Hacía mucho que había constatado que las relaciones sociales no eran su fuerte, y ya se había acostumbrado a ello en su solitaria vida. Se encontraba perfectamente resignada a ello, a condición de que la gente la dejara en paz y no se metiera en sus asuntos. Desgraciadamente, su entorno no se mostraba ni inteligente ni comprensivo; tenía que defenderse de los servicios sociales, los servicios de atención a menores, las comisiones de tutelaje, hacienda, los policías, los educadores, los psicólogos, los psiquiatras, los profesores y los porteros que -exceptuando a los del Kvarnen, que ya la conocían- nunca querían dejarla entrar en los bares a pesar de haber cumplido ya veinticinco años. Había todo un ejército de gente que parecía no tener nada mejor que hacer que pretender gobernar su vida y, si se les diese la oportunidad, corregir la manera que había elegido de vivirla.
Pronto aprendió que no merecía la pena llorar. También aprendió que siempre que intentaba que alguien se interesara por un aspecto de su vida, la situación no hacía más que empeorar. Por consiguiente, resolver los problemas era algo que debía hacer por sí misma, con los métodos que considerara necesarios, cosa que el abogado Nils Bjurman ya había sufrido en sus propias carnes.
Mikael Blomkvist poseía la misma irritante costumbre que todos los demás de husmear en su vida privada y formularle preguntas que a ella no le apetecía contestar. En cambio, no reaccionaba en absoluto como la mayoría de los hombres que había conocido.
Cuando Lisbeth ignoraba sus preguntas, él sólo se encogía de hombros, abandonaba el tema y la dejaba en paz. «Asombroso.»
Lo primero que hizo cuando echó mano de su iBook aquella primera mañana en la casita fue, por supuesto, transferir toda la información a su propio ordenador. De esa manera, no le importaría tanto que Mikael pudiera dejarla al margen del caso, pues tendría acceso al material de todos modos.
Luego lo había provocado intencionadamente leyendo los documentos de su iBook cuando él se despertó. Esperaba un ataque de rabia. En su lugar pareció más bien resignado, murmuró algo irónico, se metió en la ducha y luego se puso a hablar sobre lo que ella había leído. Un tío raro. Lisbeth casi estaba tentada de creer que Mikael confiaba en ella.
Pero el hecho de que conociera sus destrezas como hacker era grave. Lisbeth Salander sabía muy bien que el término jurídico para designar sus actividades, tanto en su vida profesional como en la privada, era intrusión informática ilícita, de modo que podía ser sancionada con dos años de cárcel. Se trataba de un tema delicado: no quería ser encarcelada; además, una condena, con gran probabilidad, también significaría que le quitarían sus ordenadores y con ello la privarían de lo único que hacía realmente bien. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza contarle a Dragan Armanskij, ni a nadie, de dónde sacaba la información por la que le pagaban.
A excepción de Plague y unas pocas personas en la red que, al igual que ella, se dedicaban al hacking profesionalmente -y la mayoría de ellos sólo la conocían como Wasp, no sabían quién era realmente ni dónde vivía-, sólo Kalle Blomkvist había tropezado con su secreto. La descubrió porque cometió un error que ni siquiera los principiantes de doce años cometen, lo cual constituía una señal más que evidente de que su cerebro ya estaba siendo devorado por los gusanos y de que merecía ser castigada con una buena tunda de latigazos. Sin embargo, él ni se enfureció ni puso el grito en el cielo; en su lugar la contrató.
Así que se sentía ligeramente irritada con él.
Cuando se estaban tomando un sándwich, poco antes de que ella se fuera a acostar, él le había preguntado, sin venir a cuento, si era una buena hacker. Para su propio asombro, Lisbeth contestó espontáneamente a la pregunta:
– Probablemente la mejor de Suecia. Puede que haya dos o tres personas de un nivel similar al mío.
Lisbeth no dudaba de la veracidad de su respuesta. En su día Plague fue mejor, pero hacía ya mucho tiempo que ella le había superado.
