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– Lo siento mucho, David -dijo.

– No tienes por qué. No es precisamente culpa tuya. Y el hecho es que a pesar de todo acepté su oferta de venir…, lo que demuestra lo tonto que soy.

– Todos se dejan embaucar por el dinero de Philip. A él le permite poner en práctica los juegos que le encantan. Por eso me siento tan mal. Porque cuando me llamó para preguntarme por ti, debería haber adivinado que era inevitable que también jugara contigo.

– ¿Te llamó para hablarte de mí? ¿Es que no estáis casados?

– De hecho, estamos un poco separados.

– Ah, bueno.

– No es oficial, ni nada de eso. Y sin duda es algo que ninguno de los dos quiere hacer público. Pero, durante el último año, hemos estado viviendo básicamente separados.

– Lo siento.

– No lo sientas. Fue decisión mía. No es que Philip me suplicara precisamente que lo reconsiderara, o me persiguiera a todos los confines de la tierra. De todos modos, tampoco es su estilo. De entrada no creo que tenga ningún estilo.

– ¿Crees que es algo permanente?

– No lo sé. Hablamos de vez en cuando, una vez a la semana. Si me necesita para una aparición en público, una gala de beneficencia o una cena importante de negocios, o la invitación anual a la Casa Blanca, me pongo un traje adecuado y la sonrisa congelada adecuada, y le permito que me lleve del brazo, y hacemos de pareja feliz. Por supuesto, vivo en todas sus casas y utilizo sus aviones, pero sólo cuando él no los necesita. El que tenga tantas casas y tantos aviones hace que nos resulte más fácil evitarnos.

– ¿Tan mal estáis?

Ella calló un momento y miró cómo jugaban el sol y el agua sobre la superficie reluciente del mar Caribe.

– Desde el principio supe que Philip era un poco raro. Pero también me enamoré de su rareza. Y de su intelecto. Y de la vulnerabilidad que oculta tras su fachada de rico taciturno. Los primeros dos años nos fue bien. Hasta que un día, empezó a encerrarse en sí mismo. No podía entenderlo. Ni él quiso explicármelo. El matrimonio era como un coche nuevo y reluciente que, un día, sencillamente no se pone en marcha. Y aunque lo intentes todo para volver a ponerlo en marcha, empiezas a preocuparte: ¿es un caso desesperado, sin solución? Y lo que lo hace aún más preocupante es que te das cuenta de que, a pesar de todo, sigues queriendo al idiota con el que te casaste.

Se calló y volvió a mirar el mar.

– Claro que, con este panorama delante, debes de pensar: «Ojalá todo el mundo tuviera tus problemas».

– Un mal matrimonio es un mal matrimonio.

– ¿Era muy malo el tuyo? -preguntó.

Esa vez fui yo el que evitó el contacto ocular.

– ¿Quieres la respuesta simple o la sincera? -pregunté.

– Como quieras.

Dudé un momento, y después dije:

– No, visto en perspectiva, no era tan malo. Nos habíamos distanciado un poco, y creo que había un cierto resentimiento acumulado entre los dos porque ella había tenido que cargar con la economía familiar durante muchos años. Mi éxito tampoco simplificó las cosas entre los dos. En lugar de eso, ensanchó la brecha…

– Y entonces conociste a la deslumbrante señorita Birmingham.

– Tus investigadores han sido muy concienzudos.

– ¿Estás enamorado de ella?

– Por supuesto.

– ¿Es la respuesta simple o la sincera?

– Digamos que es muy diferente de mi matrimonio. Somos una «pareja con poder», con todo lo que eso representa.

– Ésa me parece una respuesta muy sincera.

Miré mi reloj. Eran casi las cuatro. La tarde había pasado en un suspiro. Miré a Martha. La luz de la tarde había cambiado de tal manera que su cara estaba iluminada por un brillo que tenía la tonalidad del whisky de malta. La miré con atención y de repente pensé: es muy hermosa. Y tan lista. Y tan condenadamente ingeniosa. Y, a diferencia de Sally, tan modesta. Más aún, los dos estábamos totalmente en sintonía con la sensibilidad del otro. Nuestra relación era tan inmediata, tan absoluta, tan…

Pero entonces otra idea me vino a la cabeza: «Ni se te ocurra».

