– No creo -dije-. He hablado con Michael hace un rato. Me ha dicho que Brian llamó esta mañana. Wendell tenía que encontrarse con él anoche, pero no se presentó.
– Wendell nunca ha sabido cumplir sus promesas.
– ¿Sabe usted dónde está Brian?
– No tengo ni la menor idea. Wendell se cuidó de informarme lo menos posible. De ese modo, si me interrogaba la policía, podía alegar ignorancia de los hechos.
Aquel era, por lo visto, el modelo wendelliano de trabajo, pero me pregunté si mantener a todo el mundo en la ignorancia no redundaría esta vez en perjuicio suyo.
Llegamos a la calle. Renata había hecho caso omiso del código de circulación aparcando enfrente mismo de un fragmento de bordillo pintado de rojo. ¿Le habían puesto alguna multa? Naturalmente que no. Abrió el Jaguar y me instalé en el asiento del copiloto. Arrancó con un chirrido de neumáticos. Cuando me di cuenta, iba fuertemente sujeta al borde del asiento.
– Puede que Wendell haya ido a Jefatura -dije-. Por lo que le dijo a Michael, tenía intención de entregarse. Si le busca gente dispuesta a disparar, tal vez se sienta más seguro entre rejas.
Lanzó un bufido de desdén y me miró con escepticismo.
– No tiene ninguna intención de entregarse. Todo es mentira. Comentó que quería ir a ver a Dana, pero puede que también sea mentira.
– ¿Fue anoche a casa de Dana? ¿A qué?
– No sé si fue, pero dijo que quería hablar con ella antes de marcharse. Se sentía culpable. Quería aclarar las cosas antes de partir. Lo más probable es que quisiese tranquilizar su conciencia.
– ¿Cree que se ha marchado dejándola a usted aquí?
– Lo que creo es que carece de principios. Cobarde de mierda. Jamás ha afrontado las consecuencias de su proceder. En ningún momento. A estas alturas me trae ya sin cuidado que acabe en prisión.
Los semáforos, al parecer, no simpatizaban con ella. Si no veía a nadie llegar por la derecha, se los saltaba en rojo. Tenía tanta prisa por llegar al puerto que también se saltaba las señales de stop. Puede que en su fuero interno pensara que el código de circulación era sólo una serie de consejos aproximativos o que aquel día la habían exonerado del deber de obedecerlo. Observé su perfil y me pregunté cuánta información podría sonsacarle.
– ¿Le importa si le pregunto por la logística de la desaparición de Wendell?
– ¿Qué concretamente?
Me encogí de hombros, ya que no sabía por dónde empezar.
– ¿Qué preparativos hizo? No me explico cómo pudo hacerlo solo. -Advertí que vacilaba y traté de presionarla sin que se notase-. No es sólo curiosidad. Pienso que lo que hizo en su día lo puede repetir ahora.
Creía que no iba a responderme, pero al final me dirigió una mirada de soslayo.
– Tiene usted razón. No pudo hacerlo sin ayuda -dijo-. Yo personalmente conduje la goleta siguiendo la costa de la Baja California y recogí a Wendell en la lancha cuando abandonó el Lord.
– Fue arriesgado, ¿no? ¿Y si no lo hubiese encontrado? El océano es muy grande.
– He navegado desde muy pequeña y no tengo problemas con los barcos. Todo el plan era peligroso, pero conseguimos llevarlo a término. Es lo que cuenta, ¿no?
– Supongo.
– ¿Y usted? ¿Practica la navegación?
Negué con la cabeza.
– Demasiado caro para mis ingresos.
Esbozó una sonrisa.
– Búsquese un hombre con dinero. Es lo que siempre he hecho. Ahora sé esquiar y jugar al golf. Y he aprendido a volar en primera clase viajando alrededor del mundo.
– ¿Qué le ocurrió a Dean, su primer marido? -pregunté.
– Murió de un ataque al corazón. En realidad era el segundo.
– ¿Durante cuánto tiempo ha viajado Wendell con el pasaporte de Dean?
– Estos cinco años. Desde que nos marchamos.
– ¿Y la policía no hacía nunca averiguaciones?
– La policía cometió un error al principio y nos aprovechamos de él. Dean murió en España. Los papeles no se tramitaron en Estados Unidos. Cuando caducó el pasaporte y hubo que renovarlo, Wendell rellenó la solicitud y pusimos su foto. Wendell y Dean tenían más o menos la misma edad y pensábamos utilizar la partida de nacimiento del segundo si alguna vez se ponía en duda la legitimidad del pasaporte.
