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– ¿David? -Alison gritó por teléfono-. ¿Sigues ahí?

Recogí el teléfono.

– Perdona. Es que estoy un poco…

– No tienes que explicarme nada. Han sido seis meses muy duros.

– Que Dios te bendiga, Alison. Que Dios te bendiga.

– Ahora no te me pongas místico, Armitage. Porque precisamente tendremos que hacer cosas muy poco cristianas y más bien sucias en cuanto al tema créditos compartidos o no. He pedido a Van Parks que me mandara el guión inmediatamente. Mañana te lo haré llegar. A partir de ahí hablaremos. Ahora mismo pienso comprarme una botella de champán francés, y te recomiendo que hagas lo mismo. Oye, esta tarde he ganado trescientos mil dólares.

– Te felicito.

– Y yo a ti, y yo a ti. Algún día ya me contarás cómo has forzado este cambio tan completo de la suerte.

– No pienso decir nada. Excepto que me alegro de volver a trabajar contigo.

– Nunca dejamos de trabajar juntos, David.

En cuanto acabé de hablar con Alison, llamé inmediatamente a Martha al móvil. Me salió el buzón de voz y le dejé el siguiente mensaje: «Martha, querida, soy yo. Ha funcionado, tu asombroso juego ha funcionado. Por favor, llámame. A cualquier hora. De día o de noche. Pero llámame. Te quiero».

Pero no me llamó aquella noche. Ni al día siguiente. Ni al otro. En cambio, Alison sí llamó con una noticia intrigante.

– ¿Puedes conseguir un New York Times de hoy? -me preguntó.

– Lo vendemos en la librería.

– Mira la sección de «Arte y ocio». Hay una entrevista en exclusiva con nuestro autor favorito, Philip Fleck. Tienes que leer lo que dice de ti. Según él, eres el escritor más perseguido desde Rushdie, y tus supuestos delitos no son más que acusaciones amañadas por un periodista macartista. Pero lo más bonito, lo que realmente confirma mi baja opinión de la condición humana es que, según Fleck, has sido tan sistemáticamente vilipendiado por MacAnna y tan despiadadamente abandonado por el sector, que tú y Fleck creísteis que era mejor para la película que no aparecieras en los créditos…

Para entonces yo ya había cogido un periódico del estante, frente a la caja, y lo estaba leyendo.

– Escucha lo que dice el periodista a continuación -dijo Alison-: «Pero según Fleck, la idea de que el nombre de un autor no pudiera aparecer en los créditos le recordaba demasiado a los días horribles de la lista negra de los años cincuenta y se sintió obligado a romper su silencio sobre el tema -no olvidemos su antipatía de siempre por las entrevistas en prensa- y salir en defensa del escritor. “Indiscutiblemente -dijo Fleck-, David Armitage es una de las voces más originales del cine y la televisión estadounidenses. Y es vergonzoso que su carrera haya sido prácticamente arruinada por un personaje que, debido a su falta personal de éxito, decidió orquestar una venganza contra él. Al menos, el excelente guión de David para Nosotros, los veteranos le reivindicará completamente, y recordará a Hollywood lo que se ha perdido.”»

– ¡Joder! -exclamé.

– Lástima que no hagan un remake de La vida de Emile Zola. Después de esto, Fleck tendría posibilidades de conseguir el papel. También es bonito ver que te llama por tu nombre de pila. Bueno, ¿vas a contarme por fin lo que pasó en esa isla hace seis meses?

– Mis labios están sellados.

– Eres un aburrido. Pero al menos ya vuelves a ser lucrativo. Ya te lo digo ahora, ese artículo te reabrirá muchas puertas en esta ciudad.

De hecho, el teléfono no paró de sonar en la casa aquella noche, y tuve que hacer declaraciones a Daily Variety, Hollywood Reporter, Los Angeles Times y el San Francisco Chronicle. ¿Qué les dije? ¿Cuál era mi postura ante la vigorosa defensa que Philip Fleck había hecho de mí? Le seguí el juego, se entiende, y dije: «Todos los autores necesitan un director como Philip Fleck, por la generosidad de su espíritu, su lealtad y, sobre todo, por su rara y admirable fe en la palabra escrita». (Eso último, está claro, era un mensaje para Fleck y su equipo creativo: no os penséis que vais a escribirme este guión.)

Y cuando los periodistas me preguntaron si sentía animosidad hacia Theo MacAnna, sencillamente respondí: «Me alegro de no ser su conciencia».

