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Los únicos vestigios de naturaleza intelectual los encontró en la estantería de encima del escritorio. Mikael cogió una silla y se subió encima para echar un vistazo a los estantes. En el inferior, vio unos números atrasados de las revistas Se, Rekordmagasinet, Tidsfördriv y Lektyr, de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. También Bildjournalen de 1965 y 1966, Mitt Livs Novell y unos cuantos tebeos: 91:an, Fantomen y Romans. Mikael abrió un ejemplar de Lektyr de 1964 y constató que la mujer del póster central tenía un aspecto bastante inocente.

Allí habría unos cincuenta libros. Aproximadamente la mitad eran novelas negras, edición de bolsillo, pertenecientes a la serie Manhattan de la editorial Wahlström. Mickey Spillane aparecía en títulos como No esperes ninguna clemencia, con la clásica portada de Bertil Hegland. También encontró media docena de libros Kitty, algunos ejemplares de Los cinco de Enid Blyton y un volumen de Los detectives gemelos de Sivar Ahlrud: El misterio del metro. Mikael sonrió con nostalgia. Tres libros de Astrid Lindgren: Los niños de Bullerbyn, El superdetective Kalle Blomkvist y Rasmus, y Pippi Calzaslargas. El estante superior tenía un libro que hablaba sobre la radio de onda corta, dos libros de astronomía, uno sobre pájaros, otro titulado El imperio del mal, que trataba de la Unión Soviética, uno más sobre la guerra de Invierno de Finlandia, el catecismo de Lutero, un libro de salmos y la Biblia.

Mikael abrió la Biblia y en la parte interior de la cubierta pudo leer: «Harriet Vanger, 12/5/1963». La Biblia de la confirmación de Harriet. Algo desalentado, dejó el volumen en su sitio.

Justo detrás de la cabaña había un cobertizo para guardar leña y herramientas, con una guadaña, un rastrillo, un martillo y una caja con un montón de clavos desordenados, cepillos de carpintero, sierras y otras herramientas. El retrete estaba situado al este, adentrándose unos veinte metros en el bosque. Mikael dio una vuelta para husmear un rato y luego volvió a la cabaña. Sacó una silla, se sentó en el porche y se sirvió café del termo. Encendió un cigarrillo y se puso a mirar, a través de una cortina de espesa vegetación, la bahía de Hedestad.

La cabaña de Gottfried era considerablemente más modesta de lo que esperaba. Éste era el lugar al que se había retirado el padre de Harriet y Martin cuando su matrimonio con Isabella empezó a hacer aguas, a finales de los años cincuenta. Éste era el lugar donde vivía y se emborrachaba. Y allí abajo, junto al embarcadero, se ahogó con una alta concentración de alcohol en la sangre. Sin duda, la vida en la cabaña sería agradable en verano, pero cuando las temperaturas se acercaban a los cero grados tenía que haber sido fría y miserable. Según Henrik, Gottfried continuó cumpliendo con su trabajo en el Grupo Vanger, con alguna que otra interrupción durante sus períodos de desenfrenadas borracheras, hasta 1964. El hecho de que viviera en la cabaña, de manera más o menos permanente y que, aun así, consiguiera presentarse en el trabajo recién afeitado, limpio y vestido con chaqueta y corbata, dejaba entrever, a pesar de todo, cierta disciplina personal.

A esa cabaña, asimismo, había ido Harriet con bastante frecuencia. No en vano, fue uno de los primeros lugares a los que, tras su desaparición, habían acudido con la esperanza de encontrarla. Henrik contó que a lo largo de su último año de vida Harriet acudía frecuentemente a la cabaña, según parece, para que la dejaran en paz durante los fines de semana y las vacaciones. Aquel último verano vivió allí tres meses, aunque se acercaba al pueblo todos los días. También Anita Vanger, la hermana de Cecilia, se alojó en la cabaña durante seis semanas.

¿Qué habría estado haciendo allí tan sola? Las revistas, Mitt Livs Novell y Romans, al igual que los libros de Kitty, eran elocuentes. Quizá el cuaderno perteneciera a ella. Pero también estaba su Biblia.

¿Quería sentirse cerca de su padre ahogado? ¿Un período de luto por el que debía pasar? ¿Era tan sencilla la explicación? ¿O tenía que ver con sus meditaciones religiosas? La cabaña era sobria y monacal: ¿acaso quería vivir como en un convento?

Mikael continuó andando por la orilla en dirección sureste, pero el terreno estaba tan lleno de grietas y matojos de enebro que resultaba prácticamente intransitable. Regresó a la cabaña y volvió un trecho por el camino de Hedeby. Según el mapa, había un sendero en el bosque que conducía a un lugar que llamaban La Fortificación; le llevó veinte minutos encontrar la bifurcación del sendero, completamente cubierto por la vegetación. La Fortificación era lo que quedaba de la defensa de la costa que se hizo durante la segunda guerra mundial, búnqueres de hormigón con trincheras de combate distribuidas en torno al edificio del puesto de mando. Todo invadido de matorrales.

Mikael continuó caminando por el sendero y bajó hasta una caseta de barcos situada en un claro de bosque junto al mar. Al lado de la construcción encontró los restos del naufragio de un barco Pettersson. Regresó a La Fortificación y continuó por un sendero hasta un cercado: había llegado a la granja de Ostergården por la parte de atrás.

Siguió por el serpenteante sendero a través del bosque, que en algunos tramos discurría paralelamente a los sembrados de Ostergården. El camino resultaba de difícil tránsito: se vio obligado a vadear algunos humedales. Al final, llegó a un terreno pantanoso sobre el que había un granero. Según pudo ver, el sendero acababa allí, pero se encontraba a sólo cien metros del camino de Ostergården.

Al otro lado del camino se elevaba Söderberget. Mikael subió una empinada pendiente y, en el último trecho, tuvo que trepar. Söderberget terminaba en un acantilado prácticamente vertical sobre el mar. Mikael volvió a Hedeby siguiendo la loma de la montaña. Se detuvo por encima de las casetas dispuestas en torno al viejo puerto pesquero y disfrutó de la vista sobre éste, la iglesia y su propia casa. Se sentó en una roca y se sirvió una última taza de café, ya tibio.

No tenía ni idea de lo que hacía en Hedeby, pero le gustaba la vista.

Cecilia Vanger guardaba las distancias y Mikael no quería resultar pesado. Aun así, al cabo de una semana, fue a su casa y llamó a la puerta. Ella le dejó entrar y puso la cafetera.

– Pensarás que soy muy tonta: una respetable profesora de cincuenta y seis años de edad comportándose como una quinceañera.

– Cecilia, eres una persona adulta y tienes derecho a comportarte como te dé la gana.

– Ya lo sé. Por eso he decidido no verte más. No puedo…

– No tienes que darme ninguna explicación. Espero que sigamos siendo amigos.

– Quiero que sigamos siendo amigos. Pero no puedo tener una relación contigo, me supera. Las relaciones nunca han sido mi fuerte. Creo que necesito estar sola durante un tiempo.

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