No es que me importara ser un turista en un reino tan enrarecido. Au contraire, me regocijaba en su lujo absurdo, a sabiendas de que, un día o dos después de la vuelta de su dueño, se me expulsaría amablemente de sus aislados confines y se me mandaría de vuelta al mundo del vin ordinaire (aunque no hubiera nada especialmente ordinario en el tenso sector en el que yo me ganaba la vida).
A pesar de que me había jurado no trabajar mientras estuviera en la isla, cuando Joan, de secretaría, me trajo el manuscrito pasado a limpio, no pude evitar echarme en una tumbona de la terraza con un bolígrafo rojo en la mano. La nueva versión tenía ocho páginas menos. Un ritmo más vivo y estimulante. El diálogo era más mordaz y menos pretencioso. Los puntos de la trama se sucedían con facilidad. Pero, después de una segunda lectura, noté que gran parte del tercer acto me parecía poco logrado: la escena posterior al atraco y la forma en que todos los implicados se volvían unos contra otros me parecía un poco forzada. Así que, durante el fin de semana, redacté de nuevo las últimas treinta y una páginas, pensando en una serie de giros inesperados e inventando un final que (en mi menos que humilde opinión) era diabólicamente inteligente, en tanto que le daba la vuelta a todas las expectativas del público. Los buenos acababan siendo los malos. Y los que antes eran malos tenían calados a los buenos desde el principio. Seguía siendo una película de género… pero respetaba la inteligencia del público. Y, más concretamente, era muy ingeniosa.
De nuevo, me dejé absorber por la vorágine del trabajo. A pesar de que el tiempo siguió siendo condenadamente espléndido, me encerré en mi habitación veintiuna horas al día, y terminé la revisión a las seis de la tarde del domingo. Joan, de secretaría, se presentó poco después y recogió las cuarenta páginas del manuscrito sobre las que había redactado de nuevo el tercer acto. A continuación lo celebré con una copa de Cristal. También en este caso abrieron una botella para mí, aunque yo sólo quería una copa, y había dejado claro que me conformaba con una marca normal de champán francés.
– Pero es que en la isla sólo tenemos Cristal -dijo Meg.
Después me pasé una hora en la bañera, cené un cangrejo exquisito y me tomé media botella de Chablis de 1974 premier cru. Entonces, hacia las diez, se presentó Joan con las páginas pasadas a ordenador.
– Las tendré corregidas antes de medianoche.
– Gracias, señor.
Entregué las páginas a la hora prometida. Y me metí en la cama. Dormí hasta tarde, hasta muy tarde, de hecho, porque me desperté a las once. El nuevo manuscrito llegó con el desayuno, junto con una nota:
Hemos tenido noticias del señor Fleck. Ha recibido su guión y piensa leerlo en cuanto le sea posible. Desgraciadamente, le han vuelto a retrasar, pero estará de vuelta el miércoles por la mañana, y esta deseando encontrarse con usted
Mi primera reacción a la nota fue muy simple: «Que te den. No pienso quedarme esperando a que te dignes honrarme con tu presencia». Pero cuando llamé a Sally a su móvil en Los Ángeles (acababa de desayunar con Stu Barker) y le dije que Fleck estaba jugando conmigo y retrasando su vuelta, dijo:
– ¿Qué esperabas? El tipo puede hacer lo que le dé la gana. De modo que va a hacer lo que le dé la gana. Qué se le va a hacer, chico, tú sólo eres el escritor.
– Ah, muchas gracias.
– Vamos, ya sabes cómo funciona la cadena alimentaría. El tipo puede ser un aficionado, pero sigue teniendo el dinero. Y eso le convierte en el rey del mambo.
– Mientras que yo soy un siervo en este escenario.
– No conozco a muchos peones que reciban tratamiento de seis estrellas. Pero, vaya, si estás harto de él, monta una escena, exige que el Gulfstream te lleve a Los Ángeles, pero no esperes verme en las próximas tres noches, porque tengo que hacer una visita a nuestras filiales de San Francisco, Portland y Seattle.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer. Stu decidió que debíamos hacer una gira de inspección por nuestro mercado del Pacífico.
