– Tendré que buscar a sus antiguos conocidos. Y tendremos que correr el riesgo de que alguien dé la voz de alarma.
– ¿Crees que cooperarán sus compinches?
– Ni idea. Tengo entendido que en su día dejó arruinados a un montón de ciudadanos. Estoy convencida de que a más de uno le gustaría verlo entre rejas.
– Natural -dijo.
– En cualquier caso volveremos a hablar el lunes por la mañana; mientras tanto, no te pongas nervioso.
La carcajada de Mac fue de desesperación.
– Esperemos que Gordon Titus no se entere de lo que ocurre.
– ¿No me dijiste que te ocuparías de él?
– Partía de la base de que todo terminaría con una detención. Con mucha gloria pública para ti.
– Pues no desistas. Aún no hemos perdido la esperanza.
Guardé cama los dos días siguientes y las vacaciones se prolongaron estérilmente durante todo el fin de semana por culpa de mi malestar. Me gusta la soledad que procuran las enfermedades, el lujo del té caliente con miel, los sándwiches de jamón y queso fundido rociados con salsa de tomate en lata. Tenía una caja de Kleenex en la mesilla de noche y la papelera no tardó en llenarse hasta el borde de un esponjoso suflé de papel multicoloreado. Entre los escasos recuerdos de mi madre que guardo en la memoria hay uno en que me frota el pecho con Vicks VapoRub, y luego me lo cubre con un cuadrado de franela estampada que fija con imperdibles a la parte superior del pijama. El calor del cuerpo envuelve mis conductos nasales en una nube de gases asfixiantes mientras el ungüento aplicado a la piel me produce una sucesión intermitente y contradictoria de fuego abrasador y frío que pela.
Por el día dormitaba con el cuerpo aguijoneado por los dolores que produce la inactividad. Por las tardes bajaba la escalera de caracol arrastrando el edredón como si fuese la cola de un vestido de novia y durante dos horas me apoltronaba en el sofá-cama de la planta baja, encendía la tele y me quedaba viendo absurdas reposiciones de «El show de Lucille Ball» y «Dobie Gillis». Cuando llegaba la hora de volver a la cama, iba al cuarto de baño, me ponía ante el lavabo y llenaba el vasito de plástico con el nauseabundo jarabe de color verde que me haría dormir durante toda la noche. Jamás he probado una dosis de NyQuil sin sufrir un violento escalofrío a continuación. Soy consciente, a pesar de todo, de que presento todos los síntomas primerizos de una adicta a los fármacos sin receta.
El lunes por la mañana desperté a las seis en punto, segundos antes de que sonara la alarma del reloj. Abrí los ojos, me quedé inmóvil en el arrugado nido y me puse a mirar la claraboya de plexiglás que tengo en el techo, tratando de calibrar el día que me esperaba. El cielo matutino estaba densamente cubierto por una capa de nubes de un kilómetro de grosor por lo menos. Los aviones del puente aéreo entre San Francisco, San José y Los Angeles se quedarían esperando en las pistas del aeropuerto, con la esperanza de que se despejase la niebla.
En Santa Teresa el mes de julio es motivo de especulación. El sol sale tras un banco de nubes que flota justamente frente a la costa. Unas veces la bruma marina se despeja por la tarde. Otras, el cielo se queda nublado y el día discurre bañado por una luz grisácea y amenazadora que crea la ilusión de que va a estallar una tormenta. Los lugareños se quejan y el Santa Teresa Dispatch informa sobre el tiempo en tono despectivo como si el verano no hubiera sido siempre de aquel modo. Los turistas, que llegan en busca del mitificado sol californiano, despliegan los trastos en la playa (sombrillas y cremas protectoras, transistores y aletas de natación) y se ponen a esperar con paciencia a que se abra un resquicio en el sempiterno techo de nubes. Ya veo a sus niños en cuclillas entre las olas con palas y cubos de juguete. Ya veo su carne de gallina, sus labios amoratados, esos dientes que empiezan a castañetear mientras el agua helada se arremolina alrededor de sus pies descalzos. El tiempo se había comportado de un modo extrañísimo durante todo el año, cambiando brutalmente y sin avisar de un día para otro.