Aquella noche, intenté de nuevo llamar a Martha. Pero me salió inmediatamente el buzón de voz. Le dejé un mensaje, diciendo que estaba encantado con el artículo del Times, y que esperaba que Fleck consintiera en conceder la entrevista en televisión, además de que necesitaba hablar con ella.

Pero no me llamó. Resistí la tentación de mandarle un correo electrónico o ir a Malibú a llamar a su puerta. Me daba cuenta de lo que estaba haciendo Fleck: además de asegurarse de que el vídeo no saliera a la luz, también le estaba diciendo a su esposa que no quería perderla.

Al día siguiente, la entrevista con Fleck salió publicada entera en Los Angeles Times. Y aquella mañana temprano, recibí una llamada de un productor del programa Today de la NBC, que me informaba de que me habían hecho una reserva para el vuelo de las dos a Nueva York. Una limusina me recogería en el aeropuerto Kennedy. Tenía una habitación reservada en el Regency para pasar la noche. Y sería entrevistado junto con el señor Fleck en la última hora del programa de la mañana siguiente.

Miré el reloj: eran las nueve y cuarto. Para llegar al aeropuerto de Los Ángeles a tiempo, tenía que salir antes de una hora. Así que, después de confirmar que podía recoger el billete en el aeropuerto, colgué y llamé a Les a casa.

– Sé que es muy tarde para avisar -dije-, pero necesito dos días libres.

– Ya, he visto el artículo de esta mañana en Los Angeles Times. Me imagino que no trabajarás mucho más tiempo en la librería.

– Me imagino que no.

– Bueno, puedes tomarte dos días libres. Pero ¿podrías trabajar quince días más, hasta que encuentre a alguien?

– Por supuesto, Les.

Luego hice la maleta, que pesaba bastante, debido a los cuatro guiones que metí dentro junto con una muda. Tardé más de dos horas en llegar al aeropuerto. Tardé menos de seis en cruzar el continente. Llegué al hotel hacia medianoche. Pero como no podía dormir, me vestí y paseé por las calles de Manhattan hasta que el amanecer rasgó el cielo nocturno. Después volví caminando al hotel, me puse el traje, y esperé que llegara la limusina de la NBC. Llegó después de las siete. Quince minutos después, me estaban poniendo una base de maquillaje y unos polvos matizadores en la cara. Se abrió la puerta y entró Philip Fleck, acompañado de dos caballeros con trajes negros rígidos. Guardaespaldas. Fleck se sentó en la silla contigua a la mía. Le miré de reojo, y noté que tenía unas vistosas bolsas bajo los ojos: un indicio de que yo no era el único que había dormido poco aquella noche. Su inquietud era manifiesta. Igual que su determinación de no mirarme. La maquilladora intentó relajarlo charlando sin cesar mientras le untaba la cara gordezuela con base de maquillaje, pero él cerró los ojos, sin hacerle caso. La puerta volvió a abrirse y entró una mujer hipereficiente que rondaba los treinta años. Nos dijo que se llamaba Melissa («su productora esta mañana») y nos habló de los cinco minutos de pantalla que tendríamos. Fleck no dijo nada mientras ella repasaba las preguntas que Matt Lauder, el presentador, podía hacernos.

– ¿Necesitan saber algo más, señores? -preguntó.

Los dos negamos con la cabeza; ella nos deseó buena suerte y salió de la habitación. Me volví a mirar a Fleck y dije:

– Quería darle las gracias por los elogios que me hizo en la entrevista del Times. Me conmovieron mucho.

No dijo nada. Siguió mirando al frente, con la cara rígida por la incomodidad.

Después nos acompañaron a través de una zona de bastidores hacia el plató de Today. Matt Lauder ya estaba allí, sentado en una butaca, con las piernas cruzadas. Se levantó para estrecharnos la mano, pero no tuvo ocasión de decir nada más que el consabido saludo mientras un par de técnicos de sonido nos colocaban los micrófonos de clip en las solapas y dos maquilladoras nos retocaban el maquillaje de la frente. Coloqué un montón de guiones sobre la mesita que teníamos delante. Fleck los miró de reojo, pero siguió sin decir nada. Le miré. Tenía la frente perlada de sudor, y su pánico escénico era evidente. Había leído mucho sobre su odio patológico a las entrevistas (y su rechazo a salir en televisión, ni en directo ni en diferido). Entonces veía, a poca distancia, el mal rato que suponía para él afrontar las cámaras. Y pensé también: «Esto sólo lo hace porque quiere conservar a Martha por encima de todo».

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