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En las fotos de Internet salía más joven, pero se le veía sorprendentemente vigoroso para tener ochenta y dos años, un cuerpo fibroso, cara de pocos amigos, la piel curtida, y un voluminoso pelo gris peinado hacia atrás que insinuaba unos genes nada propensos a la calvicie. Vestía pantalones oscuros bien planchados, camisa blanca y una desgastada chaqueta de punto marrón. Lucía un fino bigote y unas gafas de elegante montura metálica.

– Soy Henrik Vanger -saludó-. Gracias por aceptar mi invitación.

– Buenas tardes. Una invitación que me ha sorprendido.

– Entra; hace frío. He mandado que te preparen una habitación ¿Quieres asearte un poco? Cenaremos dentro de un rato. Te presento a Anna Nygren, la mujer que se ocupa de mí.

Mikael estrechó la mano de una mujer de baja estatura y de unos sesenta años. Ella le cogió el abrigo, se lo colgó en un armario y le ofreció unas zapatillas para protegerse de las corrientes de aire del suelo.

Mikael le dio las gracias y luego se dirigió a Henrik Vanger:

– No sé si me quedaré a cenar. Dependerá de qué vaya este juego.

Henrik Vanger intercambió una mirada con Dirch Frode. Existía entre los dos hombres una complicidad que Mikael no supo interpretar.

– Creo que aprovecharé la ocasión para despedirme -dijo Dirch Frode-. Debo regresar y amansar a mis nietos antes de que me tiren toda la casa abajo.

Acto seguido le comentó a Mikael:

– Vivo nada más pasar el puente a la derecha; el tercer chalé que hay a orillas del mar después de la pastelería. Son cinco minutos a pie. Si me necesita, no tiene más que llamarme.

Mikael metió la mano en el bolsillo y encendió una grabadora. «¿Paranoico, yo?» No tenía ni idea de lo que deseaba Henrik Vanger, pero después de todo ese jaleo con Wennerström quería una documentación exacta de cada una de las cosas raras que le pasaran, y esa repentina invitación a Hedestad pertenecía, sin duda, a esa categoría.

El viejo industrial se despidió de Dirch Frode dándole unas palmadas en el hombro, cerró la puerta y centró su interés en Mikael.

– En ese caso, quizá deba ir al grano. No se trata de ningún juego. Quiero hablar contigo, pero la conversación requiere su tiempo. Te ruego que me escuches hasta el final y que no tomes ninguna decisión hasta que haya acabado. Eres periodista y deseo contratarte para un trabajo de freelance. Anna ha servido el café arriba, en mi despacho.

Henrik Vanger empezó a subir las escaleras y Mikael lo siguió. Entraron en un despacho alargado, de unos cuarenta metros cuadrados aproximadamente, situado en una de las partes laterales de la casa. Una de las paredes longitudinales estaba presidida, de arriba abajo, por una librería de unos diez metros de largo, con una magnífica mezcla de literatura de ficción, biografías, libros de historia, de comercio e industria, y numerosas carpetas de tamaño DIN-A4. Los libros estaban colocados sin ningún tipo de orden aparente. Daba la impresión de ser una librería que se utilizaba, y Mikael sacó la conclusión de que Henrik Vanger era un gran lector. En la pared de enfrente había una mesa de roble de color oscuro, dispuesta de modo que el que se sentara allí podía contemplar toda la habitación. La pared de detrás de la mesa albergaba una numerosa colección de cuadros con flores prensadas dispuestos en meticulosas filas.

Desde la fachada lateral, Henrik Vanger tenía vistas al puente y a la iglesia. Junto a la ventana había un tresillo con una mesita, donde Anna había puesto el servicio de café, un termo, pastas y bollos.

Henrik Vanger hizo un gesto a modo de invitación que Mikael fingió no entender; en su lugar se paseó por la sala con curiosidad y examinó primero la librería y luego la pared con los cuadros. La mesa de trabajo, sobre la que había una pila de papeles, estaba perfectamente limpia y ordenada. En uno de los extremos, la fotografía enmarcada de una chica joven y morena, guapa pero de mirada traviesa. «Una joven señorita a punto de volverse peligrosa», pensó Mikael. Parecía una foto de primera comunión; casi había perdido el color y daba la impresión de llevar allí muchos años. De repente, Mikael advirtió que Henrik Vanger le estaba observando.

