Durante la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.
– Reconozco que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por qué.
– La verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.
– ¿Cómo?
Henrik Vanger dejó los cubiertos en el plato.
– Mikael: llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más tiempo libre a dar con ella. -Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y observó a Mikael-. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.
– Fue algo terrible.
– No sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?
– Bueno, naturalmente, creo que sí.
– Yo también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran haber hecho a Harriet.
– ¿De qué manera han cambiado tus motivos?
– Ahora se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que, a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que lo ha absorbido todo.
– ¿Hobby?
– Sí, la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude encontrar: las fotografías, la investigación policial… Apunté todo lo que las personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.
– ¿Eres consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar muerto y enterrado?
– No creo.
Mikael arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.
– Terminemos de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más desconcertante.
Lisbeth Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano -pensó- tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.
Se fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson; ni siquiera sabía si existía.
– Hola, Plague -saludó.
– ¡Wasp! Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.
El hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos. Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.
– Plague, es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.
Él sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.
– Y no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.
– Cobro una pensión por incapacidad mental -replicó él-. Soy un incompetente social.
– Por eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían llevarte a un manicomio.
– ¿Tienes algo para mí?
Lisbeth Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil coronas.
– Es todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me desgrava como gastos.
– ¿Qué es lo que quieres?
– El manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?
Él sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.
– Dime cómo funciona.
Durante la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.
Henrik Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.
– Me estabas hablando de un desconcertante detalle.
Henrik Vanger asintió.
– Nací el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.
Henrik Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.
– Fue el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.
Apuntó al siguiente.
– 1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición. Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y entonces la tradición se rompió.
Henrik Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente, Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de flores prensadas.
– En 1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi cumpleaños. Es una violeta.
– ¿Cómo la recibiste? -preguntó Mikael en voz baja.
– Envuelta en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo. Sin remitente. Sin mensaje.
– ¿Quieres decir que…? -Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.
– Eso es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y que para mí era como una hija.