Hubo una época, mucho antes de que el plegamiento de la corteza terrestre diera origen a los montes del subcontinente norteamericano, en que el valle de Perdido tenía cientos de kilómetros de longitud y buena parte de California era una llanura inundada por los inmensos mares del Eoceno. El agua del mar llegaba entonces hasta la frontera de Arizona. Los yacimientos de petróleo derivaron en realidad de los organismos marinos, y los sedimentos, en según qué lugares, tenían unos cuatro mil metros de espesor. Hay ocasiones en que se me eriza el vello de los brazos al imaginar un mundo tan brutalmente distinto del nuestro. Imagino los cambios, millones de años que desfilan a toda velocidad como en una película a cámara rápida; la tierra tiembla, cruje, se eleva, se hunde y se sacude con convulsiones monstruosas.
Miré hacia el horizonte. De las treinta y dos plataformas que hay frente a la costa californiana, veinticuatro están en los alrededores de los condados de Santa Teresa y Perdido, y nueve en un tramo de cinco kilómetros de costa. He asistido a disputas sobre si estas antiguas plataformas resistirían un temblor de magnitud siete. Los expertos están divididos. Por un lado están los geólogos y miembros de la Comisión para la Seguridad Sísmica del estado de California, que recuerdan que las más antiguas plataformas petrolíferas se construyeron entre 1958 y 1969, antes de que la industria del petróleo adoptara una serie de normas estandarizadas. Por otro lado están los tranquilizadores portavoces de las compañías petroleras que son propietarias de la infraestructura perforadora. Dios, era algo tan complicado. Traté de imaginarme el efecto: todas las torres hundiéndose y el crudo vertiéndose en el océano en forma de gigantesca ola negra. Pensé en la actual contaminación de las playas, en los alcantarillados que desaguaban en los ríos y los mares, en el agujero de la capa de ozono, en la deforestación mundial, en los vertidos de residuos tóxicos, en la alegre reducción del contingente humano que comportan las sequías y hambrunas, que nos brinda la naturaleza todos los años como si tal cosa. Es difícil saber qué nos afectará primero. A veces creo que deberíamos hacer estallar el planeta entero para acabar con todo de una vez. Lo que me mata es el misterio.
Dejé atrás un tramo de playa y rodeé la punta, adentrándome en Perdido por el norte. Salí por el primer acceso y crucé el centro comercial de la ciudad mientras trataba de orientarme. La ancha avenida principal estaba flanqueada de vehículos estacionados en batería, sobre todo camionetas y turismos. Un descapotable avanzaba despacio detrás de mí con la radio a todo volumen. La mezcla de los instrumentos de metal y del bajo atronador me recordó los desfiles del Cuatro de Julio. Los escaparates de los comercios estaban cubiertos por bonitos toldos de lona, tanto que me pregunté si no procederían de la fábrica del cuñado del alcalde.
La zona donde vivía Dana Jaffe actualmente databa con toda seguridad de los años setenta, cuando Perdido había pasado una breve racha de fiebre edificadora. La casa en cuanto tal, estuco grisáceo con detalles de madera blanca, consistía en una planta baja y una planta superior que abarcaba la mitad de la superficie de la otra. Casi todas las casas del vecindario tenían tres y cuatro vehículos estacionados en el sendero del jardín, lo que sugería una población más densa que el típico núcleo familiar. Entré en el sendero y me detuve detrás de un Honda último modelo.
Caía la noche. A lo largo del sendero había setos de caléndulas y zinnias. A la escasa luz que proporcionaba un aplique de adorno vi que los arbustos habían sido recortados con pulcritud, que la hierba estaba segada y que se había invertido un poco de trabajo en diferenciar la propiedad de las circundantes. En las vallas de separación había enrejados. Las enredaderas que trepaban por éstos creaban por lo menos la ilusión de cierta intimidad, perfumando el aire con una dulzura increíble. Mientras llamaba al timbre, saqué una tarjeta de las profundidades de mi bolso. El porche delantero estaba hasta el techo de cajas de cartón llenas y cerradas. Me pregunté adónde iría la señora Jaffe.
Dana Jaffe abrió al cabo de un rato con el auricular del teléfono sujeto entre el cuello y el hombro. Había cruzado el vestíbulo con el aparato, arrastrando ocho metros de cable. Era la típica mujer que desde siempre me ha dado miedo: pelo de color de miel, pómulos esculpidos con delicadeza, mirada fría e imperturbable. Tenía la nariz recta y estrecha, la barbilla fuerte y los dientes superiores prominentes. Se apreciaba un destello de blancura dental por entre los labios carnosos que no acababan de juntarse por sí mismos. Se puso el auricular contra el pecho para que el interlocutor no oyera lo que decía.
– ¿Sí?
Le di la tarjeta para que viese mi nombre.
– Me gustaría hablar con usted.
Miró la tarjeta con un ligero frunce de intriga y me la devolvió. Con el dedo índice me hizo una seña para que pasara mientras hacía un gesto de disculpa. Crucé la puerta y accedí a la sala de estar delante de ella, tenía los ojos fijos en el cable del teléfono, que llegaba hasta un comedor convertido en despacho. Al parecer se dedicaba a una especie de consultas nupciales. Vi revistas con vestidos de novia amontonadas en todos los rincones. El tablón que estaba colgado detrás del escritorio estaba cubierto de fotos, invitaciones, ilustraciones de ramos de novia y folletos sobre cruceros de luna de miel. En un calendario de pared había señaladas distintas fechas con una serie de nombres de cuyos inminentes esponsales tenía que estar al tanto la asesora.
La moqueta era de pelo blanco, el sofá y los sillones estaban tapizados con lona de color azul metálico y sobre ellos había muchos cojines verdemar y blanco sucio. No había más chucherías que un puñado de fotos de familia enmarcadas en plata de anticuario. La estancia estaba salpicada de macetas con exuberantes plantas de interior, grandes y sanos especímenes que parecían saturar el aire de oxígeno. Era una suerte, ya que todo el aire estaba cargado de humo de tabaco. La decoración interior, en términos generales, era agradable y seguramente procedía de restos de partidas de muebles de diseño comprados a precio de saldo.
Dana Jaffe era delgada como un lápiz, vestía tejanos ajustados y descoloridos y una camiseta blanca sin estampados, y calzaba zapatillas deportivas sin calcetines. Cuando yo me visto así, parece que vaya a cambiar el aceite del coche; a ella le quedaba de un elegante que daba envidia. Se había anudado el pelo en la nuca con un pañuelo. Me di cuenta entonces de que su cualidad rubia estaba entreverada de canas, pero no se trataba de un efecto buscado artísticamente, como si la mujer creyese que el envejecimiento no haría sino añadir interés a una cara dotada ya de perfección suficiente. A causa de los dientes prominentes tenía la boca hinchada en una especie de puchero y pocas personas le habrían adjudicado el calificativo de «hermosa», sea esto lo que fuere. Más bien la incluirían en categorías como: «interesante» o «atractiva», aunque personalmente habría matado por tener una cara así, fuerte y llamativa, con una piel inmaculada. Cogió el cigarrillo que había dejado en el cenicero y le dio una intensa calada mientras reanudaba la conversación telefónica.
– No creo que te siente bien -decía-. Bueno, el estilo no es muy favorecedor que digamos. Me dijiste que la prima de Corey era más bien gordita… Está bien, gorda. Hablamos de lo mismo. Y no irás a ponerle un vestido talar a una gorda… Una maxifalda… Bueno, bueno. Para disimular la gordura de las piernas y las caderas… No, no, no. No se trata de un globo aerostático… Entiendo. Mejor quizá con la cintura un poco baja. También creo que habría que elegir un vestido de cuello cerrado porque alarga la primera impresión visual. ¿No entiendes lo que te digo? Ya, ya… Bueno, ya consultaré el material que tengo en casa y confrontaremos sugerencias. Di a Corey que compre en el supermercado algunas revistas para novias. Ya hablaremos mañana… De acuerdo… Está bien, sí. Te llamaré… De nada, mujer… Tú también.