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Levantó dos dedos.

– Mi siguiente idea fue, naturalmente, que le pasó algo, que sufrió algún accidente. ¿Me puedes hacer un favor? Acércate a la mesa y abre el cajón superior. Allí hay un mapa.

Mikael hizo lo que Henrik le pidió y desplegó el mapa encima de la mesa. La isla de Hedeby era una irregular extensión de tierra de unos tres kilómetros de largo y poco más de kilómetro y medio de ancho en sus extremos más distantes. Una gran parte de la superficie estaba poblada de bosque. Todas las edificaciones se hallaban en las inmediaciones del puente y alrededor del pequeño puerto deportivo; en el otro extremo de la isla había una granja, Östergården, de la que salió el pobre Aronsson con su coche.

– Recuerda que resultaba imposible abandonar la isla -subrayó Henrik Vanger-. Aquí, como en cualquier sitio, uno puede fallecer a causa de un accidente o ser alcanzado por un rayo, pero ese día no había tormenta. Se puede morir por la coz de un caballo o, incluso, cayéndose en un pozo o por las grietas de las rocas. Aquí habrá cientos de maneras fortuitas de morir y he pensado en la mayoría de ellas.

Levantó un tercer dedo.

– Hay una pega que también vale para la tercera posibilidad: que la chica, contra toda expectativa, se hubiese suicidado. Pero en alguna parte de esta limitada extensión de tierra tendría que estar el cuerpo. -Henrik Vanger dio un golpe con la mano en medio del mapa-. Los días que siguieron a su desaparición organizamos partidas de búsqueda de cabo a rabo de la isla. Rastreamos cada zanja, cada campo de cultivo, las grietas de cada roca, los hoyos abiertos de cada árbol caído. Inspeccionamos todos los edificios, las chimeneas, los pozos, los graneros y los áticos.

El viejo desvió la mirada de Mikael y la dirigió a la oscuridad exterior. Su voz adquirió un tono más bajo e íntimo.

– La seguí buscando durante el otoño, después de que las batidas se abandonaran y la gente se rindiera. Cuando mi trabajo me lo permitía, daba paseos de un lado a otro de la isla. Luego, el invierno nos sorprendió sin que hubiéramos hallado el menor rastro de ella. Continué durante la primavera hasta que me di cuenta de lo absurdo de mi búsqueda. Al llegar el verano contraté a tres hombres que conocían muy bien el bosque y que volvieron a acometer el rastreo con perros entrenados para descubrir cadáveres. Peinaron sistemáticamente cada metro cuadrado de la isla. A esas alturas ya había empezado a pensar que alguien la habría matado, de modo que los hombres se pusieron a buscar por los sitios donde podía estar enterrada. Trabajaron durante tres meses. No encontraron el más mínimo rastro de Harriet. Como si se la hubiera tragado la tierra.

– Se me ocurren algunas posibilidades más -objetó Mikael.

– A ver.

– Podría haberse tirado al agua o haberse ahogado por accidente. Esto es una isla; el mar lo oculta todo.

– Es verdad. Pero la probabilidad no es muy grande. Ten en cuenta lo siguiente: si Harriet sufrió un accidente y se ahogó, lógicamente, debió de haber ocurrido en las inmediaciones del pueblo. Recuerda que el incidente del puente era lo más dramático que vivía Hedeby desde hacía mucho tiempo; no es muy probable que una chica con la curiosidad propia de su edad se decidiera a dar un paseo hasta el otro extremo de la isla justo en ese momento.

»Pero hay algo todavía más importante -prosiguió-, y es que las corrientes de agua no son muy fuertes por aquí y que los vientos, en esa época del año, venían del norte o del noreste. Si algo va a parar al mar, acaba saliendo a flote en algún sitio de la orilla continental, y allí hay casas prácticamente por doquier. No creas que no pensamos en esa posibilidad; naturalmente, rastreamos todos los sitios por donde podía haberse metido en el agua. También contraté a unos jóvenes de un club de buceo de Hedestad. Dedicaron aquel verano a peinar los fondos del estrecho y las orillas de punta a punta… Ni rastro. Estoy convencido de que no está en el mar; de ser así la habríamos encontrado.