– Parece que tú y Stu os lleváis de maravilla.
– Creo que me lo he ganado, si eso es lo que quieres decir.
No era lo que quería decir, pero tampoco quería insistir en el tema, a riesgo de parecer presa del proverbial monstruo de los ojos verdes. Pero Sally sabía perfectamente a qué me refería.
– ¿Detecto un indicio de celos en tu voz? -preguntó.
– Ni hablar.
– Sabes por qué tengo que hacerle la rosca, ¿verdad?
– Claro, claro.
– ¿Sabes que tengo que contener a los bárbaros para que no nos invadan?
– No quería decir…
– … Y también sabes que estoy locamente enamorada de ti, y no se me pasaría por la cabeza…
– De acuerdo, de acuerdo… Me disculpo.
– Disculpas aceptadas -dijo ella animadamente-. Tengo que volver a la reunión. Ya hablaremos.
Y colgó.
Idiota, idiota, idiota. ¿Por qué te comportas siempre como si padecieras el síndrome de Tourette? [8] «Parece que tú y Stu os lleváis de maravilla.» Menudo comentario. Ahora tendría que pensar en un poco de jabón extra para tenerla contenta.
Cogí el teléfono. Llamé a Meg y le pedí que mandara un ramo de flores a Los Ángeles. Me dijo que no habría ningún problema. Tampoco necesitaba darle mi número de tarjeta de crédito:
– Nos encargaremos de todo encantados.
¿Tenía alguna preferencia para el ramo? Sólo quería algo elegante. ¿Y el mensaje de la tarjeta? Necesitaba algo reconciliador y adulador, pero no demasiado deferencial, de modo que me decidí por: «Eres lo mejor que me ha sucedido. Te quiero».
Meg me aseguró que le entregarían las flores a Sally en su despacho al cabo de una hora. Tal como me había dicho, noventa minutos después llegó un correo de la señorita Birmingham: «A eso lo llamo yo disculparse con clase. Yo también te quiero. Pero intenta animarte un poco. Sally».
Intenté seguir al pie de la letra su consejo. Llamé a Gary y organizamos un día de navegación alrededor de un pequeño archipiélago cercano. El yate de doce metros de Fleck estaba a punto para el viaje. Cargaron el equipo de buceo a bordo por si me apetecía bañarme. Y el ayudante del chef vino con nosotros para preparar una exquisita bullabesa para almorzar. También colgaron una hamaca entre los mástiles, donde dormité durante una hora. Cuando me despertaron para preguntarme si quería un capuchino (que acepté en seguida) me entregaron también un papel con un mensaje de correo de Chuck, el hombre del cine:
¡Hola, señor Armitage!:
Espero que no haya planeado nada para esta noche, porque he hablado con el señor Fleck y desea que proyecte una película especialmente para usted.
¿Podría decirme a qué hora le conviene? Tendré a punto las palomitas.
Cuando le comenté al camarero del yate que quería hablar con Chuck personalmente, me trajo el teléfono de a bordo.
– ¿De qué película se trata? -pregunté.
– Lo siento, señor Armitage, pero es una sorpresa.
– Ah, venga, ¿a qué viene el suspense?
– Ordenes del señor Fleck. Pero le aseguro que pasará una noche memorable en el cine.
Así que me presenté en la sala de proyección a las nueve. Me acomodé en una de las grandes butacas de piel, sosteniendo una hermosa fuente llena de palomitas sobre las rodillas. Apagaron las luces y la pantalla se iluminó. Se oyó como banda sonora una suntuosa grabación de los años cuarenta de These Foolish Things, y la pantalla se llenó con un título en italiano, que me anunciaba que estaba a punto de ver Salo o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini.
Por supuesto había oído hablar de la última e infame película de Pasolini: una relectura de posguerra de la difamada novela del marqués de Sade. Pero, como tantos individuos moderadamente cuerdos, no la había visto. Tras sus primeras proyecciones de mediados de los setenta, la película fue prohibida en casi todos los estados, incluido Nueva York. Y cuando te prohíben en Nueva York, es evidente que has hecho algo demasiado fuerte.