– ¿No te has parado a pensar que también yo tendré que pagar un precio?
– Sobre ti, por lo menos, no pesa ninguna acusación de asesinato.
– Creo que así no vamos a ninguna parte -dijo Wendell, pasando por alto el verdadero contenido de la observación de Michael. Parecían hablar idiomas diferentes. Wendell trataba de recuperar la autoridad paterna, mientras que a Michael le traía sin cuidado este aspecto; tenía un hijo propio y sabía hasta qué punto se había reducido la figura paterna.
Wendell se dirigió a la puerta.
– Me voy -dijo, tendiendo una mano a Juliet-. Me alegro de haberte conocido. Lástima que no haya sido en circunstancias mejores.
– ¿Volveremos a verle? -dijo Juliet. Tenía las mejillas arrasadas de lágrimas. El rímel se le había corrido y formado un mapamundi de maquillaje bajo los ojos. Michael tenía una actitud vigilante y expresión atormentada, mientras que el dolor brotaba de Juliet como el agua de una cañería rota. Hasta Wendell parecía afectado por la franqueza con que la joven manifestaba sus sentimientos.
– Desde luego que sí. Os lo prometo.
Volvió los ojos a Michael, esperando quizás algún signo de emoción.
– Siento mucho el dolor que te he causado. Te lo digo con toda sinceridad.
La espalda del joven se arqueó ligeramente a causa de los esfuerzos que hacía por mantenerse distante.
– Sí, claro. Lo que tú digas -dijo.
Wendell abrazó a Brendan y enterró la cara en su cuello, aspirando el aroma dulzón y lácteo que emanaba la criatura.
– Mi pequeño -dijo con voz trémula. Brendan miraba fascinado el pelo de Wendell y le cogió un mechón. Con ademán ceremonioso, quiso introducirse el puño en la boca. Wendell hizo una mueca y apartó los dedos infantiles con delicadeza. Juliet fue a coger al niño. Michael contemplaba la escena con ojos luminosos y acabó por desviar la mirada. El sufrimiento le brotaba de la piel como si fuese vapor.
Wendell entregó el niño a Juliet, besó a ésta en la frente y se volvió hacia Michael. Se dieron un abrazo muy fuerte que no pareció tener fin.
– Te quiero, hijo.
Se mecían y balanceaban como en una danza antiquísima. Del fondo de la garganta de Michael brotó un leve ruido y sus ojos se cerraron con fuerza. Durante aquel momento la comunicación fluyó entre ambos sin ningún impedimento. Tuve que apartar la mirada. No podía imaginar lo que era encontrarse de repente ante el propio padre, al que todos daban por muerto. Michael se echó atrás. Wendell sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas.
– Te llamaré -murmuró y dio un suspiro.
Se dio la vuelta y salió de la habitación sin mirarles. La culpa le oprimía, seguramente, como si tuviera encima del pecho una piedra de una tonelada. Recorrió la casa y se dirigió a la puerta de la calle; yo le pisaba los talones; no sé si se dio cuenta de mi presencia, por lo menos no puso objeciones.
El aire exterior se había cargado con un punto de humedad y el viento silbaba entre los árboles. Las ramas casi ocultaban por completo las farolas de la calle por donde correteaban y se agitaban sombras que parecían montones de hojas secas. Mi plan era despedirme del individuo, subir al coche, darle cierta ventaja y seguirle a distancia prudencial para que me condujera hasta Brian. En cuanto conociera el paradero del muchacho, llamaría a la policía. Le dije adiós y me alejé en dirección contraria. No supe si me había oído o no.
Wendell sacó abstraído las llaves del coche, cruzó el césped y se dirigió al pequeño Maserati rojo que estaba estacionado junto a la acera. Renata, por lo visto, tenía toda una escudería de coches caros. Abrió la portezuela, subió al vehículo y se puso rápidamente ante el volante. Cerró con violencia. Abrí la portezuela de mi VW e introduje la llave de contacto al mismo tiempo que Wendell. El revólver de Renata me apretó los riñones. Doblé el brazo y lo empuñé. Me volví hacia el asiento trasero, cogí el bolso y guardé el arma. Oí carraspear el motor del vehículo de Wendell. Encendí el mío y esperé con las luces apagadas a que se encendieran las traseras y delanteras del deportivo.
