No obstante, la ley establece que la necesidad de tutelaje debe «adaptarse a cada caso concreto». Holger Palmgren había interpretado eso como que Lisbeth Salander podía hacerse responsable de su propio dinero y de su vida. Palmgren cumplió a rajatabla con las exigencias de las autoridades: cada mes entregaba un informe y anualmente revisaba las cuentas de Lisbeth, pero, por lo demás, la trataba como a cualquier joven normal, y no se entrometía ni en su forma de vida ni en sus relaciones personales. Decía que no era asunto suyo ni de la sociedad decidir si la damisela quería un piercing en la nariz o un tatuaje en el cuello. Esta actitud un tanto suya con respecto a la decisión del juzgado era una de las razones por las que se habían llevado tan bien.
Mientras Holger Palmgren fue su administrador, Lisbeth Salander no reflexionó mucho sobre su situación jurídica. Sin embargo, el abogado Nils Bjurman interpretaba la ley del tutelaje de un modo bien distinto.
Al fin y al cabo, Lisbeth Salander no era como las demás personas. Poseía unos conocimientos bastante rudimentarios sobre derecho -un campo en el que nunca había tenido ocasión de profundizar- y su confianza en las fuerzas del orden era, en suma, inexistente. Para ella, la policía constituía una fuerza enemiga vagamente definida, cuyas intervenciones concretas a lo largo de su vida habían consistido en retenerla o humillarla. La última vez que tuvo algo que ver con la policía fue una tarde del mes de mayo del año anterior, cuando pasaba por Götgatan camino a Milton Security y, de buenas a primeras, se encontró de frente con un policía de los antidisturbios provisto de casco con visera, quien, sin la menor provocación por parte de Lisbeth, le propinó un porrazo en el hombro. Su impulso espontáneo fue contraatacar violentamente con la botella de Coca-Cola que, por casualidad, llevaba en la mano. Por suerte, el policía dio media vuelta y se alejó corriendo antes de que a ella le diera tiempo de actuar. Hasta algo después no se enteró de que el movimiento Reclaim the Street había celebrado una manifestación en esa misma calle, un poco más arriba.
La idea de visitar el cuartel general de esos brutos enmascarados para denunciar a Nils Bjurman por agresión sexual no se le pasó por la cabeza. Y aun así, ¿qué iba a denunciar?, ¿que Bjurman le había tocado los pechos? Cualquier policía le miraría los dos botoncitos que tenía por pechos y constataría que aquello era inverosímil; y si eso hubiera ocurrido, más bien debería sentirse orgullosa de que «alguien» se tomara esa molestia. Por otra parte, lo de la mamada era su palabra contra la de él; y normalmente la palabra de otros solía tener más peso que la suya propia. «La policía no es una alternativa.»
En su lugar, tras abandonar el despacho de Bjurman volvió a casa, se duchó, se comió dos sándwiches con queso y pepinillos en vinagre, y se sentó a reflexionar en el raído y desgastado sofá del salón.
Una persona normal habría considerado, tal vez, que su falta de reacción jugaría en su contra: otra prueba más de que era tan rara que ni siquiera una violación podía provocar una respuesta emocional satisfactoria.
Su círculo de amistades, ciertamente, no era grande, y tampoco se componía de representantes de una protegida clase media instalada en las urbanizaciones de chalés de las afueras, pero a la edad de dieciocho años Lisbeth Salander no había conocido a una sola chica que no se hubiera visto obligada a realizar algún acto sexual en contra de su voluntad en, al menos, una ocasión. La mayoría de tales agresiones involucraban a novios algo mayores de edad que, con cierta dosis de fuerza, se habían salido con la suya. Por lo que Lisbeth Salander sabía, ese tipo de incidentes ocasionaban lágrimas y ataques de rabia, pero nunca una denuncia policial.