– David -dijo ella, interrumpiendo mi ensueño-. Un penique por tus pensamientos.

– ¿Perdona?

– En qué piensas, David. Parecías estar en otra parte.

– No. Estaba aquí, sin duda.

Ella sonrió y dijo:

– Me alegro de saberlo.

Y entonces me di cuenta de que… ¿qué? ¿Que me había visto mirándola, que había algo «no expresado» entre nosotros? ¿Los inicios de un coup de foudre que podía ser fatal? «Ya está bien de tonterías -me susurró la voz de la razón al oído-. ¿Y qué si hay atracción? Ya sabes lo que sucedería si hicieras algo al respecto. Una catástrofe cósmica, seguida del invierno nuclear más largo imaginable.»

Esta vez fue ella la que miró el reloj.

– Por Dios, ¿has visto la hora que es? -exclamó.

– Espero no haberte entretenido -dije.

– En absoluto. El tiempo vuela cuando la conversación vuela.

– Totalmente de acuerdo.

– ¿Es eso una insinuación para que rompamos nuestro voto de sobriedad y pidamos algo francés y espumoso?

– Todavía no.

– ¿Más tarde, quizá?

Me oí responder:

– Si no tienes nada que hacer más tarde…

– Mi agenda social no está precisamente llena en este lugar.

– La mía tampoco.

– O sea que si te propusiera algo…, una pequeña excursión, tal vez, ¿aceptarías?

«No lo hagas», susurró la voz de la razón a mi oído. Pero evidentemente dije:

– Me encantaría.

Una hora después, mientras el sol descendía en picado hacia la noche, me encontré sentado con Martha en la cubierta del Cabin Cruiser, bebiendo una copa de Cristal y avanzando a todo vapor hacia el horizonte. Antes de embarcar me dijo que cogiera una muda y un jersey.

– ¿Adónde vamos exactamente? -había preguntado.

– Ya lo verás -contestó.

Una hora y media después, avistamos una isla diminuta: montañosa, exuberante de verde y rodeada de palmeras. En la distancia, distinguí un muelle, una playa, y detrás de ella un trío de construcciones simples, en un estilo seudoisla de Pascua, con techos de paja.

– ¡Menudo refugio! -exclamé-. ¿De quién es?

– Mío -dijo Martha.

– No me digas.

– Es verdad. Fue mi regalo de boda de Philip. Quería comprarme un pedrusco enorme, absurdo, a lo Liz Taylor. Pero le dije que yo no era de las que van con zafiros Star of India. Y entonces me dijo: «¿Qué te parece una isla?». Y yo pensé que era bastante original.

Después de atracar, Martha me guió a tierra. La playa no era grande, pero era perfectamente blanca y arenosa. Fuimos andando al pequeño complejo de cabañas. La estructura principal era circular, con un salón cómodo (de madera blanqueada y telas claras), y un gran porche, con tumbonas y una gran mesa de comedor. Una cocina completamente equipada ocupaba la parte de atrás de la cabaña. A cada lado de esa estructura central había dos cabañas de estilo polinesio, cada una con una cama enorme, elegantes sillones de bambú, más telas claras y un baño de madera blanqueada. Casa y jardín en el trópico.

– Vaya regalo de boda -dije-. Imagino que tuviste algo que ver con la decoración del lugar.

– Sí, Philip trajo a un arquitecto y a un constructor de Antigua, y se puede decir que me dio carta blanca. Y yo, evidentemente, les dije que quería una copia de cinco estrellas de Jonestown.

– ¿Eso significa que vas a iniciar tu propio culto?

– Creo que hay una cláusula en mi contrato prenupcial que me prohíbe expresamente fundar mi propia religión.

– ¿Tienes un acuerdo prematrimonial?

– Cuando te casas con un tipo que tiene veinte mil millones de dólares, sus abogados insisten en que firmes un contrato prematrimonial, que, en nuestro caso, era más largo que la Biblia Gutenberg. Pero yo contraté a un abogado especialmente atajador para negociar mi parte del contrato, de modo que si todo se va a pique, tengo las espaldas bien cubiertas. ¿Preparado para dar un paseo por la isla?

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