Salí de la cama, me puse ropa deportiva, me cepillé los dientes y me peiné mientras me esforzaba por no mirar mi cara hinchada por el sueño. Estaba decidida a correr, pero el cuerpo opinaba lo contrario y después de un kilómetro tuve que detenerme por culpa de un ataque de tos que parecía el berrido de una bestia salvaje en celo. Renuncié a la idea de correr mis cinco kilómetros habituales y me contenté con dar una vuelta a paso gimnástico. El resfriado se me había concentrado en el pecho y mi voz había entrado en el fabuloso registro de los susurrantes pinchadiscos de la frecuencia modulada. Cuando llegué a casa, estaba muerta de frío, pero me sentía llena de energía.
Me di una ducha de agua hirviendo para despejarme los bronquios y salí del cuarto de baño como nueva. Cambié las sábanas, saqué la basura, desayuné a base de fruta y yogur y me fui a la oficina con una carpeta llena de recortes. Encontré sitio para aparcar en la misma calle, anduve manzana y media y me enfrenté a las escaleras. Mi ritmo normal es dos peldaños a la vez, pero aquel día tuve que descansar para recuperar el aliento en todos los descansillos. Lo malo de estar en forma, cosa que se consigue al cabo de los años, es que se pierde con la rapidez del rayo. Después de tres días de inactividad estaba otra vez en el nivel cero, arrastrándome y jadeando como una aficionada. La falta de aliento me produjo otro ataque de tos. Entré por la puerta lateral y me detuve a sonarme la nariz.
Al pasar ante el escritorio de Ida Ruth me detuve a charlar durante unos momentos. Cuando conocí a la secretaria de Lonnie, me dio la sensación de que sus dos nombres no pegaban bien juntos. Traté de llamarla Ida a secas, pero me di cuenta de que tampoco le pegaba. Tiene treinta y tantos años y un tipazo macizo y robusto que no parece hecho para trabajar con la máquina de escribir y mojigaterías por el estilo. Tiene el pelo de color rubio platino y lo lleva peinado hacia atrás como si hubiera aprovechado un huracán para engominárselo. Tiene la piel bronceada, las pestañas blancas y los ojos de un azul marino. Viste de manera tradicional: faldas rectas un poco por debajo de la rodilla, chaquetas con hombreras y de colores apagados, y blusas de manga larga y siempre abotonadas hasta el cuello. Parece como si remando en canoa o escalando precipicios estuviera más en su ambiente. Me han contado que esto es precisamente lo que hace en sus ratos libres: irse de excursión a la sierra, mochila al hombro, para andar cuarenta kilómetros diarios. No la detienen las pulgas, los barrancos, las serpientes venenosas, el zumaque venenoso, los troncos caídos, las piedras puntiagudas, los mosquitos ni ninguno de los restantes y maravillosos aspectos de la naturaleza que yo evito a toda costa.
Sonrió al verme.
– ¿Ya has vuelto? ¿Qué tal por México? Veo que te has puesto de color zanahoria.
Me estaba sonando la nariz y tenía las mejillas rojas a causa del esfuerzo de la subida.
– Tuve suerte y al volver cogí un resfriado en el avión. El bronceado es artificial -dije.
Abrió un cajón y sacó un tubo lleno de pastillas grandes y blancas.
– Vitamina C. Toma unas cuantas. Te servirán.
Cogí una pastilla y la miré a contraluz. Mediría perfectamente dos centímetros y medio de diámetro; me dio la sensación de que si conseguía tragármela despertaría en la UCI.
– Vamos, mujer, coge más. Y toma zinc si te duele la garganta. ¿Qué tal por Viento Negro? ¿Llegaste a ver las ruinas?
Cogí otras dos pastillas de vitamina C.
– Estupendo. Demasiado viento tal vez. ¿Qué ruinas?
– ¿Estás de guasa? Son famosísimas. Había allí un volcán que entró en erupción… no sé, puede que en 1902. Bueno, por aquella época. En cuestión de horas, todo el pueblo quedó sepultado bajo un manto de cenizas.