– ¿Te acuerdas de ella, Mikael?

– ¿Yo? -preguntó Mikael, levantando las cejas.

– Sí, tú la conoces. De hecho, ya has estado antes en esta habitación.

Mikael miró a su alrededor y negó con la cabeza.

– No, ¿cómo te vas a acordar? Sin embargo, yo conocí a tu padre. Contraté a Kurt Blomkvist varias veces como instalador y técnico de máquinas durante los años cincuenta y sesenta. Un hombre inteligente. Intenté convencerlo para que continuara sus estudios e hiciera ingeniería. Te pasaste todo el verano de 1963 en esta misma casa, cuando cambiamos toda la maquinaria de la fábrica de papel de Hedestad. Resultaba difícil encontrar una vivienda para tu familia, pero lo solucionamos dejándoos la casita de madera que está al otro lado del camino. Puedes verla desde aquí.

Henrik Vanger se acercó a la mesa y cogió el retrato.

– Es Harriet Vanger, la nieta de mi hermano Richard. Ella te cuidó muchas veces durante aquel verano. Tú tenías dos años, a punto de cumplir tres. O quizá ya los tuvieras; no me acuerdo. Ella tenía doce.

– Perdóname, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de lo que me estás contando.

Mikael ni siquiera estaba convencido de que lo que decía Henrik Vanger fuera cierto.

– Lo entiendo. Pero yo sí me acuerdo de ti. Estabas siempre correteando de aquí para allá mientras Harriet te perseguía. Yo podía oír tus gritos cada vez que tropezabas y te caías en algún sitio. Recuerdo que, en una ocasión, te di un juguete, un tractor amarillo de hojalata con el que yo mismo había jugado de niño, y que te encantaba. Creo que por el color.

De repente, Mikael se quedó helado. Efectivamente, había un tractor amarillo. Cuando se hizo mayor, pasó a decorar una de las estanterías de su habitación.

– ¿Te acuerdas del juguete?

– Sí. Puede que te interese saber que aquel tractor todavía existe, está en Estocolmo, en el museo del juguete de Manatorget. Lo doné hace diez años, cuando estuvieron pidiendo viejos juguetes originales.

– ¿De verdad? -Henrik Vanger soltó una carcajada de satisfacción-. Déjame que te enseñe…

Se acercó a la librería y sacó un álbum de fotos de uno de los estantes inferiores. Mikael advirtió que al viejo le costaba agacharse, por lo que tuvo que apoyarse en la librería cuando se volvió a incorporar. Mientras hojeaba el álbum, Henrik Vanger le hizo un gesto a Mikael para que se sentara. Sabía muy bien lo que estaba buscando, de modo que en un santiamén puso el álbum encima de la mesita. Señaló con el dedo una fotografía en blanco y negro en la que se veía la sombra del fotógrafo en la parte inferior. En primer plano, un niño rubio con pantalones cortos miraba a la cámara fijamente, algo aturdido y con cierta preocupación.

– Éste eres tú ese mismo verano. Tus padres están al fondo, sentados en los sillones del jardín. Tu madre tapa parcialmente a Harriet y el chico que se encuentra a la izquierda de tu padre es el hermano de Harriet, Martin Vanger, hoy en día director del Grupo Vanger.

No tuvo ninguna dificultad en reconocer a sus padres. Su hermana estaba en camino, así que el embarazo de su madre resultaba evidente. Contempló la fotografía con sentimientos encontrados mientras Henrik Vanger servía café y le acercaba un plato con bollos.

– Ya sé que tu padre falleció. ¿Tu madre vive aún?

– No -contestó Mikael-. Murió hace tres años.

– Una mujer simpática. La recuerdo perfectamente.

– Sí, pero estoy convencido de que no me has hecho venir hasta aquí para hablarme de viejos recuerdos familiares.

– Tienes razón. Llevo varios días preparando lo que voy a decirte, pero ahora que, por fin, te tengo delante, no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que has leído algo sobre mí antes de aceptar la invitación. Si es así, ya sabrás, sin duda, que en su día ejercí una gran influencia sobre la industria y el mercado de trabajo del país. Hoy no soy más que un viejo que va a morir dentro de poco; mira, la muerte tal vez sea un excelente punto de partida para esta conversación.

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