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– Quería que te presentaras ayer -contestó Largo-. Ten cuidado y manténme informado.

– De acuerdo -contestó Chee, y se dirigió hacia la puerta.

– Otra cosa, Chee -dijo Largo-, usa la cabeza por una vez en tu vida y no vuelvas a llevar la contraria a los federales. No olvides los buenos modales y muéstrales respeto.

Chee asintió.

Largo le sonrió.

– Si te cuesta trabajo mostrarles respeto, recuerda que cobran tres veces tu sueldo.

– Sí -dijo Chee-, creo que eso me servirá.

El centro de operaciones era el cuarto de conferencias de la sala capitular del río Montezuma. El aparcamiento estaba lleno, había coches de policía de varias clases, cuyas jurisdicciones Chee identificó enseguida. Vio el coche patrulla del condado de Apache, el de Cowboy Dashee, aparcado fuera de la grava, a la sombra del único árbol del aparcamiento, un par de unidades de la policía tribal navaja, dos lustrosos sedanes Ford negros del FBI y un Land Rover verde, brillante también. Pensó que ese vehículo sería excesivamente caro para cualquiera de los organismos no federales de allí. Seguramente lo habrían confiscado en una redada de drogas y lo habría llevado allí el agente especial, de Salt Lake o de Denver, al que hubieran puesto al mando de la operación.

La sala de conferencias estaba tan atestada como el aparcamiento, y casi hacía el mismo calor. Alguien había pensado que el débil aparato de aire acondicionado que había en la ventana no conseguiría disminuir el calor que desprendía la masa humana y había abierto las ventanas. Unos doce hombres, unos con traje de camuflaje, otros de uniforme, otros de paisano, estaban congregados alrededor de la mesa. Chee vio a Dashee en una silla plegable al lado de otro hombre, leyendo algo. Se acercó a ellos.

– ¡Hola, compañero! -le dijo a Dashee-. ¿Eres tú el agente especial al mando?

– Baja la voz -dijo Cowboy-, no quiero que los federales se enteren de que me hablo contigo, al menos hasta que termine todo esto. De todos modos, el hombre al que tienes que presentarte es aquel tipo alto de la gorra negra de béisbol que pone FBI. Las siglas no quieren decir Federación de Barbilampiños Indios.

– Parece joven. ¿Crees que conoce estas tierras?

Dashee se rió.

– Bueno, me preguntó por la pesca de la trucha en el San Juan, que, según le habían dicho, era espléndida. Creo que pertenece a la base de San Luis.

– ¿Le dijiste que la pesca era buena?

– Vamos, Chee, relájate. Sólo le dije que era estupenda a trescientos kilómetros río arriba, antes de que vertieran las aguas sucias del riego en la corriente. Parece un buen tipo. Dijo que no había estado nunca aquí y que no sabía si debía decir canal, arroyo, regato, reguero o río. Su nombre es Damon Cabot.

De cerca, Damon Cabot parecía más joven que desde el fondo de la sala. Le dio a Chee un apretón de manos y le explicó que los otros destacamentos estaban trabajando en diversos aspectos de la persecución y que el suyo quería reunir todas las pruebas posibles de la zona en la que habían abandonado el vehículo.

– Le hemos destinado aquí -dijo, señalando el mapa que tenía abierto en la mesa para mostrarle un aspa roja cerca del centro de Casa Del Eco Mesa-. Aquí está la base de la camioneta, donde los atracadores la abandonaron. ¿Conoce la zona?

– Más o menos -dijo Chee-. He trabajado sobre todo en Shiprock y en el distrito de Tuba City. Eso queda bastante más al oeste.

– Bueno, de todos modos, lo conoce mucho mejor que yo -dijo Cabot-. Hace sólo una semana que me trasladaron de Philadelphia a Salt Lake City. ¿Participó en la persecución de 1998?

Chee asintió.

– Por lo que he oído, el FBI no se ganó ninguna medalla en aquella ocasión.

– Nadie se la ganó -dijo Chee, encogiéndose de hombros.

– ¿Y usted qué opina? ¿Andarán todavía por ahí esos dos individuos?

– ¿Los de 1998? Quién sabe. Aunque hay mucha gente por aquí que cree que sí -dijo Chee.

