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– Bien…, usted me ha pedido mi opinión -dije, con la voz un poco pastosa.

– Y usted sin duda me la ha dado.

– Lo siento.

– ¿Por qué disculparse? Especialmente cuando todo lo que ha dicho es cierto. De hecho, lo que me ha dicho es exactamente lo que le dije a Philip antes de que se produjera la película.

– Pero yo creía que usted había trabajado con él en el guión…

– Es verdad, y créame, en comparación con el guión original que leí, el definitivo había mejorado enormemente, que no es decir mucho, porque la película en sí era un desastre.

– ¿No pudo influir en él?

– ¿Desde cuándo un revisor de guiones de poca monta ha tenido nunca influencia en un director? Me refiero a que, si el noventa y nueve coma cinco por ciento de los escritores de Hollywood son tratados como peones, el revisor de guiones es considerado prácticamente infrahumano, el primate más bajo de la cadena alimentaria.

– ¿Incluso por el hombre que se ha enamorado de usted?

– Oh, eso no sucedió hasta después de la película.

Entonces me explicó que Fleck se había presentado un día en el teatro que había hecho construir en Milwaukee para conocer al personal…, su personal para ser más concretos, ya que con su aportación anual se pagaban todos los sueldos. En fin, durante el curso de aquella regia visita, el director artístico del teatro lo había arrastrado al cubículo que tenía Martha como despacho para un rápido saludo. Cuando los presentaron y Fleck se enteró de que ella era la revisora de guiones, mencionó que acababa de escribir el guión de una película, y que le sería muy útil un consejo profesional sobre sus puntos fuertes y débiles.

– Por supuesto, le dije inmediatamente que me sentiría muy honrada de leerlo, ¿qué iba a decir? Era nuestro santo patrón, nuestro Gran Hombre. Para mis adentros, pensé: «Dios santo, un guión pretencioso escrito por el típico nuevo rico». Pero tampoco pensé que realmente llegara a enviármelo, porque con todo el dinero que tenía, podía contratar como revisor a Robert Towne o a William Goldman. Entonces, a la mañana siguiente, patapam, el guión aterrizó en mi mesa. Tenía un post-it pegado en la primera página: «Le agradecería mucho que me diera su opinión sincera sobre esto mañana por la mañana». Estaba firmado: «P. F.».

Así que Martha no tuvo más remedio que pasarse el resto del día leyendo el maldito guión, y después toda la noche en un estado de hiperansiedad, porque se había dado cuenta de que el guión de Fleck era, sin ninguna duda, una porquería. También sabía que, si escribía exactamente lo que pensaba, podía irse despidiendo de su empleo.

– Estuve levantada hasta las cinco, intentando redactar un informe que de algún modo transmitiera el mensaje de que era un guión inservible, pero al mismo tiempo fuera lo más neutral posible. La verdad era que no fui capaz de encontrar una sola cosa buena que decir. Finalmente, con el amanecer, rompí mi cuarto intento de redactar un informe imparcial, y pensé: «Voy a tratarle como a cualquier otro mal aspirante a escritor, y le diré exactamente qué es lo que ha hecho mal».

Se sentó y escribió un informe letal, lo mandó por mensajero al teatro y se metió en la cama, pensando que al despertar tendría que empezar a buscar otro empleo.

En cambio, a las cinco de la tarde sonó el teléfono de su piso. Era uno de los empleados de Fleck, que la informaba de que el señor Fleck en persona deseaba verla, y que el Gulfstream la llevaría chez Fleck, en San Francisco, aquella noche. Ah…, y el teatro ya estaba informado de que no podría ir durante unos días.

– Hasta ese día yo sólo había viajado en autobús, o sea que la limusina hasta el aeropuerto y el vuelo con el Gulfstream fueron algo fuera de lo normal. Como lo fue la casa de Philip en Pacific Heights, con cinco criados y la sala de proyecciones en el sótano. Por supuesto, durante el vuelo a San Francisco, no dejaba de preguntarme para qué querría verme, y si me estaba mandando al oeste como una especie de demostración de poder: «La he hecho venir en mi avión privado para darme el gusto de despedirla cara a cara».

