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Así que me levanté y volví a la Sala Grande, donde Philip Fleck me miró y preguntó:

– ¿Podemos empezar ya?

– Mi agente está fuera de la ciudad…

– Pero sin duda podremos localizarla. Y, si no, puedo hacer que transfieran la mitad del millón cuatrocientos mil a tu cuenta esta tarde.

– Eso es increíblemente generoso, y le honra, pero no es realmente el problema. La cuestión es que tengo una pequeña crisis familiar en California.

– ¿Es cuestión de vida o muerte? -preguntó.

– No, pero si no me presento, mi ex esposa va a descuartizarme legalmente.

– ¡Que le den! -exclamó.

– No es tan fácil.

– Sí lo es. Al fin y al cabo con un millón cuatrocientos mil se pueden pagar muy buenos abogados.

– Pero hay una niña por medio.

– Lo superará.

«Puede que sí. Pero puede que yo no sea capaz de soportar la culpabilidad.»

– Mi propuesta es la siguiente -dije-: deje que vaya a San Francisco ahora y estaré de vuelta a primera hora de la mañana del lunes.

Fleck volvió a contemplarse las uñas.

– No estaré -dijo.

– Entonces puedo ir donde usted me diga.

– La semana que viene es imposible.

– ¿Y la otra semana? -dije, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.

Porque había vulnerado la norma número uno de los guionistas de cine: me había demostrado demasiado dispuesto, lo cual significaba que parecía que necesitaba el trabajo. O, aún peor, que necesitaba mucho el dinero. Que era cierto, pero en Hollywood (y especialmente con un tipo tan imprevisible como Fleck), siempre tenías que comportarte como si pudieras vivir sin cerrar tratos de un millón de dólares. Gran parte del juego consistía en mantener una actitud de dominio personal absoluto, y no admitir jamás dudas o (el peor de los horrores) necesitar a alguien. En este caso, yo no necesitaba escribir aquel guión y, de hecho, tenía serias dudas acerca de su legitimidad creativa. Pero ¿cómo iba a resistirme a aquellos absurdos honorarios, sobre todo cuando estaba seguro de que Alice podía redactar un contrato de forma que no tuviera problemas para retirar mi nombre de los créditos, y en consecuencia podía negar conocimiento de las modificaciones y deformaciones obsesivo-fecales de Fleck con mi obra original?

La cuestión era que Fleck ahora se daba cuenta de que me había puesto en un delicioso dilema: quédate el fin de semana y empieza a trabajar con un contrato de un millón cuatrocientos mil dólares, o vete y…

– Me temo que éste es el único fin de semana que tengo libre -dijo con firmeza-. Y si he de ser sincero, estoy bastante desilusionado con tu actitud, David. Al fin y al cabo viniste aquí para hablar conmigo, ¿no?

Adopté un tono de voz tranquilo y razonable.

– Philip, dejemos las cosas claras. Me hizo venir aquí para hablar del guión. Me ha hecho esperar siete días, toda una semana, durante la cual podríamos haber trabajado muchísimo en el texto. En cambio…

– ¿Has estado esperando siete días?

Oh, no, otra vez en la zona ignota.

– Lo he mencionado al principio de la conversación -dije.

– Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho nadie?

– No tengo ni idea, Philip. Pero a mí me hicieron creer que sabía perfectamente que le estaba esperando aquí.

– Lo siento -dijo, de repente distante y vago otra vez-. No tenía ni idea.

Menudo mentiroso. Su habilidad para desconectar de repente y fingir que sufría amnesia o un raro despiste era increíble, hasta el punto de que parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Era como si bruscamente te borrara del medio cuando decías o hacías algo que no encajaba en sus planes, en su visión del mundo. En cuanto eso sucedía, apretaba el botón mental de «Borrar», y te mandaba a la carpeta «Tierra de nadie».

– Bueno… -dijo, mirando el reloj-. ¿Hemos terminado?

– Usted decide.

Se puso de pie.

– Hemos terminado. ¿Necesitas decirme algo más?

«Sí, que eres un supremo gilipollas.»