– Supongo que el FBI prefirió darlos por muertos -dijo Cabot-. Me preguntaba… -Se interrumpió de pronto y empezó a contar a Chee que creían que los fugitivos iban armados con rifles de asalto y, quizá, con un rifle de caza con mira de largo alcance, al menos. Chee percibió cierto abatimiento en el agente especial. El hombre intentaba mostrarse cordial, cosa que sorprendió a Chee y que le hizo avergonzarse un poco de sí mismo.

Sacó el tema a colación cuando iba con Cowboy en su coche patrulla hacia la base montada en Casa Del Eco Mesa.

– Exactamente lo que te había dicho -dijo Cowboy-. Siempre te metes con los federales. Eres hostil. Creo que se debe a tu elemental y justificado complejo de inferioridad. Aunque creo que también hay una pizca de envidia en ello. Tipos sanos y atractivos, peinados con cepillo y secador, sueldos altos, buena jubilación, zapatos lustrosos, protagonistas de muchas películas de Hollywood, helicópteros para ir de un sitio a otro, chalecos antibalas, grandes cuentas corrientes, pensiones de jubilación y… -Cowboy hizo pausa y miró a Chee de soslayo- y además, siempre en contacto con esas abogadas defensoras del pueblo tan guapas que trabajan en el Ministerio de Justicia.

Ése fue el esfuerzo que hizo Cowboy por sacar el tema de Janet Pete. En una ocasión, Chee le había pedido que fuera el padrino, si Janet se empeñaba en una boda al estilo hombre blanco, como la quería su madre, en vez de al estilo navajo, como quería Chee. En realidad, no había llegado a contarle nunca las razones de la ruptura, y tampoco pensaba hacerlo en ese momento.

– ¿Y tú, vaquero? -dijo Chee-. Jamás te han acusado de amor a los federales. Tú fuiste el que me dijo que el insulto más famoso en la academia del FBI es Insufrible Arrogancia 101.

– El insulto famoso es Arrogancia 201. A los aspirantes se les exige una calificación de 101. De todos modos, casi todos son buena gente, sólo que mucho más ricos que nosotros.

Uno de esos agentes los esperaba en la base de la camioneta, sentado en un furgón negro, siguiendo el tráfico por radio y con un libro abierto en el asiento de al lado. Les dijo que el agente especial que se ocupaba de esa parte de la operación había ido al cañón y que tenían que esperar instrucciones.

El técnico de radio señaló la cinta amarilla junto a la que había aparcado.

– No entren en ese recinto -dijo-. Ahí es donde abandonaron el vehículo. No se puede entrar ahí hasta que el equipo del laboratorio criminal termine su trabajo.

– De acuerdo -dijo Cowboy-. Esperaremos aquí.

Se apoyaron en el coche de Cowboy.

– ¿Por qué no le has dicho que fuiste tú quien colocó la cinta? -preguntó Chee.

– No ha sido más que un simple detalle amable -contestó Cowboy-. Deberías intentarlo alguna vez. Los federales responden bien a la amabilidad.

Chee dejó morir la cuestión con un largo silencio, que rompió después con una pregunta.

– ¿Sabes cómo consiguió el FBI identificar a los atracadores? Sé que lo anunciaron en la prensa, lo cual significa que están completamente seguros. Al principio pensé que habían encontrado al infiltrado y le habían hecho hablar. Ese tal Teddy Bai que tenían bajo vigilancia en el hospital, ¿sabes si confesó?

– Lo único que sé es información de cuarta mano -contestó Cowboy-. Creo que los identificó tu antiguo jefe y que les pasó los nombres.

– ¿Mi antiguo jefe?

– Joe Leaphorn -dijo Dashee-. El Lugarteniente Legendario Leaphorn. ¿Quién, si no?

– ¡Maldita sea! -dijo Chee-. ¿Cómo demonios ha podido ocurrir? -se preguntó, aunque se dio cuenta de que, en realidad, aquello no le sorprendía tanto.

– Dicen que el sheriff recibió una llamada de un viejo amigo de Aneth o algo así, un antiguo policía del condado que se llama Potts. El tal Potts dijo que Leaphorn había ido a su casa, le había preguntado por tres hombres y luego la dirección del tal Jorie. Una hora después, más o menos, Leaphorn llama a la policía desde la casa de Jorie y les dice que Jorie se ha suicidado. Eso es todo lo que sé.

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