Sin embargo, le resultaba raro pronunciar esas palabras. No lo había hecho nunca. Ni siquiera había tenido a nadie con quien entablar ese tipo de conversación, y de repente encontró placentero el hecho de que él pareciera estar impresionado por sus conocimientos. Luego Mikael rompió la magia preguntando cómo había aprendido a piratear.
No supo qué contestar. «Siempre lo he sabido hacer.» En su lugar, se fue a la cama sin darle las buenas noches.
Pero para su irritación, el haberse retirado a la habitación de aquella manera no pareció provocar reacción alguna en él. Permaneció tumbada escuchando cómo Mikael se movía por la cocina, quitaba la mesa y fregaba. Él siempre se quedaba despierto hasta más tarde que ella, pero hoy, al parecer, ya se iba a acostar. Lo oyó en el cuarto de baño y al entrar en su dormitorio y cerrar la puerta. Al cabo de un rato oyó el chirrido que produjo la cama cuando se acostó, a medio metro de ella, pero al otro lado de la pared.
Durante la semana que llevaba en su casa, no había intentado ligar con ella. Trabajaban juntos, le preguntaba su opinión, la recriminaba cuando se equivocaba y le daba la razón cuando ella lo reprendía. Maldita sea, la verdad es que Mikael Blomkvist la había tratado como a una persona.
De repente, se dio cuenta de que le gustaba su compañía, tal vez, incluso, de que confiaba en él. Nunca había confiado en nadie, a excepción, probablemente, de Holger Palmgren, aunque por razones completamente diferentes. Palmgren había sido un do gooder previsible.
Se levantó, se acercó a la ventana e, inquieta, se puso a contemplar la oscuridad. Para Lisbeth, lo más difícil de todo era mostrarse desnuda ante otra persona por primera vez. Estaba convencida de que su delgaducho cuerpo resultaba repulsivo. Sus pechos eran patéticos. Prácticamente no tenía caderas. A su juicio, no podía ofrecer gran cosa. Pero aparte de eso, era una mujer normal, con exactamente el mismo deseo e instinto sexual que todas las demás. Permaneció de pie junto a la ventana casi veinte minutos antes de decidirse.
Mikael estaba en la cama leyendo una novela de Sara Paretsky cuando escuchó el picaporte de la puerta y, al levantar la mirada, vio a Lisbeth Salander. Una sábana le envolvía el cuerpo. Se quedó un rato callada en la entrada; daba la impresión de estar pensando en algo.
– ¿Te pasa algo? -preguntó Mikael.
Negó con la cabeza.
– ¿Qué quieres?
Se acercó a él, le cogió el libro y lo dejó sobre la mesilla de noche. Luego se inclinó y le besó en la boca. Sus intenciones no podían estar más claras. Se subió rápidamente a la cama y se quedó sentada mirándole con ojos inquisitivos. Puso una mano sobre la sábana que cubría su estómago. Como no protestó, ella se inclinó y le mordió un pezón. Mikael Blomkvist estaba completamente perplejo. Al cabo de unos segundos la cogió de los hombros y la apartó para poder ver su cara. Él no parecía indiferente.
– Lisbeth…, no sé si esto es una buena idea. Trabajamos juntos.
– Quiero acostarme contigo. Y eso no será ningún problema para trabajar juntos, pero si ahora me echas de aquí, voy a tener un problema gordo contigo.
– Pero apenas nos conocemos.
De repente se rió, secamente, como tosiendo.
– Cuando hice mi investigación sobre ti, advertí que eso nunca te ha echado para atrás. Todo lo contrario: perteneces a esa clase de hombres que son incapaces de mantenerse alejados de las mujeres. ¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente sexy para ti?
Mikael negó con la cabeza intentando pensar en algo inteligente que decir. Al no contestar, ella le quitó la sábana y se puso a horcajadas encima de él.
– No tengo condones -dijo Mikael.
– A la mierda los condones.
Cuando Mikael se despertó, Lisbeth ya se había levantado. La oyó en la cocina haciendo ruido con la cafetera. Eran las siete menos algo. Sólo había dormido dos horas y se quedó en la cama con los ojos cerrados.