Los carraspeos continuaron, pero el motor no acababa de encenderse. Era una sucesión de patinazos agudos e inútiles. Poco después vi que abría la portezuela y bajaba. Se puso a mirar debajo del capó con nerviosismo. Hizo no sé qué en los cables, volvió al interior del vehículo y reanudó los carraspeos. Estos perdieron entusiasmo, seguramente porque la batería ya no daba más de sí. Puse la primera, encendí las luces y avancé despacio hasta llegar a su altura. Bajé la ventanilla y Wendell hizo lo propio con la más cercana a mi vehículo.
– Suba -dije-. Le llevaré a casa de Renata. Desde allí podrá avisar a la grúa.
Dudó unos instantes y miró de soslayo hacia la casa de Michael. No tenía elección. Lo que menos deseaba en el mundo era volver con una necesidad tan vulgar como una llamada a la triple A [Asociación Automovilística Americana]. Bajó del coche, lo cerró con llave, rodeó la delantera del mío y subió por el lado del copiloto. Giré a la derecha, por Perdido Street, y doblé a la izquierda antes de llegar al parque de atracciones, con la intención de llegar a la avenida periférica que discurría en sentido paralelo a la playa. Habría podido coger también la autopista. No había mucho tráfico. La calle que desembocaba en el barrio de las caletas estaba sólo a un acceso de la autopista de distancia y se podía llegar allí igualmente por aquella ruta.
Giré a la izquierda al llegar a la playa. El viento soplaba ahora con gran fuerza y sobre el abismo negro del océano pendían voluminosas nubes del color del carbón.
– El lunes por la noche tuve una interesante charla con Carl -dije-. ¿Ha hablado ya con él?
– Me había citado con él más tarde, pero ha tenido que salir de la ciudad -dijo con la cabeza en otra parte.
– No me diga. Creía que ardía en deseos de hablar con usted.
– Tenemos cosas que aclarar. Y tiene algo que es mío.
– ¿Se refiere al barco?
– Bueno, eso también, pero se trata de otra cosa.
El cielo era de color gris marengo y podía ver los fucilazos que estallaban en alta mar, señales inequívocas de la tormenta eléctrica que tenía lugar a unos ochenta o noventa kilómetros de distancia. Los fogonazos se reflejaban con violencia súbita en los bancos de nubes de oscuridad creciente, creando la ilusión de una batalla naval demasiado lejana para oírse. La atmósfera estaba cargada de electricidad. Miré a Wendell.
– ¿No siente curiosidad por saber cómo hemos encontrado su pista? Me sorprende que no lo haya preguntado aún.
Tenía la vista fija en el horizonte, que se iluminaba de manera intermitente conforme proseguía la tormenta.
– Para mí carece ya de importancia. Tarde o temprano tenía que ocurrir.
– ¿Tiene inconveniente en decirme dónde ha estado todos estos años?
Se volvió a mirar por la ventanilla de su lado.
– No muy lejos. Se llevaría una sorpresa si le enumerara los poquísimos lugares en que he estado.
– Renunciando a muchísimas cosas.
Por sus facciones pasó un ramalazo de dolor.
– Es verdad.
– ¿Estuvo siempre con Renata?
– Oh, sí. Sí -murmuró con un dejo de amargura. Se produjo una breve pausa y se removió con inquietud-. ¿Cree usted que he cometido un error al volver?
– Eso depende de la intención con que lo haya hecho.
– Me gustaría ayudar a mi familia.
– ¿A qué? Brian sabe ya lo que le espera y lo mismo cabe decir de Michael. Dana salió adelante como pudo y se ha terminado el dinero. Usted no puede volver al momento en que se marchó y modificar la trayectoria que ha seguido la vida de cada cual. Su familia está pagando las consecuencias de la decisión que usted tomó. Es otra de las cosas que tendrá que afrontar.
– Supongo que es absurdo querer reparar en unos días todo lo que he hecho.
– Sí, supongo que sí -dije-. Mientras tanto, no pienso perderle de vista. Ya se me escapó una vez. No volverá a ocurrir.