«El problema es que me gusta demasiado -pensó-. Me va a hacer daño.» Permaneció un buen rato deseando que Mikael Blomkvist nunca se hubiera instalado en Hedeby.
Había abierto una botella de vino y se había tomado dos copas en la más completa soledad. Puso las noticias de la tele e intentó enterarse de cómo iba la política mundial, pero se cansó enseguida de los supuestamente sensatos comentarios que explicaban por qué era necesario que el presidente Bush destruyera Irak con sus bombas. En su lugar, se sentó en el sofá del salón y cogió El horrible láser, un libro de Gellert Tamas sobre el asesino racista de Estocolmo. Sólo fue capaz de leer un par de páginas antes de dejar el libro. El tema le había recordado inmediatamente a su padre. Se preguntaba en qué estaría pensando él ahora.
La última vez que se vieron de verdad fue en 1984, cuando lo acompañó a él y a su hermano Birger a cazar liebres al norte de Hedestad. Birger iba a probar un nuevo perro de caza, un Foxhound Hamilton que acababa de adquirir. Harald Vanger tenía setenta y tres años, y ella se esforzaba al máximo para aceptar su locura, que había convertido su infancia en una pesadilla y marcado toda su vida adulta.
Cecilia nunca fue tan frágil como en aquel momento de su vida. Hacía tres meses que su matrimonio se había ido al traste. Violencia doméstica… ¡qué expresión tan banal! Para ella adquirió la forma de un maltrato leve pero constante. Bofetadas, violentos empujones, repentinos cambios de humor y soportar que la tirara sobre el suelo de la cocina. Sus arrebatos resultaban siempre inexplicables y los abusos raramente eran lo suficientemente graves como para dejarle secuelas físicas. Evitaba golpearla con el puño. Cecilia ya se había hecho a ello.
Hasta el día en el que, sin pensárselo dos veces, le devolvió el golpe y él perdió el control por completo. La pelea acabó cuando el marido, fuera de sí, le tiró unas tijeras que se le clavaron en el omoplato.
Se arrepintió y, presa del pánico, la llevó al hospital, donde se inventó una historia sobre un extraño accidente cuya falsedad le quedó perfectamente clara a todo el personal de urgencias desde el mismo momento en que empezó a hablar. Ella estaba avergonzada. Le dieron doce puntos y estuvo ingresada dos días. Luego Henrik Vanger fue a buscarla y se la llevó a su casa. Desde entonces no había vuelto a hablar con su marido.
Aquel soleado día de otoño, tres meses después de la ruptura del matrimonio, Harald Vanger estaba de buen humor, incluso amable. Pero de pronto, en medio del bosque, empezó a atacar a su hija con humillantes insultos y comentarios vulgares sobre su vida y sus hábitos sexuales, y le soltó que no le extrañaba que una puta como ella fuera incapaz de retener a un hombre a su lado.
Su hermano ni siquiera advirtió que las palabras de su progenitor impactaron en ella como latigazos En su lugar, Birger Vanger se rió y puso un brazo alrededor del hombro de su padre para, a su manera, quitarle hierro a la situación con comentarios del tipo «ya se sabe cómo son las mujeres» Le hizo un guiño tranquilizador a Cecilia e instó a Harald Vanger a que se fuera a una pequeña colina y se quedara un rato allí al acecho de alguna presa.
Hubo un momento en el que el tiempo pareció detenerse para Cecilia Vanger. Contempló a su padre y a su hermano y, de pronto, se percató de que la escopeta de caza que llevaba en la mano estaba cargada. Cerró los ojos. Fue la única alternativa que tuvo en ese momento para no levantar el arma y disparar los dos cartuchos. Quiso matarlos a los dos. Pero dejó caer la escopeta ante sus pies, se dio media vuelta y regresó andando al sitio donde habían aparcado el coche. Regresó a casa sola, abandonándolos allí a su suerte. Desde ese día sólo hablaba con su padre en muy contadas ocasiones, cuando se veía obligada por la situación. Se negó a dejarle entrar en su casa y jamás volvió a pisar el domicilio paterno.«Me has destrozado la vida -pensó Cecilia Vanger-. Me la destrozaste siendo yo una niña.»
A las ocho y media de la noche, Cecilia Vanger cogió el teléfono y llamó a Mikael Blomkvist para pedirle que fuera.
El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado. Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.
Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.
– He encontrado tus juguetitos -dijo Salander.
Sostenía en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas y máscaras de látex que había echado al suelo.
– ¿Para qué sirve esto? -dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal-. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.
Se inclinó hacia él, expectante.
Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.
– Así que te va el sado -le dijo-. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?
Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.
– Sin lubricante, ¿no?
Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.
– Deja de quejarte -dijo Salander, imitando su voz-. Si te pones bravo, voy a tener que castigarte.
Se levantó y bordeó la cama. Él, indefenso, la siguió con la mirada… «¿Qué coño va a hacer ahora?» Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.
– ¿Me estás prestando toda tu atención? -preguntó-. No intentes hablar: basta con que muevas la cabeza. ¿Me oyes?
Él asintió.
– Muy bien. -Se inclinó y cogió la mochila-. ¿La reconoces?
Él movió la cabeza.
– Es la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más práctico. La he tomado prestada de Milton Security.
Abrió una cremallera que había en la parte inferior.
– Esto es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. -Cerró la cremallera-. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y se oculta en el cierre del asa. Quizá recuerdes que coloqué la mochila aquí en la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el objetivo apuntara hacia la cama.
Le mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó. Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. «¿Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio?», saludó, irritado.
Le puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba sentado apoyado contra el cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.