Un detalle que no me convenía olvidar: Brian Jaffe se había educado en aquella zona. Se había publicado su foto en los periódicos locales y su libertad para moverse por las calles se había reducido de manera radical, ya que lo reconocerían en el acto. Añadí la televisión por cable a mi lista mental de distracciones moteleras. Era evidente que el padre no había escondido al hijo en un antro de placeres turbios. Cuanto más espartanas fueran las condiciones de su refugio, más probabilidades había de que el chico fuese a buscar esparcimiento en el exterior.
Empecé por los moteles de la calle principal y proseguí trazando círculos y adentrándome en los alrededores. No sé dónde se formarán los constructores de moteles, pero todos parecen tener la manía de bautizarlos del mismo modo. En cada sector me encontraba con el mismo repertorio onomástico, Las Mareas, Sol y Playa, El Rompeolas, El Arrecife, La Albufera, El Barco de Vela, Las Arenas, La Playa Azul, La Playa Blanca, Las Gaviotas, La Casa del Mar. Enseñaba la fotocopia de mi carnet de detective. Enseñaba la periodística y blanquinegra foto de Brian Jaffe. Me parecía inverosímil que se hubiese inscrito con su propio nombre y en consecuencia comprobaba las variantes: Brian Jefferson, Jeff O'Brian, Brian Huff, Dean Huff, así como el favorito de Wendell, Stanley Lord. Sabía la fecha en que por error se había puesto en libertad al joven y suponía que se había inscrito el mismo día. Iba solo y seguramente había tenido que pagar la habitación por anticipado. Sospechaba que rehuía las compañías y que se había limitado a salir para lo imprescindible. Esperaba que alguien lo identificara basándose en la foto y en mis descripciones. Los gerentes y empleados negaban con la cabeza. A todos les regalaba mi tarjeta a cambio de la firme promesa de avisarme si se inscribía alguien parecido a Brian Jaffe. Ay, qué risa. Seguro que la tarjeta tocaba el fondo del cubo de la basura antes de que yo saliera del establecimiento correspondiente. En El Faro (teléfono directo, televisión por cable en color, precios especiales por meses y semanas, piscina de agua caliente, café matutino incluido), vale decir en la duodécima intentona, obtuve una afirmación y no una negación. El Faro era una estructura de piedra artificial, de dos pisos y planta baja, con piscina en el centro. El exterior estaba pintado de azul celeste y en la fachada había una imagen estilizada de un faro que mediría alrededor de diez metros. El empleado era un setentón de aire despierto y vital. Estaba calvo como una bola de billar, pero al parecer conservaba íntegra la dentadura. Tamborileó sobre el recorte de prensa con un índice doblado por la artritis.
– Sí, sí, está aquí. Michael Brendan. Habitación 110. Ya decía yo que me sonaba su cara. Fue un señor entrado en años quien firmó en el libro de registros; pagó una semana por anticipado. La verdad es que la relación que tenían no la vi muy clara.
– Padre e hijo.
– Sí, eso dijeron -replicó el empleado, sin acabar de creérselo. Leyó los detalles de la fuga del correccional y del posterior asesinato de la automovilista a quien habían robado el coche-. Recuerdo haberlo leído en su día. Por lo visto el muchachito se metió en algún lío y aún no ha salido de la habitación. ¿Quiere que avise a la policía?
– Llame a la Comisaría del Sheriff del Condado y permítame estar antes con él diez minutos. Dígales que utilicen el cerebro y actúen con moderación. No quiero que esto se convierta en un baño de sangre. El chico tiene dieciocho años. Nada se ganaría agujereándole el pijama a balazos.
Salí de recepción y avancé por un pasillo que desembocaba en el patio trasero. Ya era totalmente de noche y la piscina iluminada tenía una tonalidad verdosa. El resplandor del agua se reflejaba en el edificio con manchas temblorosas de cambiantes formas blancuzcas. La habitación de Brian estaba en la planta baja y tenía una vítrea puerta de corredera que daba a una terraza pequeña que daba a su vez a la piscina. Las terrazas estaban separadas entre sí por arbustos de escasa altura. Todas estaban numeradas y no me fue difícil encontrar la habitación que buscaba. Lo vi por entre las cortinas de red que había corrido a medias. La puerta de corredera estaba cerrada, por lo que supuse que habría puesto al máximo el aire acondicionado.
Llevaba pantalón corto de deporte, de color gris, y camiseta de tirantes. Estaba bronceado y en forma, recostado en un sillón tapizado en cuero, con los pies apoyados en la cama y la mirada puesta en el televisor. Fui hasta el final del edificio, entré en un corredor y pasé ante una puerta que decía: SOLO EMPLEADOS. Movida por un impulso, tanteé el pomo y comprobé que giraba sin poner resistencia. Me asomé. Parecía un ropero grande y tenía tres paredes recubiertas de estanterías con ropa blanca. Sábanas, toallas y colchas de algodón estaban amontonadas con orden. Había también fregonas, aspiradoras, planchas, tablas de planchar y diversos accesorios de limpieza. Cogí un puñado de toallas limpias y volví al pasillo.
Llamé a la puerta de Brian y me situé en un ángulo inaccesible para la mirilla. Descendió el volumen del televisor. Miré a ambos lados del pasillo y esperé. Lo lógico era que pegase el ojo a la mirilla.
– ¿Sí? -en voz baja y apagada.
– Servicio de limpieza -dije. Lo había aprendido durante la primera semana del cursillo de español, ya que muchas alumnas tenían un notable interés por comunicarse directamente con sus criadas de origen mexicano. De otro modo, las criadas hacían lo que se les antojaba y las señoras de la casa se veían obligadas a seguirlas por toda la mansión, tratando inútilmente de explicarles de manera práctica las técnicas de limpieza que las otras fingían no «captar».
Tampoco captó Brian. Abrió la puerta hasta donde daba de sí la cadena de seguridad y miró por la rendija.
– ¿Cómo?
Alcé el montón de toallas para ocultar la cara.
– Tauletas -canturreé en spanglish.
– Ah, ya. -Cerró la puerta para quitar la cadena. Retrocedió mientras abría. Entré en la habitación. No me miró a la cara. Me señaló el cuarto de baño, que estaba a la izquierda, con la atención puesta otra vez en la pantalla. Al parecer daban una película antigua en blanco y negro: hombres de pómulos altos y rizos engominados, mujeres con cejas más depiladas que el bigote de Errol Flynn. Todos tenían expresión dramática. Se acercó al aparato y subió el volumen. Entré en el cuarto de baño y, ya que estaba allí, registré todo lo que pude. Ni ametralladoras ni sierras mecánicas ni sopletes de tubo recortado. Mucha crema protectora, lociones para el cabello, un cepillo, un secador y una afeitadora manual de plástico. ¿Para cortar qué?, porque el chico sólo tenía cuatro pelos en la cara. Puede que estuviera haciendo prácticas, como las doceañeras con el sostén de sus madres.
Dejé las toallas en el estante, salí del cuarto de baño y me senté en la cama. Al principio no pareció percatarse de mi presencia. La música de enfermedad terminal era ya una explosión apoteósica y la parejita protagonista llenaba la pantalla con las mejillas juntas. Él era más guapo que ella. Cuando Brian me vio, tuvo la suficiente sangre fría para reprimir cualquier señal de sorpresa. Cogió el mando a distancia y volvió a bajar el volumen. La escena continuó en silencio con un expresivo diálogo para sordomudos. Con frecuencia me he preguntado si aprendería a leer en los labios de aquel modo. «Él» y «ella» se hablaban con la nariz separada apenas por lo que mide un paquete de tabaco y no tuve más remedio que pensar en la halitosis. La boca de la mujer se movió, pero lo que oí fue la voz de Brian.
– ¿Cómo me has encontrado? -Me toqué la sien con el índice, haciendo un esfuerzo por apartar la mirada del aparato-. ¿Dónde está mi padre?
– Aún no lo sé. Quizá recorriendo la costa en tu busca.
– Ojalá consiga escapar. -Se retrepó en el sillón, levantó los brazos y cruzó los dedos mientras apoyaba las manos en lo alto de la cabeza. El ademán le hinchó los bíceps. Apoyó el pie en el borde de la cama, empujó y corrió el sillón un par de centímetros. De pronto encontré sexualmente excitantes los matorrales que tenía en las axilas. Me pregunté si no estaría entrando en una etapa en que todos los jóvenes musculosos me estimulaban la fantasía erótica. También me pregunté si no estaría en la etapa en cuestión desde la más tierna infancia. Estiró la mano y se hizo con unos calcetines limpios y enrollados en forma de bola. Tiró la bola calcetinesca contra la pared y la recogió al rebote.