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– ¿Vas a sentirte culpable ahora?

– No -dije sin vacilar.

– ¿Y eso por qué?

– Porque las cosas entre Lucy y yo ahora son muy diferentes. Y también…

– ¿Sí? -preguntó.

– Porque…, bueno, porque es contigo.

Me besó tiernamente en los labios.

– ¿Es una confesión?

– Me temo que sí.

– Pues yo también tengo una. Diez minutos después de conocerte ayer, pensé: es él. Lo pensé ayer y lo pensaba hoy mientras contaba las horas que faltaban para las siete y tú llamabas a mi puerta. Y ahora…

Me acarició la mandíbula con el dedo índice de la mano derecha.

– … Ahora no pienso dejarte escapar.

La besé.

– ¿Es una promesa? -pregunté.

– Palabra de exploradora. Pero ya sabes lo que eso significa…, al menos, a corto plazo.

– Sí, voy a tener que aprender a mentir.

De hecho ya había aprendido a mentir, cuando como coartada para pasar mi primera noche con Sally le había dicho a Lucy que pasaría la noche en Las Vegas para investigar sobre el terreno el escenario de un futuro episodio. A Sally no le importó cuando utilicé su teléfono a las once para llamar a casa y decirle a mi esposa que estaba estupendamente alojado en The Bellagio y la echaba muchísimo de menos. Cuando llegué a casa la tarde siguiente, observé a Lucy atentamente por si veía alguna señal reveladora de sospecha o dudas. Incluso me pregunté si habría llamado a The Bellagio para comprobar si estaba inscrito en el hotel. Pero me recibió cariñosamente, y no soltó ninguna indirecta sobre dónde había estado la noche anterior. De hecho, no podría haber estado más cariñosa, y quiso que nos fuéramos a la cama temprano. Y sí, la cuerda de la culpabilidad sonó cuando se apretó contra mí y me dijo que me quería. Pero aquellos ecos fueron silenciados por una evidencia aún más clara: estaba locamente enamorado de Sally Birmingham.

Y ella lo estaba de mí. Me lo anunció unas dos semanas después de aquella primera cena en su piso. Me dijo que nunca había sentido nada igual por nadie. Su seguridad era abrumadora. Yo era el hombre con quien quería pasar el resto de su vida. Lo pasaríamos en grande. Tendríamos grandes carreras profesionales, hijos maravillosos. Y nunca caeríamos en el tedio vacío que caracterizaba a tantos matrimonios, porque ¿cómo podíamos ser algo menos que ardientes? Seríamos felices, porque estábamos destinados a serlo.

Sin duda, yo sabía que se estaba dejando llevar un poco por la pasión del momento. Aunque no me quejaba precisamente. Al fin y al cabo, era tan lista y tan hermosa… Y se había enamorado de mí. ¿Cómo podía no perder la cabeza yo también? Sobre todo cuando la pasión que sentíamos el uno por el otro era tan embriagadora, tan excitante… No podía más que dejarme atrapar por aquella teatralidad. Como tampoco podía creer en mi suerte en ascenso: primero el piloto, después la serie, la fama y la prosperidad. Y, ahora, una declaración de amor de una mujer extraordinaria y triunfadora. Aquello no era simplemente éxito: aquello era un auténtico triunfo personal.

Sin embargo había un problema: seguía estando casado.

Y me preocupaba profundamente el efecto que cualquier futuro desarreglo doméstico pudiera tener en Caitlin. Sally lo comprendió perfectamente.

– No te pido que te marches ahora mismo. Debes hacerlo sólo cuando estés a punto y cuando creas que Caitlin lo está. Esperaré. Porque vale la pena esperarte.

«Cuando estés a punto.» No «si»: un explícito «cuando». Pero la convicción de Sally no me molestaba, ni pensé que las cosas fueran demasiado deprisa, después de sólo dos semanas. Porque estaba de acuerdo con ella sobre nuestro futuro juntos, aunque interiormente me carcomiera el dolor y el daño que iba a infligir a mi esposa y a mi hija.

