– Exacto.
– No son números de teléfono. Significan otra cosa.
– Tal vez.
Mikael volvió a suspirar y se fue a casa para seguir leyendo.
El abogado Nils Bjurman suspiró de alivio cuando Lisbeth Salander lo volvió a llamar explicándole que necesitaba más dinero. Con la excusa de que tenía que trabajar, Salander se había escaqueado de la última reunión fijada, y una leve preocupación empezó a roer el interior de Bjurman: ¿se estaba convirtiendo en una niña problemática imposible de manejar? No obstante, al faltar a la reunión, ella no había recibido el dinero para sus gastos, así que tarde o temprano se vería obligada a acudir a él. También le preocupaba la posibilidad de que Lisbeth le hubiera contado a alguien lo sucedido.
Por eso, su breve llamada diciéndole que necesitaba dinero constituía una confirmación satisfactoria de que la situación estaba bajo control. Pero era preciso domarla, decidió Nils Bjurman. Había que dejarle claro quién mandaba allí; sólo así podrían consolidar su relación. Por eso le dio instrucciones para que esta vez se vieran en su vivienda de Odenplan, no en el despacho. Ante esta exigencia, Lisbeth Salander, al otro lado de la línea telefónica, permaneció callada un buen rato -«qué lenta es la puta»- hasta que, finalmente, aceptó.
El plan de Lisbeth Salander era reunirse con él en su despacho, como la otra vez. Ahora resultaba que tenía que verlo en territorio desconocido. La reunión se fijó para la noche del viernes. Bjurman le había dado el código numérico del portal. Lisbeth llamó a su puerta a las ocho y media, treinta minutos más tarde de lo acordado; justo el tiempo que necesitó, en la oscuridad de la escalera, para repasar el plan una última vez, considerar las alternativas, hacer de tripas corazón y armarse de todo el coraje necesario.
Hacia las ocho de la tarde, Mikael apagó el ordenador y se puso el abrigo. Dejó encendidas las luces de su cuarto de trabajo. La noche estaba estrellada y la temperatura rondaba los cero grados. Subió la cuesta a paso ligero y, camino de Ostergården, alcanzó la casa de Henrik Vanger. Nada más pasarla, torció a la izquierda y tomó la senda que bordeaba la orilla. Los faros guiñaban y se reflejaban en el agua; el hermoso brillo de las luces de Hedestad iluminaba la oscuridad. Mikael necesitaba aire fresco, pero, sobre todo, quería evitar los escudriñadores ojos de Isabella Vanger. A la altura de la casa de Martin Vanger, salió al camino y llegó a casa de Cecilia Vanger poco después de las ocho y media. Fueron directamente al dormitorio.
Se veían una o dos veces por semana. Cecilia Vanger no sólo se había convertido en su amante en ese perdido rincón del mundo, sino también en alguien en quien había empezado a confiar. Le aportaba mucho más hablar de Harriet Vanger con ella que con Henrik.
El plan salió mal casi desde el primer momento.
Al abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara. Ella vestía vaqueros negros, camiseta negra y la consabida chupa de cuero. Además, llevaba botas negras y una pequeña mochila con una correa cruzada sobre el pecho.
– Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio -le espetó Bjurman.
Salander no dijo nada. Miró a su alrededor. El piso tenía más o menos el aspecto que había imaginado al estudiar los planos en el archivo municipal de urbanismo. Estaba decorado con muebles claros de haya y abedul.
– Ven -dijo Bjurman en un tono más amable.
Le puso el brazo alrededor de los hombros y la llevó por un pasillo hasta el interior del piso. Nada de charlas; al grano. Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander.
Ella recorrió rápidamente el cuarto con la mirada. Decoración de soltero. Una cama de matrimonio con cabecero alto de acero inoxidable. Una cómoda que también hacía de mesilla. Lamparitas de luz suave. A lo largo de una de las paredes se extendía un armario con puertas de espejo. En el rincón de al lado de la puerta, una silla de rejilla y una pequeña mesa. La cogió de la mano y la condujo hasta la cama.
– Cuéntame para qué necesitas el dinero esta vez. ¿Más trastos para el ordenador?
– Comida -contestó ella.
– Claro. Qué tonto soy; faltaste a nuestra última reunión.
Cogió la barbilla de Lisbeth con una mano y levantó su cara hasta que sus miradas se cruzaron.
– ¿Cómo estás?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Has pensado en lo que te dije la última vez?
– ¿El qué?
– Lisbeth, no finjas ser más tonta de lo que ya eres. Quiero que tú y yo seamos buenos amigos y que nos ayudemos mutuamente
Ella no contestó. El abogado Bjurman resistió el impulso de darle una bofetada para espabilarla.
– ¿Te gustó nuestro juego de adultos de la otra vez?
– No.
Él arqueó las cejas.
– Lisbeth, no seas tonta.
– Necesito dinero para comprar comida.
– Pues de eso precisamente hablamos la vez anterior: si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo. Pero si no haces más que darme problemas…
Le cogió el mentón con más fuerza y ella se soltó girando la cabeza
– Quiero mi dinero. ¿Qué quieres que haga?
– Tú sabes muy bien lo que a mí me gusta.
La cogió del hombro y tiró de ella en dirección a la cama.
– Espera -dijo Lisbeth Salander rápidamente.
Ella le devolvió una mirada resignada y luego asintió. Se quitó la mochila y la cazadora de cuero con tachuelas y miró a su alrededor. Puso la chupa de cuero sobre la silla de rejilla, colocó la mochila encima de la mesa y dio unos tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.
– Espera -dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en razón-. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero.
A Bjurman le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.
Igual que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. «Mierda», pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas.
Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y las sostuvo en la mano.
– Tienes que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres buena conmigo, seremos amigos.
Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
– Así que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le introdujo, violentamente, un objeto en el ano.