– Creo que el próximo paso le toca darlo a usted -dije-. El nombre y el teléfono de mi agente están en el cuaderno. Estaré encantado de modificar el guión según lo que hemos hablado. Como no voy a empezar a trabajar en la próxima temporada de Te vendo hasta dentro de dos meses, éste sería un buen momento para ponerme a trabajar en lo suyo. Pero repito que usted decide.

– Bien, bien -dijo, mirando por encima de mi hombro a uno de sus funcionarios que sostenía un móvil en una mano, y le hacía señas silenciosas de que debía responder aquella llamada-. Gracias por venir. Espero que te haya sido útil.

– Oh, no sabe cuánto -dije, con una punta de sarcasmo evidente en mi voz-. Me ha sido muy útil.

Me miró perplejo.

– ¿Estás siendo sarcástico?

– De ninguna manera -protesté, con más sarcasmo si cabe.

– ¿Sabes qué problema tienes, David?

– Ilumíneme.

– No sabes aceptar una broma.

Y esbozó otra de sus sonrisas «¡Te pillé!».

– ¿Quiere decir que sí quiere trabajar conmigo? -pregunté.

– Por supuesto. Y si tengo que esperar un mes, esperaré.

– Ya le he dicho que puedo ir donde usted quiera.

– Entonces dejaremos que mis abogados hablen con tu agente, y cuando todo el asunto del contrato esté resuelto, quedaremos un fin de semana en alguna parte, y los dos trabajaremos en el guión. ¿Te parece bien?

– Sí, muy bien -dije, sin saber ya qué pensar.

– Bien, si tú estás contento, yo también -dijo estrechándome la mano-. Me alegro de que trabajemos juntos. Creo que vamos a hacer algo fuera de serie, algo que no olvidarán fácilmente.

– Estoy seguro.

Me dio una palmadita en el hombro.

– Que tengas un buen vuelo, amigo mío. -Y a continuación pronunció esas tres palabras que ningún autor se cree-: Estaremos en contacto.

Y se marchó.

Meg, que estaba de pie en un rincón de la sala, se acercó y dijo:

– El helicóptero está preparado, señor. ¿Necesita algo más antes de marcharse?

– Absolutamente nada -dije, y le di las gracias por haberme atendido.

– Espero que su estancia aquí le haya sido útil, señor -dijo con la más ligera de las sonrisas.

El helicóptero me llevó a Antigua. El Gulfstream me llevó a San Francisco. Aterrizamos según el horario previsto poco después de las tres. Como me habían prometido, nos esperaba una limusina, que me llevó a casa de Lucy en Sausalito. Caitlin salió corriendo a recibirme y se lanzó a mi cuello. Su madre salió de la casa, mirándome furiosa, mirando furiosa la limusina.

– ¿Intentas impresionarnos? -preguntó, pasándome la bolsa de Caitlin.

– Lucy, ¿alguna vez he logrado impresionarte? -pregunté.

Caitlin nos miró ansiosamente, implorando con la mirada que no empezáramos una de nuestras peleas verbales, que se producían inevitablemente cada vez que hablábamos. De modo que la hice entrar rápidamente en la limusina, informé a Lucy de que estaríamos de vuelta el domingo a las seis, y le dije al chófer que nos llevara al Mandarin.

– ¿Por qué tienes este coche tan grande? -preguntó Caitlin mientras cruzábamos el puente, de vuelta a San Francisco.

– Alguien a quien le gusta como escribo me lo ha dejado para el fin de semana.

– ¿Podrás quedártelo?

– No, pero podemos disfrutarlo este fin de semana.

A Caitlin le pareció estupenda la suite del ático del Mandarin Oriental. A mí también, porque estaba en el piso cincuenta y ocho y tenía vistas a la bahía, los dos puentes, el perfil reluciente de la ciudad y el panorama completo de una ciudad de aspecto tan melodramático. Con la nariz pegada al amplio ventanal de la suite, Caitlin me preguntó:

– ¿Podemos pasar aquí todos los fines de semana que vengas a verme?

– Me temo que es un regalo sólo para este fin de semana.

– ¿Del mismo hombre rico?

– Exactamente.

– Pero si le sigues gustando… -añadió ella esperanzada.

Me eché a reír.

– Las cosas no funcionan así -dije, con ganas de añadir: «Y menos en la industria del cine».

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