Lo que Henrik Vanger acababa de decir por televisión significaba que estaba dispuesto a luchar. Puede que no tuviera nada que hacer contra Wennerström, pero la guerra iba a salirle muy cara.
Erika había medido sus palabras con mucho esmero. En realidad, no dijo nada, pero la afirmación de que la revista todavía «no había dado cuenta de su versión» sugería que, efectivamente, había algo que contar. A pesar de que Mikael había sido acusado y condenado e, incluso, encarcelado, Erika sostuvo -sin decirlo- que era realmente inocente y existía otra verdad.
Al no haber usado abiertamente la palabra «inocente», su inocencia parecía más obvia. El hecho de que se le pensara restituir como responsable de la revista subrayaba que Millennium no tenía nada de que avergonzarse. A ojos del público, la credibilidad no era un problema: a todo el mundo le gustan las teorías conspirativas y, a la hora de elegir entre un empresario forrado y una redactora jefe rebelde y guapa, no resultaba difícil adivinar hacia dónde se inclinarían las simpatías. Aunque los medios de comunicación no iban a tragarse la historia tan fácilmente, tal vez Erika hubiera desarmado ya a unos cuantos críticos que no se atreverían a plantarles cara.
En realidad, ninguno de los acontecimientos del día provocó un cambio en la situación, pero les permitió ganar tiempo y modificar levemente el equilibrio de fuerzas. Mikael se imaginó que esa noche Wennerström lo estaría pasando mal. Wennerström desconocía si ellos sabían mucho o poco, de modo que tendría que averiguarlo antes de efectuar su próxima jugada.
Tras haber visto su propia aparición televisiva, seguida de la de Henrik Vanger, Erika, con gesto adusto, apagó la televisión y el vídeo. Miró el reloj: las tres menos cuarto de la madrugada; se resistió al impulso de llamar a Mikael. Estaba preso y resultaba improbable que tuviera el móvil en la celda. Ella había llegado tan tarde al chalé de Saltsjöbaden que su marido ya dormía. Se levantó, se dirigió al mueble bar, se sirvió una considerable cantidad de Aberlour -casi nunca tomaba alcohol, como mucho una vez al año-, y se sentó junto a la ventana mirando al mar y al faro del estrecho de Skuru.
Aquella vez, cuando se quedaron solos tras cerrar el acuerdo con Henrik Vanger, Mikael y Erika intercambiaron unas palabras bastante fuertes. A lo largo de los años habían discutido en más de una ocasión sobre cómo enfocar un texto, cómo maquetar, cómo evaluar la credibilidad de las fuentes y miles de cosas relacionadas con la edición de una revista. Pero la discusión en la casa de invitados de Henrik Vanger tocó una serie de principios que le hicieron aventurarse por terreno resbaladizo.
– Ahora no sé qué hacer -le había dicho Mikael-. Henrik Vanger me ha contratado para redactar su autobiografía. Hasta hoy yo podía levantarme e irme en cuanto intentara hacerme escribir alguna mentira, o tan pronto como quisiera convencerme de que debía cambiar el enfoque de la historia. Ahora es uno de los propietarios de nuestra revista, más aún, es el único que tiene suficientes medios económicos para salvarla. De repente, me encuentro jugando a dos bandas, cosa que a la comisión de ética profesional, sin duda, no le gustaría lo más mínimo.
– ¿Tienes alguna idea mejor? -replicó Erika-. Éste es el momento de soltarla, antes de pasar a limpio el acuerdo y firmarlo.
– Ricky, Vanger nos está utilizando para llevar a cabo su venganza personal contra Hans-Erik Wennerström.
– So what? Si alguien busca la venganza personal contra Wennerström, somos nosotros.
Mikael le volvió la espalda e, irritado, encendió un cigarrillo. La discusión continuó un buen rato, hasta que Erika se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó. Fingía dormir cuando, dos horas más tarde, Mikael se metió en la cama a su lado.
Esa misma noche, un periodista del Dagens Nyheter le había hecho una pregunta idéntica:
– ¿Cómo va a poder Millennium defender su independencia con credibilidad?