Llegamos a Cabana Boulevard, doblamos a la derecha y avistamos el puerto a la izquierda y su bosque de mástiles desnudos. El cielo estaba muy nublado y sobre el agua verde oscuro flotaba la niebla. Desde donde estaba olía a gambas saladas y a gasóleo. Del océano llegaba un fuerte viento cargado con olores de lluvia lejana. Renata entró en el aparcamiento del puerto y encontró un sitio al lado mismo de la marquesina de la entrada. Estacionó el Jaguar y bajamos las dos. Me puse en vanguardia, puesto que conocía el lugar donde estaba amarrado el Captain Stanley Lord.
Dejamos atrás una pequeña marisquería de aspecto cochambroso y el edificio de la reserva naval.
– ¿Y qué pasó después?
Se encogió de hombros.
– ¿Después de obtener el pasaporte? Pues que nos largamos. Yo volvía de tarde en tarde, sola por lo general, pero a veces también con Wendell. Él se quedaba en el barco. Yo podía ir y venir con entera libertad porque nadie conocía nuestra relación. Y vigilaba a los chicos, aunque por lo visto no se dieron cuenta en ningún momento.
– Entonces, cuando Brian entró en conflicto con la ley por vez primera, ¿estaba Wendell al tanto de todo?
– Oh, sí. Al principio no le preocupó. Los altercados de Brian con la ley le parecían travesuras infantiles. No acudir a clase y gamberradas.
– Los jóvenes, ya se sabe -dije.
Pasó por alto el comentario.
– Estábamos dando la vuelta al mundo cuando las cosas habían tomado un cauce desmesurado. Al volver, Brian estaba ya metido en líos realmente serios. Fue entonces cuando Wendell tomó cartas en el asunto.
Pasamos ante un establecimiento de compraventa de yates y un autoservicio de pescado. El muelle se extendía a nuestra izquierda, con una gigantesca grúa móvil en el centro. Acababan de sacar una barca del agua y tuvimos que esperar con impaciencia mientras la grúa de patas largas se deslizaba por el paseo y la corta avenida de nuestra derecha.
– ¿De qué modo? Aún no acabo de entender cómo lo hizo.
– Tampoco yo lo tengo muy claro. Tenía algo que ver con el nombre del barco. -El rompeolas estaba casi vacío de personas y embarcaciones, que seguramente habían preferido refugiarse en vista de la inestabilidad climatológica-. No de manera directa -añadió-. Por lo que me contó, al capitán Stanley Lord le acusaron de algo que no hizo.
– No hizo caso del SOS del Titanic, según tengo entendido -dije.
– No veo la relación.
– Wendell tuvo un tropiezo con la ley hace mucho…
– Ah, sí. Lo recuerdo. No sé quién me lo contó. Había terminado la carrera de derecho. Lo acusaron de homicidio, ¿verdad?
Asintió.
– Pero ignoro los detalles.
– ¿Le dijo que era inocente?
– Era inocente -dijo-. Cargó con la culpa de otro. Por eso pudo sacar a Brian de la cárcel. Recurrió a su protegido.
La miré con fijeza sin reducir la velocidad.
– ¿Sabe algo de un sujeto que se llama Harris Brown?
Negó con la cabeza.
– ¿Quién es?
– Un antiguo policía. Al principio le encargaron que investigara la desaparición de Wendell, pero luego lo apartaron del caso. Resulta que había invertido un montón de dinero en la empresa de Wendell y la jugarreta de éste lo dejó sin un centavo. Se me ocurre que para ayudar a Brian pudo haber utilizado los servicios de algún antiguo conocido. Pero no sé por qué haría una cosa así.
La rampa que conducía a la dársena 1 quedaba todavía a unos cincuenta metros a la izquierda y la puerta, como de costumbre, estaba cerrada. Las gaviotas picoteaban con insistencia una red de pesca. Nos quedamos allí unos momentos con la esperanza de que apareciese alguien con tarjeta de acceso para colarnos detrás de él. Finalmente, me así al poste de la valla y salté por la parte exterior. Abrí la puerta para que pasara Renata y bajamos en dirección a los amarraderos. Nuestra conversación había acabado por extinguirse. Giré a la derecha, hacia la sexta fila de amarraderos, que estaba señalada con una J, y conté visualmente hasta el amarradero donde tenía que estar el Lord.