En honor de Sally, debo reconocer que no me agobió para que me fuera de casa. O, al menos, durante los ocho primeros meses, durante los cuales terminé mi trabajo en la segunda temporada de la serie, y me convertí en un refinado experto en disimular mi relación extraconyugal. Cuando la fecha de entrega de los tres episodios que estaba escribiendo se volvió apremiante, me instalé dos semanas en el Four Seasons Hotel de Santa Bárbara, con el pretexto de que necesitaba enclaustrarme para concentrarme en el trabajo.

Y trabajé, aunque Sally pasó una de las semanas conmigo, por no hablar de los dos fines de semana. Cuando el programa se trasladó a Chicago una semana para rodar exteriores, decidí quedarme unos días más para visitar a mis antiguos amigos aunque, en realidad, aquel fin de semana Sally y yo apenas salimos de la suite del The Park Hyatt. Haciendo malabarismos con nuestros respectivos calendarios, por no mencionar el alquiler de una habitación en el hotel Westwood Marquis, cerca de las oficinas de la Fox Television, lográbamos almorzar juntos dos veces a la semana y pasar al menos una noche en su piso.

Como descubrí, el engaño es una auténtica forma de arte. Más aún, es un ejercicio compulsivo: una vez que se empieza a adornar la verdad, se crea una ficción en la cual hay que vivir. A diferencia de la ficción, es imposible invalidar ese mecanismo en cuanto se pone en marcha. La mentira engendra mentira, y el adorno se expande, hasta el punto de que a menudo te encuentras pensando: ¿podría ser que la mentira fuera verdad en realidad? Porque ya no eres capaz de discernir la borrosa frontera entre realidad e invento.

Sin embargo, a menudo me maravillaba de lo bueno que era disimulando e inventando excusas. Es verdad que se podría objetar que, como escritor profesional, me limitaba a practicar mi oficio. Sin embargo, en el pasado, siempre me había considerado un mentiroso lamentable, hasta el punto de que, unos días después de mi única aventura extraconyugal anterior, en el noventa y seis, Lucy me había mirado y había dicho:

– Te has acostado con otra, lo sé.

Por supuesto, me quedé lívido. Por supuesto, lo negué con vehemencia. Por supuesto, ella no creyó una sola palabra.

– Anda, dime que estoy alucinando -dijo-. Pero puedo leer en tu interior, David. Eres transparente como un cristal.

– No te miento.

– Oh, por favor…

– Lucy…

Pero salió de la habitación y no volvió a hablar del tema nunca más. Una semana después, mi intensa culpabilidad, y mi miedo igual de acentuado a ser descubierto, se habían disipado, acallados por mi juramento interior de no volver a ser infiel.

Mantuve la promesa durante los siguientes seis años, hasta que conocí a Sally Birmingham. Pero después de aquella noche en su piso, apenas sentí culpabilidad, ni angustia, quizá porque mi matrimonio había empezado a regirse por la ley de mínimos. O tal vez porque, desde el principio de mi relación con Sally, supe que nunca había sentido tanta pasión por nadie.

Aquella certeza me convirtió en un experto del subterfugio; de hecho, Lucy no me cuestionó ni una sola vez mis idas y venidas las noches que «trabajaba hasta tarde». Tampoco me lanzó ninguna mirada de reproche para darme a entender que estaba enterada de mis embrollos. Por el contrario, no podría haber estado más cariñosa y más solícita. Sin duda, la mejora de circunstancias materiales había aumentado su afecto por mí. O, al menos, ésa era mi interpretación. Sin embargo, en cuanto entregué los borradores finales de mis episodios y me puse a revisar los cuatro guiones que se habían escrito para la nueva temporada, Sally empezó a hablar con más insistencia de «regularizar» nuestra situación y empezar a vivir juntos.

– Esta situación de clandestinidad tiene que acabar -dijo-. Te quiero para mí sola, si todavía me quieres.

– Por supuesto que te quiero. Ya lo sabes.

Pero también deseaba aplazar el día de poner las cartas sobre la mesa, el momento en que me sentaría con Lucy y le rompería el corazón. Así que lo fui dejando. Y seguí diciendo:

– Esperemos un mes más.

Una noche, volví a casa sobre la medianoche, después de una larga cena de trabajo con Brad Bruce. Cuando entré, Lucy estaba sentada en el salón, con mi maleta junto al sillón.

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