– ¿Qué quieres decir?
El periodista arqueó las cejas. Le pareció que la pregunta había sido lo suficientemente clara, pero, aun así, se explicó.
– El cometido de Millennium consiste, entre otras cosas, en vigilar de cerca a las empresas. Pero ahora, ¿cómo podría defender, de manera creíble, que hace lo mismo con las empresas Vanger?
Erika lo miró perpleja, como si la pregunta la hubiese cogido completamente por sorpresa.
– ¿Quieres decir que la credibilidad de Millennium va a disminuir simplemente porque un conocido inversor con recursos haya entrado en escena?
– Pues sí, creo que resulta bastante obvio que a partir de ahora la revista no podrá examinar a las empresas Vanger con credibilidad.
– ¿Y esa regla sólo se aplica a Millennium?
– ¿Perdón?
– Quiero decir: tú sí que trabajas para un periódico que está en manos de importantes intereses económicos. ¿Significa eso que ninguno de los periódicos publicados por el Grupo Bonnier tiene credibilidad? La propietaria de Aftonbladet es una gran empresa noruega que, a su vez, desempeña un importante papel dentro del mundo de la informática y la comunicación. ¿Quiere decir que la cobertura que Aftonbladet lleva a cabo sobre la industria electrónica no resulta creíble? El dueño de Metro es el Grupo Stenbeck. ¿Estás afirmando, acaso, que ningún periódico sueco que esté en manos de importantes intereses económicos tiene credibilidad?
– No, claro que no.
– Entonces, ¿por qué insinúas que la credibilidad de Millennium va a reducirse por el simple hecho de que nosotros también tengamos patrocinadores?
El periodista levantó las manos.
– Vale, retiro la pregunta.
– No. No lo hagas. Quiero que escribas exactamente lo que te acabo de decir. Y puedes añadir que si el Dagens Nyheter se compromete a observar más detenidamente a las empresas Vanger, nosotros haremos lo mismo con el Grupo Bonnier.
Pero sí que era un dilema ético.
Mikael trabajaba para Henrik Vanger, quien, a su vez, se encontraba en posición de hundir a Millennium de un solo plumazo. Si Mikael y Henrik Vanger se enemistaran por algún motivo, ¿qué ocurriría?
Y, sobre todo, ¿qué precio ponía ella a su propia credibilidad, y en qué momento pasaría de ser una redactora independiente a una corrupta? No le gustaban ni las preguntas ni las respuestas.
Lisbeth Salander se desconectó de la red y apagó su PowerBook. No tenía trabajo pero sí hambre. Lo primero no la preocupaba, especialmente desde que había recuperado el control de su cuenta corriente, y el abobado Bjurman se había convertido en una simple molestia pasajera del pasado. Lo del hambre lo solucionó yendo a la cocina y poniendo la cafetera. Se preparó tres grandes rebanadas de pan con queso, paté de pescado y un huevo duro muy cocido: era lo primero que tomaba en muchas horas. Mientras repasaba la información que había bajado de Internet, se lo comió todo en el sofá del salón.
Un tal Dirch Frode, de Hedestad, la había contratado para hacer una investigación personal sobre Mikael Blomkvist, condenado a prisión por difamar al empresario Hans-Erik Wennerström. Unos meses después, Henrik Vanger, también de Hedestad, entraba en la junta directiva de Millennium y declaraba que existía una conspiración para hundir a la revista, todo ello el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresaba en la cárcel. Y lo más fascinante: un artículo publicado hacía dos años sobre el pasado de Hans-Erik Wennerström, «Con las manos vacías», que había encontrado en la edición digital de la revista Finansmagasinet Monopol. Allí estaba escrito que inició su despegue económico precisamente en las empresas Vanger, a finales de los años sesenta.
No hacía falta ser un superdotado para llegar a la conclusión de que los acontecimientos, de alguna forma, debían de estar relacionados. En algún sitio había gato encerrado y a Lisbeth Salander le encantaba soltar a los gatos encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer.