– Una cosa que me fascina de la familia Vanger es que todo el mundo parece odiarse.
– No es del todo cierto. Yo adoro a Martin y a Henrik. Y siempre me he llevado bien con mi hermana, aunque nos vemos demasiado poco. Detesto a Isabella; Alexander no me despierta mucha simpatía. Y no me hablo con mi padre. Así que supongo que más o menos es mitad y mitad de la familia. Birger es… mmm… un engreído y un payaso ridículo, antes que una mala persona. Pero entiendo lo que quieres decir. Míralo así: si eres miembro de la familia Vanger, aprendes muy pronto a no tener pelos en la lengua. Decimos lo que pensamos.
– Pues sí, me he dado cuenta de que sois bastante directos. -Mikael estiró la mano y le tocó el pecho-. Tan sólo llevaba aquí un cuarto de hora cuando te abalanzaste sobre mí ahí abajo.
– Si te soy sincera, desde el primer momento en que te vi he estado pensando en cómo serías en la cama. Tenía que intentarlo.
Por primera vez en su vida, Lisbeth Salander sentía una imperiosa necesidad de pedirle consejo a alguien. El único problema era que para hacerlo tendría que confiar en alguna persona, lo cual, a su vez, significaba que tendría que desnudar su alma y revelar sus secretos. ¿A quién se los contaría? En realidad, el contacto con otras personas no era su fuerte.
Repasando mentalmente su agenda, Lisbeth Salander hizo cálculos y contó hasta diez personas que, de una manera u otra, consideraba parte de su círculo de conocidos. Una estimación generosa, como ella misma constató.
Podría hablar con Plague, un punto más o menos fijo en su existencia. Pero, definitivamente, no se trataba de un amigo; y era, sin duda, el último que podría contribuir a solucionar su problema. No era una opción.
La vida sexual de Lisbeth Salander distaba de ser tan recatada como le había dado a entender al abogado Bjurman. En cambio, en sus relaciones sexuales siempre (o por lo menos bastante a menudo) tomaba la iniciativa y ponía las condiciones. Contando bien, habría tenido, desde los quince años, unas cincuenta parejas. Eso salía aproximadamente a cinco por año, lo cual no estaba mal para una chica soltera que, con los años, había llegado a considerar el sexo como un placentero pasatiempo.
No obstante, casi todas sus parejas ocasionales las tuvo en un período de unos dos años y pico, durante la tumultuosa etapa final de su adolescencia en la que debería haber sido declarada legalmente mayor de edad. Lisbeth Salander se encontraba entonces en una encrucijada de caminos, sin verdadero control sobre su vida; su futuro podría haberse traducido en unas cuantas anotaciones más en su historial de drogas, alcohol y retenciones en distintas instituciones Desde que cumplió veinte años y empezó a trabajar en Milton Security se había tranquilizado considerablemente y, según ella misma, había recuperado el control de su vida.
Ya no sentía la necesidad de complacer a alguien que la invitara a unas cervezas en el bar, ni se sentía realizada llevando a casa a un borracho cuyo nombre apenas sabía. Durante el último año sólo había mantenido relaciones sexuales con una única persona; difícilmente podía ser tachada de promiscua, tal y como querían insinuar las últimas anotaciones de su historial.
Para Lisbeth, el sexo había estado vinculado a menudo a una persona de ese abierto círculo de amistades, del que ella realmente no formaba parte, pero donde la aceptaban porque era amiga de Cilla Norén. La conoció al final de su adolescencia, cuando, a causa de la insistente petición de Holger Palmgren, se matriculó en la escuela para adultos para recuperar las asignaturas que no aprobó en la enseñanza primaria. Cilla llevaba el pelo de color rojo ciruela con mechas negras, pantalones de cuero negro, un piercing en la nariz y el mismo número de tachuelas que Lisbeth en el cinturón. Se pasaron la primera clase mirándose desconfiadamente.
Por alguna razón que Lisbeth no acababa de entender muy bien, empezaron a tratarse. No resultaba fácil entablar amistad con Lisbeth, especialmente durante esos años, pero Cilla ignoraba sus silencios y la arrastraba a los bares. A través de Cilla, Lisbeth entró en los Evil Fingers, en sus orígenes una banda de música de un barrio del extrarradio compuesto por cuatro chicas adolescentes de Enskede aficionadas al heavy metal. Ahora, diez años después, se había convertido en un grupo más amplio de amigos que se veían en el bar Kvarnen los martes por la noche para hablar mal de los chicos, discutir sobre feminismo, ciencias ocultas, música y política, y para tomar grandes cantidades de cerveza. Le hacían honor al nombre.
Salander no se consideraba un miembro fijo de la banda. Raramente participaba en las discusiones, pero la aceptaban tal y como era; podía ir y venir como quisiera e incluso permanecer toda la tarde con su cerveza en la mano sin decir nada. También la invitaban a los cumpleaños y a las celebraciones de Navidad o fiestas similares, pero ella no acudía casi nunca.
Durante los cinco años que llevaba con los Evil Fingers, las chicas habían ido cambiando. El color de sus cabellos se fue volviendo más normal y empezaron a comprar cada vez más ropa en H &M en lugar de hacerlo en la tienda de segunda mano del Ejército de Salvación. Estudiaban o trabajaban; una de ellas, incluso, había sido mamá. Lisbeth Salander se sentía como si fuera la única que no había cambiado lo más mínimo, lo cual también podría interpretarse como que no evolucionaba.
Pero siempre que se veían se divertían. Si alguna vez se había sentido parte integrante de algo, había sido con los Evil Fingers y, por extensión, con los chicos del círculo de amigos de la pandilla de chicas
Los Evil Fingers la escucharían. También darían la cara por ella. Pero no tenían ni idea de que existiera una sentencia judicial en la que se declaraba a Lisbeth Salander jurídicamente irresponsable. No quería que empezaran a mirarla mal. No era una opción.
Por lo demás, en su agenda no figuraba ni un solo compañero de colegio del pasado. Carecía de todo tipo de redes de influencia, de apoyo o contactos políticos. Así que ¿a quién se dirigiría para hablar de sus problemas con el abogado Nils Bjurman?
Tal vez sí hubiera alguien. Reflexionó largamente sobre la posibilidad de confiar en Dragan Armanskij, sobre si debía llamar a su puerta y explicarle su situación. Le había dicho que si necesitaba cualquier tipo de ayuda, no dudara en acudir a él. Estaba convencida de que lo decía en serio.
Armanskij también la tocó una vez, pero fue un acercamiento amable, sin malas intenciones y ninguna demostración de poder. Pero pedirle ayuda le causaba ciertos reparos. Era su jefe y ella estaría en deuda con él. Lisbeth Salander se imaginaba cómo sería su vida si Armanskij, en vez de Bjurman, fuera su administrador. De repente sonrió. La idea no le desagradaba, pero, probablemente, Armanskij se tomaría tan en serio su misión que la asfixiaría con sus atenciones. Era… mmm, posiblemente una opción.
A pesar de estar perfectamente al tanto de la función de los centros de acogida de mujeres, no se le ocurrió contactar con ninguno de ellos. Esos centros, a su entender, eran para «víctimas», y ella nunca se había considerado como tal. La alternativa que le quedaba consistía en hacer lo que siempre había hecho: tomar ella misma cartas en el asunto y resolver el tema. Esa era, definitivamente, la opción.
Algo que no le auguraba nada bueno al abogado Bjurman.