– ¿Tenemos tiempo ahora?
– Esto es Saffron Island, tiene todo el tiempo que quiera.
Giramos a la izquierda y caminamos por un pasillo, pasando junto a una colección de fotografías clásicas de Diane Arbus enmarcadas. La Sala Grande era precisamente eso: una de las dos alas catedralicias de la casa, con un techo de doce metros completamente revestido de vidrio, y una enorme palmera interior plantada en el suelo. Como todo lo que había visto hasta entonces, la sala grande era una demostración de buen gusto caro. Había un gran piano Steinway. Había largos sofás y sillones cómodos, en tonos discretamente claros. Había un acuario inmenso, empotrado en una pared blanca de piedra. La iluminación era cuidadosamente sutil. Y lo mejor de todo, había mucho arte en las paredes. Más aún: había muchas obras de arte importantes en las paredes…, la clase de obras que normalmente se espera encontrar en el MOMA, en el Whitney, en el Getty o en el Art Institute of Chicago. Me paseé por la sala como el visitante de un museo, abrumado por lo que veía: Hopper, Ben Shahn, dos Philip Guston, Man Ray, Thomas Hart Baker, Claus Oldenberg, George L. K. Morris y una serie de fotografías de paisajes de los años treinta de Edward Steichen, realizadas para Vanity Fair.
Y así sucesivamente. Debía de haber al menos cuarenta obras colgadas en las paredes de la Sala Grande. No podía ni imaginar la cantidad de dinero que se habría gastado para crear tal colección.
– ¿Son todos del señor Fleck? -pregunté a Meg.
– Sí. Son buenos, ¿verdad? -contestó Meg.
– No sabe cuánto -dije-. Lo que tiene aquí es increíble.
Salió una voz de la nada:
– Debería ver lo que tiene expuesto en las otras cinco casas.
Levanté la cabeza y vi un hombrecillo robusto, de cuarenta y tantos años y aproximadamente metro sesenta y cinco, con el pelo largo hasta los hombros recogido en una cola grasienta. Llevaba unos vaqueros cortados a la altura de la rodilla, sandalias Birkenstock y una camiseta tirante sobre la barriga prominente, con la cara de Jean-Luc Godard y el lema: «El cine es la verdad a 24 fotogramas por segundo».
– Usted debe de ser David Armitage -dijo.
– El mismo.
– Chuck Karlson -dijo él, acercándose con la mano extendida.
La estreché y estaba húmeda.
– Soy un gran admirador suyo.
– Me alegro de saberlo.
– Sí, en mi opinión, Te vendo es lo mejor de la televisión. Phil también lo cree.
– ¿Es amigo suyo?
– En realidad trabajo para él. Soy su hombre del cine.
– ¿Y qué hace un «hombre del cine»?
– Principalmente mantener su archivo.
– ¿Tiene un archivo de películas?
– Y que lo diga. Unas siete mil películas en celuloide y otras quince mil entre vídeos y DVD. Después de la del American Film Institute, es la mejor filmoteca del país.
– Por no hablar del Caribe.
Chuck sonrió.
– En Saffron sólo tiene unas dos mil películas.
– Supongo que sin multicines en la ciudad…
– Claro, y como Blockbuster no manda precisamente películas de Pasolini aquí…
– ¿Le gusta Pasolini?
– Para mí es Dios.
– ¿Y para el señor Fleck?
– Dios Padre. En fin, tenemos sus doce películas, de modo que, si le apetece, la sala de proyección es suya.
– Gracias -respondí, pensando que El evangelio según san Mateo (la única película de Pasolini que había visto) era lo último que me apetecía ver en una isla del Caribe.
– Por cierto, sé que Phil tiene muchas ganas de trabajar con usted en el guión.
– Me alegro.
– Si me permite decirlo, es un gran guión.
– ¿Cuál? ¿El suyo o el mío?
Otra de sus sonrisas sardónicas.
– Los dos son igual de válidos.
«Eso sí es diplomático por tu parte -pensé-, teniendo en cuenta que son iguales.»
– Oiga, hablando del guión -dije-, he trabajado un poco en él estos días y me gustaría que me lo pasaran a limpio.