– ¿Y no podría haber sufrido un accidente en otra parte? Es cierto que el puente estaba cortado, pero no hay mucha distancia hasta el otro lado. Podría haber pasado nadando o en una barca de remos.

– Esto sucedió a finales de septiembre y el agua estaba tan fría que no creo que Harriet se pusiera a nadar en medio de todo aquel jaleo. Pero si se le hubiese ocurrido, no habría pasado desapercibida y habría causado un gran revuelo. Éramos decenas de ojos en el puente, y en la parte continental se agolpaban entre doscientas y trescientas personas a lo largo de la orilla mirando todo aquello.

– ¿Y en una barca?

– No. Aquel día había exactamente trece barcos en la isla de Hedeby. La mayoría de los barcos de recreo ya estaba fuera del agua. Abajo, en el puerto pequeño, dos barcos Pettersson se encontraban en el mar. Además, había siete barcas, de las cuales cinco se hallaban ya en tierra. Algo más abajo de la casa rectoral, había una barca más en tierra y otra en el agua; y en Ostergården, una lancha motora y una barca. Todos estos barcos están inventariados y permanecían en su sitio. Si hubiese pasado remando para luego marcharse, lógicamente tendría que haber dejado la barca en el otro lado.

Henrik Vanger levantó un cuarto dedo.

– Así que sólo queda una posibilidad razonable: que Harriet desapareciera en contra de su voluntad. Alguien la mató y se deshizo del cuerpo.

Lisbeth Salander paso la mañana de Navidad leyendo el controvertido libro de Mikael Blomkvist sobre el periodismo económico. La obra, de doscientas diez páginas, se titulaba La orden del Temple y llevaba el subtítulo Deberes para periodistas de economía que no han aprendido bien su lección. La cubierta, diseñada por Christer Malm, era muy moderna y mostraba una foto del viejo edificio de la bolsa de Estocolmo, manipulada con Photoshop; contemplándola detenidamente uno se percataba de que el edificio estaba flotando en el aire. No tenía cimientos. Resultaba difícil imaginarse una portada que indicara los derroteros del libro de manera más explícita.

Salander constató que Blomkvist poseía un excelente estilo. El libro estaba redactado de manera directa e interesante; incluso aquellas personas que desconocieran los entresijos del periodismo económico podrían leerlo con gran provecho. El tono era mordaz y sarcástico, pero, sobre todo, convincente.

El primer capítulo consistía en una especie de declaración de guerra donde Blomkvist no se mordía la lengua.

Durante los últimos veinte años, los periodistas de economía suecos se habían convertido en un grupo de incompetentes lacayos que, henchidos por su propia vanidad, carecían del menor atisbo de capacidad crítica. A esta última conclusión había llegado a raíz de la gran cantidad de periodistas de economía que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos. En consecuencia, se trataba de periodistas o tan ingenuos y fáciles de engañar que ya deberían haber sido despedidos de sus puestos, o -lo que sería peor- que conscientemente traicionaban la regla de oro de su propia profesión: la de realizar análisis críticos para proporcionar al público una información veraz. Blomkvist reconocía que a menudo sentía vergüenza al ser llamado reportero económico, ya que, entonces, corría el riesgo de ser metido en el mismo saco que las personas a las que ni siquiera consideraba periodistas.

Blomkvist comparaba el trabajo de los analistas económicos con el de los periodistas de sucesos o los corresponsales enviados al extranjero. Se imaginaba el escándalo que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima, cosa que debería haber hecho para formarse su propia idea del asunto. Blomkvist sostenía que las mismas reglas tenían que aplicarse a los periodistas económicos.

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