»Sin embargo, cuando llegamos a su casa, no pudo mostrarse más encantador y, dado el carácter taciturno de Philip, eso es decir mucho. Con mi informe en la mano, dijo: “Veo que no es una lameculos”. A continuación me pidió que me quedara siete días para trabajar con él y mejorar el guión. Y me preguntó incluso cuanto querría cobrar. Le dije que ya cobraba un sueldo del teatro en Milwaukee, de modo que no esperaba nada más de él… excepto trabajo. “Para mí, usted es un escritor más, y un escritor con un guión que necesita un repaso a fondo. Si usted está dispuesto a escuchar, yo estoy dispuesta a ayudar.”

»Nos pasamos los siguientes siete días diseccionando el guión y redactándolo de nuevo. Philip lo dejó todo para trabajar conmigo, y tengo que decir que me escuchó. También parecía responder a mis críticas, porque al terminar la semana, habíamos logrado eliminar la mayor parte de las paparruchas y hacer más coherente la estructura general, incluso que los personajes parecieran semicreíbles. Le dije que seguía pensando que el conjunto seguía siendo demasiado pomposo. Pero no había duda de que era un guión mejor que el anterior.

»Y tampoco había duda de que había algo entre nosotros. Philip puede ser exageradamente introvertido, pero cuando llega a conocerte, también es divertido. Y me gusta su sentido del humor. Para ser alguien que había construido un imperio multimillonario, sabía mucho de cine y de literatura, y estaba decidido a aportar montones de dinero a la cultura. En fin, la última noche que estuvimos juntos, nos regalamos con una maratón alcohólica…

– ¿De vodka? -pregunté.

– Por supuesto -dijo ella, arqueando las cejas juguetonamente-. Mi veneno preferido.

La mire a los ojos.

– ¿Puedo adivinar lo que pasó después?

– Sí, lo inevitable. Pero cuando me desperté a la mañana siguiente, Philip se había ido… aunque me había dejado una nota muy romántica en la almohada: «Te llamaré». Al menos no la firmó P. F.

»Volví a Milwaukee, y no volví a saber de él. Seis meses después, leí no sé dónde que La última oportunidad se había rodado en Irlanda. Ocho meses después, la estrenaron en el único cine de arte y ensayo de Milwaukee y, naturalmente, fui a verla. No podía creer lo que había hecho el señor Fleck. No sólo había eliminado completamente el ochenta por ciento de los cambios que habíamos hecho, sino que había recuperado la mitad de los diálogos malos que yo había logrado eliminar. Evidentemente, no era la única que creía que se había equivocado, porque los periódicos estaban llenos de críticas nefastas de La última oportunidad, decían que era la película más cara y más mala de la historia, y que Philip acababa de cortar con una supermodelo con la que salía el último año, lo que explicaba con claridad por qué no había oído hablar del caballero después de aquella primera noche.

»En fin, me disgusté mucho, tanto por la forma como había destruido el trabajo que habíamos hecho, como porque no me había vuelto a llamar, y me senté y le escribí una carta muy cruel, en la que dejaba claro mi descontento con su tratamiento tanto profesional como personal respecto a mí. Después de mandar la carta, realmente no esperaba que me contestara. Pero, una semana después, se presentó una noche en mi casa. Y las primeras palabras que dijo fueron: “Me equivoqué en todo. Sobre todo contigo”.

– ¿Y después?

– Nos casamos al cabo de seis meses.

– Qué romántico -dije.

Otra de sus sonrisitas mientras servía los últimos restos de la botella.

– De modo que la moraleja de la historia es… -pregunté- ¿que no es responsable de la lamentable película de su esposo?

– Touché, otra vez.

Bebí otro vaso. Esa vez no sentí ni un cosquilleo en la garganta. Ya no sentía nada de nada.

– Le contaré un pequeño secreto. La razón por la cual mi marido le tiene aquí esperando es que no soporta tener a nadie con talento alrededor.

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