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Mikael aparcó en la explanada de un supermercado Konsum abandonado, al otro lado de la carretera y casi enfrente de la tercera casa a mano derecha. Llamó a la puerta, pero no había nadie.

Durante una hora estuvo paseando por el camino de Hemmingen. Pasó por un sitio donde el riachuelo se convertía en una corriente rápida. Se cruzó con dos gatos y divisó un ciervo a lo lejos, pero no vio ni a una sola persona antes de dar la vuelta. La puerta de Mildred Brännlund permanecía cerrada.

De un poste que se levantaba junto al puente colgaba un viejo y descolorido cartel que invitaba a participar en el BTCC 2002, algo que debería leerse como «Bjursele Tukting Car Championship 2002». Al parecer, se trataba de un entretenimiento invernal que consistía en hacer carreras de coches, sobre el hielo del lago, hasta destrozarlos. Mikael contempló pensativo el póster.

Esperó hasta las diez de la noche antes de rendirse y volver a Norsjö, donde cenó y se acostó para leer el desenlace de la novela de Val McDermid.

Fue espeluznante.

Sobre las diez de la noche, Lisbeth Salander adjuntó otro nombre a la lista de Harriet Vanger. Lo hizo con grandes dudas y tras haber meditado el tema durante horas y horas.

Había descubierto un atajo. A intervalos relativamente regulares se publicaban textos sobre casos de crímenes no resueltos, y en un suplemento dominical de un periódico vespertino encontró un artículo de 1999 titulado «Varios asesinos de mujeres andan todavía sueltos». El artículo era recopilatorio, de modo que allí figuraban los nombres y las fotografías de unas cuantas víctimas de llamativos crímenes: el caso Solveig de Norrtälje, el asesinato de Anita en Norrköping, el de Margareta en Helsingborg, y otros similares.

El más antiguo de los casos recogidos era uno de los años sesenta; ninguno encajaba con los de la lista que Mikael le había dado a Lisbeth. Sin embargo, uno le llamó la atención.

En el mes de junio de 1962, una prostituta de Gotemburgo de treinta y dos años de edad, llamada Lea Persson, viajó a Uddevalla para visitar a su hijo de nueve años, que vivía con su abuela. Un par de días después, un domingo por la noche, Lea abrazó a su madre, se despidió y se marchó para coger el tren de regreso a Gotemburgo. La encontraron dos días más tarde, detrás de un contenedor abandonado en el solar de un polígono industrial. La habían violado y su cuerpo había sido sometido a una violencia extremadamente salvaje.

El asesinato de Lea dio lugar a una serie de artículos por entregas publicados por el periódico durante aquel verano, que despertaron gran interés. Pero nunca se llegó a identificar al culpable. En la lista de Harriet no había ni una sola Lea. Y el crimen tampoco encajaba con ninguna de las citas bíblicas.

Sin embargo, existía una circunstancia tan peculiar que el radar de Lisbeth Salander se activó inmediatamente. A unos diez metros del lugar donde se encontró el cadáver había una maceta con una paloma. Alguien había colocado una cuerda alrededor del cuello del ave y la había pasado por el agujero de la base de la maceta. Luego, el tiesto fue colocado encima de un pequeño fuego encendido entre dos ladrillos. No hallaron pruebas que vincularan la tortura del animal con el asesinato de Lea; podría tratarse de algún cruel juego de niños, pero en los medios de comunicación el caso fue conocido como «el asesinato de la paloma».

Lisbeth Salander no había leído nunca la Biblia -ni siquiera poseía un ejemplar-, pero por la tarde subió a la iglesia de Högalid y, tras no poco esfuerzo, consiguió que le prestaran una. Se sentó en un banco del parque delante de la iglesia y se puso a leer el Levítico. Al llegar al capítulo 12, versículo 8, arqueó las cejas. El capítulo 12 trataba de la purificación de la parturienta:

Si no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado; y el sacerdote hará por ella el rito de expiación y quedará pura.

Lea podría haber figurado perfectamente en la agenda de Harriet como Lea: 31208.