– Por supuesto. Le diré a Joan, de secretaría, que pase a buscarlo por su habitación dentro de un rato. Nos veremos en el cine, Dave.
Meg me acompañó a mi habitación. Por el camino, le pregunté de dónde era. Me dijo que era de Florida, y que formaba parte de la «tripulación de Saffron Island» desde hacía dos años. Antes trabajaba en un crucero de Nassau, pero le gustaba mucho más su empleo actual. Además era más fácil, porque, en general, los miembros de la tripulación eran las únicas personas que había en la isla.
– ¿Eso significa que el señor Fleck no se hospeda muy a menudo la isla? -pregunté.
– Sólo tres o cuatro veces al año.
– ¿Y el resto del tiempo?
– Está vacía…, aunque, de vez en cuando, le presta la isla a algún amigo. Pero eso son cuatro semanas como mucho. Si no, tenemos la isla para nosotros.
– Cuando dice «tenemos», se refiere…
– A catorce personas fijas de personal.
– ¡Dios santo! -exclamé, pensando que las facturas anuales de mantenimiento serían…, sobre todo teniendo en cuenta que la isla sólo se utilizaba dos meses al año.
– Bueno, el señor Fleck lo puede pagar -dijo ella.
Mi habitación estaba en una de las torres más pequeñas en forma de V que delimitaban la sección central de la casa. «Pequeño» podría ser una forma modesta de describir aquel espacio tipo loft. Paredes blancas de piedra, suelos de madera, ventanas del suelo al techo, que daban directamente al agua. Una cama monumental, una gran zona de estar y dos sofás enormes. Un bar surtidísimo, con todos los productos de primera clase: desde champán Cristal hasta un malta Macallan de treinta años. Un cuarto de baño con una bañera empotrada en el suelo, una sauna, y una de esas duchas con cabina de plexiglás que disparaban agua hacia cinco puntos diferentes del cuerpo. Encima del dormitorio, subiendo por una escalera de metal de caracol, había una zona completa de oficina, con una gran mesa, un fax, una impresora, tres líneas telefónicas y una conexión de hiperfibra óptica que, según me aseguró Meg, me daría acceso a Internet en una fracción de segundo.
Evidentemente, había paneles de control por todas partes: para ajustar la luz electrónicamente, para bajar las persianas que oscurecían los ventanales y para controlar el sistema de aire acondicionado por zonas, que permitía no sé cómo que la oficina estuviera cinco grados más fresca que el dormitorio.
Pero, sin duda, el golpe maestro de los artilugios eran los tres ordenadores de pantalla plana, convenientemente situados sobre la mesa, en una mesita de la sala y junto a la cama. Todas las pantallas eran completamente interactivas. Las tocabas con un dedo y se encendían, informándote de que eran tu centro privado de audio y vídeo. Toqué la pantalla y después el icono titulado «Videobiblioteca». Delante de mí se desplegaron las letras del alfabeto. Toqué la A, y apareció una lista de treinta películas en pantalla: todo, de Alphaville de Godard hasta El amor a los veinte años de Truffaut. Toqué Alphaville. De repente, se encendió la pantalla plana de televisión Panasonic último modelo, colgada en una pared. En un segundo, el extraño clásico futurista de Godard llenó la pantalla. Toqué el icono «Atrás» en la pantalla. Reapareció el alfabeto. Toqué la C. De una larga lista seleccioné Ciudadano Kane. A los pocos segundos, Alphaville se había esfumado y me encontré mirando la escena inicial del clásico de Welles: los altos y aislados muros y verjas, tras los cuales se oculta la inmensa mansión de un Kubla Khan de los tiempos modernos.
Pero Charles Foster Kane nunca tuvo un juguete como ese sistema de películas a la carta.
Llamaron a la puerta. Cuando respondí «Adelante», entró Meg.
– ¿Le parece bien que deshaga su maleta ahora? -preguntó.
– Gracias, pero puedo hacerlo yo mismo.
– Forma parte del servicio -dijo ella, levantando mi maleta-. Soy su mayordoma.
Me dedicó una ligerísima sonrisa, con apenas un rastro de ironía, tras una fachada de indiferencia totalmente profesional.