En el mundo de Lisbeth Salander, éste era el estado natural de las cosas. Como chica, constituía una presa legítima; sobre todo si vestía una chupa de cuero negro desgastada y tenía piercings en las cejas, tatuajes y un estatus social nulo.
Pero echarse a llorar no servía de nada.
En cambio, tenía muy claro que el abogado Bjurman no la iba a obligar a chupársela para luego quedar impune. Lisbeth Salander jamás olvidaba un agravio y, por naturaleza, estaba dispuesta a todo menos a perdonar.
Sin embargo, su situación jurídica constituía un problema. Hasta donde era capaz de recordar, siempre había sido considerada como conflictiva e injustificadamente violenta. Los primeros datos de su historial provenían de la carpeta de la enfermera del colegio de primaria. La mandaron a casa por golpear y empujar contra un perchero a uno de sus compañeros de clase, con el consiguiente derramamiento de sangre. Recordaba todavía a su víctima con irritación; un chico obeso llamado David Gustavsson que solía meterse con ella y tirarle cosas y que, con el tiempo, se convertiría en un verdadero acosador. En aquella época ni siquiera sabía lo que significaba la palabra «acoso», pero cuando volvió al colegio al día siguiente, David la amenazó y prometió vengarse. Ella lo tumbó con un buen derechazo propinado con una pelota de golf en el interior del puño, lo cual llevó a más derramamiento de sangre y a engrosar su historial de agresiones.
Las normas de convivencia escolar siempre la habían desconcertado. Ella iba a lo suyo y no se metía en la vida de nadie. Aun así, siempre había alguien que no la dejaba en paz.
En segundo ciclo de primaria, fue enviada a casa en numerosas ocasiones por haberse visto involucrada en violentas peleas con compañeros de curso. Algunos chicos de su clase, considerablemente más fuertes, pronto aprendieron que buscar bronca con aquella chica raquítica podría acarrear problemas: a diferencia de otras, ella nunca se retiraba, y no dudaba ni un segundo en recurrir a los puños o a otras armas que tuviera a mano para defenderse. Su actitud dejaba bien claro que antes que aceptar cualquier mierda prefería que la maltrataran hasta la muerte.
Además, era de las que se vengaban.
Cuando Lisbeth Salander estaba en sexto llegó a pelearse con un chico bastante más grande y fuerte que ella. Físicamente hablando, ella no constituía ningún problema para él. Empezó tumbándola a empujones un par de veces y luego la abofeteó cuando ella contraatacó. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, y por muy superior que él fuese, la muy estúpida no paraba de atacarle y, algún tiempo después, incluso los compañeros de clase pensaron que la situación estaba yendo demasiado lejos. Ella se mostraba tan manifiestamente indefensa que resultaba vergonzoso. Al final, el chico le propinó un buen puñetazo que le rompió el labio y le hizo ver las estrellas. La abandonaron en el suelo, detrás del gimnasio. Se quedó en casa dos días. Al tercer día, por la mañana, esperó a su torturador con un bate de béisbol y le asestó un golpe en plena oreja. Este acto le valió una visita al despacho del director, quien decidió denunciarla a la policía, lo cual acabó en una investigación especial de los servicios sociales.
Sus compañeros de clase pensaban que era una chiflada y la trataban como tal. Tampoco despertaba gran simpatía entre los profesores, que en ocasiones la veían como un suplicio. Nunca había sido muy parlanchina, y se ganó la fama de ser la típica alumna que nunca levantaba la mano y que, por lo general, no contestaba a las preguntas del profesor. Sin embargo, nadie sabía si se debía a que no sabía la respuesta o a alguna otra cosa, lo cual se reflejaba en sus notas. Que tenía problemas resultaba evidente, pero de alguna extraña manera nadie quería asumir realmente la responsabilidad sobre aquella chica conflictiva, a pesar de ser motivo de numerosas reuniones por parte del profesorado. Lisbeth se encontraba, por consiguiente, en una situación en la que también los profesores pasaban de ella, de modo que la dejaron con su malhumorado silencio.