Lisbeth Salander se dio cuenta de que ninguna investigación de las que había llevado a cabo con anterioridad poseía ni una mínima parte de las dimensiones que presentaba esta misión.

Mildred Brännlund, casada por segunda vez y cuyo actual apellido era Berggren, abrió cuando Mikael Blomkvist llamó a la puerta de su casa hacia las diez de la mañana del domingo. La mujer era casi cuarenta años más vieja y tenía aproximadamente el mismo número de kilos de más, pero Mikael la reconoció inmediatamente por la fotografía.

– Hola, me llamo Mikael Blomkvist. Usted debe de ser Mildred Berggren.

– Sí, efectivamente.

– Le pido disculpas por presentarme así, sin avisar, pero llevo un tiempo intentando localizarla para un asunto que me resulta bastante complicado explicar -dijo Mikael, sonriendo-. ¿Podría entrar y pedirle que me dedicara un momento de su tiempo?

Tanto el marido como el hijo, este último de treinta y cinco años, estaban en casa, así que Mildred no tuvo ningún reparo en dejar pasar a Mikael y lo condujo hasta la cocina. Les dio la mano a todos. Durante los últimos días Mikael había tomado más café que en toda su vida, pero a estas alturas había aprendido que en Norrland resultaba descortés rechazar una invitación. Cuando las tazas de café estuvieron en la mesa, Mildred se sentó y preguntó con curiosidad en qué podía servirle. A Mikael le costó entender su dialecto y ella cambió al sueco estándar.

Mikael inspiró profundamente.

– Se trata de una extraña y larga historia. En el mes de septiembre de 1966, usted se encontraba en Hedestad en compañía del que era entonces su marido, Gunnar Brännlund.

Ella pareció asombrarse. Mikael esperó a que la mujer asintiera con la cabeza para ponerle la fotografía de Järnvägsgatan sobre la mesa.

– Fue entonces cuando se hizo esta foto. ¿Se acuerda usted?

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mildred Berggren-. De eso hace ya una eternidad…

Su actual marido y su hijo se acercaron y miraron la foto.

– Era nuestra luna de miel. Habíamos ido en coche a Estocolmo y Sigtuna, y ya estábamos de regreso; recuerdo que nos paramos en algún sitio. ¿Ha dicho Hedestad?

– Sí, Hedestad. Esta fotografía se hizo aproximadamente a la una del mediodía. Llevo mucho tiempo intentando identificarla; no ha sido fácil.

– Encuentra una vieja foto mía y me busca. No entiendo cómo lo ha conseguido.

Le enseñó la foto del aparcamiento.

– He podido localizarla gracias a ésta, que se sacó un poco más tarde ese mismo día.

Mikael le explicó cómo había dado con Burman, a través de la carpintería de Norsjö, lo que, a su vez, lo llevó hasta Norsjövallen y Henning Forsman.

– Supongo que tiene una buena razón para su extraña búsqueda.

– La tengo. Esta chica que está delante de usted en esta foto se llamaba Harriet. Desapareció aquel día y la opinión general es que fue víctima de un asesinato. Déjeme que le enseñe lo que pasó.

Mikael sacó su iBook y puso a Mildred Berggren en antecedentes mientras el ordenador arrancaba. Luego mostró la serie de imágenes que revelaban cómo la cara de Harriet iba cambiando de expresión.

– Fue al repasar estas viejas fotos cuando la descubrí a usted. Con la cámara en la mano, detrás de Harriet. Parece ser que está haciendo una foto justamente de lo que ella está viendo, de lo que desencadenó su reacción. Sé que se trata de una apuesta muy arriesgada, pero la razón de mi visita es preguntarle si todavía conserva las fotos de aquel día.

Mikael estaba preparado para oír que habían desaparecido, que la película nunca llegó a revelarse o que la habían tirado. Sin embargo, Mildred Berggren miró a Mikael con unos ojos azul claro y dijo, con la mayor naturalidad del mundo, que, por supuesto, conservaba todas las viejas fotos de sus vacaciones.

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