguió Imogen con voz contenida y mirando al suelo-. Primero fue papá, después mamá y al final Joscelin.

Por un instante todo pareció quedar suspendido en el aire, transcurrió una eternidad entre el parlamento de ella y el instante en que Monk tuvo la abrumadora confirmación de lo que acababa de decir.

– ¿Conocía usted a Joscelin Grey?

Había sido como si otra persona hablara por él y permaneciera a distancia, observando a unos desconocidos, alejados de él, situados al otro lado del espejo.

Imogen frunció el ceño, confundida ante la evidente sinrazón de lo que Monk acababa de decir; se sofocó y bajó los ojos después de haber hablado, evitando las miradas de todos, especialmente la de su marido.

– ¡Por el amor de Dios! -estalló Charles-. ¡Usted es un total incompetente, señor mío!

Monk no sabía qué decir. ¿Qué podía tener que ver Grey con todo aquello? ¿Acaso él había llegado a conocerlo?

¿Qué pensarían de él? ¿Cómo podía dar sentido ahora a lo que había dicho? La única conclusión a la que podían llegar era que estaba loco de remate o que les había gastado una broma de mal gusto. Del peor gusto que cabía imaginar, porque no era sagrada la vida, para ellos, la muerte sí. Notaba que el desconcierto le quemaba en la cara y sentía con tal fuerza la presencia de Imogen como si ella en persona lo tocara, así como la mirada de los ojos de Hester, llenos de un inexpresable desprecio.

Volvió a ser Imogen la que acudió en su ayuda.

– El señor Monk no conocía a Joscelin, Charles-dijo con voz sosegada-. Es fácil olvidar un nombre cuando no se conoce a la persona que lo lleva.

Hester escrutó a uno y otro, dejando trasparentar en sus ojos límpidos e inteligentes el convencimiento creciente de que allí había algo que no casaba.

– Claro -dijo Imogen con más decisión que antes, ocultando sus sentimientos-, el señor Monk vino cuando papá ya había muerto; no hubo ocasión. -Aunque no miraba a su marido, era evidente que hablaba para él-. Y si lo recuerdas, Joscelin no volvió a venir después.

– No se lo reprocharás. -La voz de Charles fue un alfilerazo de censura, la insinuación de que Imogen no era del todo ecuánime-. Estaba tan desolado como todos nosotros y a mí me escribió una carta muy cortés dándome el pésame. -Se metió con brusquedad las manos en los bolsillos y se quedó con la espalda encorvada-. Como es lógico, consideró que no era adecuado hacernos una visita dadas las circunstancias. Se dio perfecta cuenta de que nuestras relaciones debían terminar, yo creo que fue muy considerado por su parte. -Miró a Imogen con impaciencia e ignoró por completo a Hester.

– Era su manera de ser. ¡Era tan sensible! -Imogen dejó vagar la mirada-. Lo echo de menos.

Charles se volvió a mirarla porque la tenía al lado. Parecía que iba a decir algo, pero cambió de parecer y calló. En lugar de esto, se sacó la mano del bolsillo y le rodeó los hombros con el brazo.

– ¿O sea que usted no lo conoció? -preguntó a Monk.

Éste seguía hecho un lío.

– No -era la única respuesta que podía introducir en el hueco que le había dejado-, él estaba fuera de la ciudad.

Por lo menos esto podía ser verdad.

– ¡Pobre Joscelin! -Imogen parecía no advertir la presencia de su marido, ni la fuerte presión de sus dedos-. ¡Debió de sufrir tan atrozmente! Por supuesto que él no tenía ninguna culpa, a él lo engañaron como nos engañaron a todos, pero él era de los que cargan con todo. -Su voz sonaba triste, pero suave, no había censura en ella.

Monk tan sólo podía hacer conjeturas, no atreviéndose a preguntar: Grey habría debido de verse envuelto en aquella triste aventura financiera en la que el viejo Latterly perdiera su dinero después de aconsejar tan equivocadamente a sus amigos. Al parecer, también Joscelin había perdido un dinero que no podía aportar; de aquí, posiblemente, que solicitara a su familia un aumento en su asignación. La fecha de la carta del abogado correspondía a poco después de la muerte de Latterly. Posiblemente aquel desastre financiero había impulsado a Joscelin Grey a jugar como un loco o a rebajarse hasta la extorsión. Habiendo perdido una suma importante con aquel negocio, era probable que se sintiera desesperado, acuciado por los acreedores, y viendo su descrédito como algo inminente. La única baza que le quedaba era su simpatía personal, su encanto era un salvoconducto que le proporcionaba hospitalidad en todas las casas a lo largo de todo el año y el único camino que podía conducirlo hasta la heredera que haría de él un hombre independiente y le ahorraría tener que andar mendigando el dinero de su madre y de su hermano, a quien tenía en muy poca estima.

Pero ¿a quién recurrir? ¿Quién de entre sus conocidos era lo bastante vulnerable como para tener que comprar su silencio, estaba lo bastante desesperado como para llegar a matarlo?

¿En casa de quién se había hospedado? En los largos fines de semana que se organizaban lejos de la ciudad se cometían toda suerte de deslices. El escándalo no dependía de lo que se hiciera, sino de lo que se sabía que se había hecho. ¿Habría descubierto Joscelin algún adulterio celosamente ocultado?

Pero no valía la pena matar por adulterio, a menos que hubiera un hijo que pudiera convertirse en heredero, o que sucediera alguna otra tragedia doméstica, como un proceso para conseguir un divorcio, con el escándalo que llevaba aparejado y el ostracismo social absoluto que le seguía. Era preciso un secreto mucho más importante para impulsar a alguien a matar, algo así como el incesto, la perversión o la impotencia. La vergüenza de la impotencia era mortal. Sabe Dios por qué, pero era considerada la peor de las calamidades, algo que ni se podía mentar.

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