– No puedo; ¡resulta demasiado peligroso!
Mikael se preguntaba si Dirch Frode no sería uno más de esos iluminados poseedores de la verdad que tal vez pensaban revelar el recóndito hospital psiquiátrico en el que la Säpo, la policía sueca de seguridad, llevaba a cabo experimentos de control mental.
– No realizo visitas a domicilio -contestó lacónicamente.
– En ese caso espero convencerle para que haga una excepción. Mi cliente tiene más de ochenta años y le resultaría muy fatigoso viajar a Estocolmo. Si usted insiste, sin duda podríamos pensar en otra cosa, pero la verdad es que sería preferible que tuviera la amabilidad de…
– ¿Quién es su cliente?
– Una persona de la que seguramente habrá oído hablar en su trabajo: el señor Henrik Vanger.
Asombrado, Mikael se reclinó en la silla. Henrik Vanger, ¡claro que había oído hablar de él! Industrial y ex director ejecutivo del Grupo Vanger, otrora sinónimo de serrerías, bosques, minas, acero, industria metalúrgica y textil, producción y exportación… Henrik Vanger fue en su día uno de los verdaderamente grandes; gozaba de la reputación de esos honrados patriarcas de la vieja estirpe que se mantenían firmes contra viento y marea. Junto a personas como Matts Carlgren, de MoDo, y Hans Werthén, de Electrolux, él era uno de los bastiones de la industria sueca, uno de los peces gordos de la vieja escuela. La columna vertebral de la industria de la sociedad del bienestar de Suecia y todo eso.
Sin embargo, durante los últimos veinticinco años el Grupo Vanger, todavía una empresa familiar, había sufrido los estragos de los ajustes estructurales, las crisis bursátiles, la crisis de los tipos de interés, la competencia asiática, la disminución de la exportación y otras desgracias que, en conjunto, habían relegado el nombre de Vanger al pelotón de cola. Hoy en día, la empresa estaba dirigida por Martin Vanger, nombre que Mikael asociaba al de un hombre gordito de abundante cabellera que, en alguna ocasión, había salido fugazmente por la tele, pero al que no conocía demasiado bien. Henrik Vanger llevaría seguramente unos veinte años fuera de la escena pública, y Mikael ni siquiera sabía que seguía vivo.
– ¿Por qué quiere verme Henrik Vanger? -fue la pregunta lógica que hizo a continuación.
– Lo siento. Soy el abogado de Henrik Vanger desde hace muchos años, pero debe ser él mismo quien se lo explique. Sí puedo adelantarle, no obstante, que desea hablarle de un posible trabajo.
– ¿Un trabajo? No tengo la menor intención de ponerme al servicio del Grupo Vanger. ¿Necesitan un secretario de prensa?
– No se trata de ese tipo de empleo. Lo único que puedo decirle es que Henrik Vanger está sumamente ansioso por verle y tratar con usted un asunto privado.
– No es usted muy preciso que digamos.
– Le pido disculpas. Pero ¿existe alguna posibilidad de convencerle para que acuda a Hedestad? Naturalmente, correremos con todos los gastos y le recompensaremos razonablemente.
– Me pilla en mal momento. Estoy muy ocupado… y supongo que habrá leído los periódicos estos últimos días.
– ¿El asunto Wennerström? -De repente oyó cómo Dirch Frode se reía ahogadamente al otro lado del teléfono-. Pues sí, una historia no del todo exenta de cierta gracia. Pero, a decir verdad, ha sido precisamente la atención que ha despertado el juicio lo que ha hecho que Henrik Vanger se fije en usted.
– ¿Ah sí? ¿Y cuándo querría verme Henrik Vanger? -preguntó Mikael.
– Lo antes posible. Mañana es Nochebuena; supongo que no querrá usted trabajar. ¿Qué le parece el día después de Navidad? O cualquier otro día entre Navidad y Nochevieja…
– Ya veo que le corre prisa. Lo siento, pero si no me da más pistas sobre la finalidad de la visita no…
– Puede estar tranquilo; le aseguro que la invitación es completamente seria. Henrik Vanger desea hablar con usted y con nadie más. Quiere ofrecerle, si le interesa, un trabajo como freelance. Yo sólo soy el mensajero. Los detalles se los tiene que dar él mismo.
– Ésta es una de las llamadas más absurdas que he recibido en mucho tiempo. Déjeme que lo piense. ¿Cómo puedo localizarle?
Tras colgar el teléfono, Mikael se quedó sentado contemplando el desorden de su mesa. No tenía ni idea de por qué Henrik Vanger quería verle. En realidad, a Mikael no le entusiasmaba en absoluto viajar a Hedestad, pero el abogado Frode había conseguido despertar su curiosidad.
Encendió el ordenador, entró en Google y buscó las empresas Vanger. Aparecieron cientos de páginas. El Grupo Vanger se hallaba en decadencia, pero seguía saliendo prácticamente a diario en los medios de comunicación. Guardó una docena de artículos que hacían diferentes análisis de la empresa y luego buscó, por este orden, a Dirch Frode, Henrik Vanger y Martin Vanger.
Martin Vanger figuraba en numerosas páginas en calidad de actual director ejecutivo de las empresas Vanger. Los resultados de la búsqueda del abogado Dirch Frode eran escasos y discretos; figuraba como miembro de la junta directiva del club de golf de Hedestad y se le vinculaba al Rotary. Henrik Vanger aparecía, con una sola excepción, en textos que ofrecían un panorama histórico de las empresas del Grupo Vanger. La excepción la conformaba el breve reportaje que, a modo de felicitación, el periódico local Hedestads-Kuriren le hizo al viejo magnate en su ochenta cumpleaños. Mikael imprimió los textos que le parecieron más sustanciosos y elaboró un dossier de unas cincuenta páginas. Luego terminó de recoger su mesa, cerró las cajas de cartón y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría -ni siquiera si iba a regresar-, se fue a casa.
Lisbeth Salander pasó la Nochebuena en la residencia Äppelviken de Upplands-Väsby. Como regalos llevaba eau de toilette de Dior y una tarta inglesa de Åhléns. Estaba tomando café mientras observaba a una mujer de cuarenta y seis años que, torpemente, intentaba deshacer el nudo del lazo del regalo. Salander albergaba una ternura especial en la mirada, pero nunca dejaba de sorprenderle que la extraña mujer que tenía enfrente fuera su madre. Por mucho que lo intentara no podía detectar un mínimo parecido ni en el físico ni en la personalidad.
Finalmente la madre desistió de su esfuerzo y se quedó mirando el paquete con aire algo desamparado. No era uno de sus mejores días. Lisbeth Salander le acercó las tijeras que habían estado sobre la mesa, completamente visibles, todo el tiempo, y de repente a la madre se le iluminó la cara como si se despertara en ese mismo momento.
– Pensarás que soy tonta.
– No, mamá. No eres tonta. Pero la vida es injusta.
– ¿Has visto a tu hermana?
– Hace mucho que no la veo.
– Nunca me visita.
– Ya lo sé, mamá. A mí tampoco.
– ¿Trabajas?
– Sí, mamá. Me las arreglo muy bien.
– ¿Dónde vives? Ni siquiera sé dónde vives.
– Vivo en tu vieja casa de Lundagatan. Llevo allí años. Me traspasaron el contrato de alquiler.
– A lo mejor este verano quizá pueda hacerte una visita.
– Claro que sí. Este verano.
Al final, la madre consiguió abrir el regalo y olió encantada el perfume.
– Gracias, Camilla -dijo la madre.
– Lisbeth. Soy Lisbeth. Camilla es mi hermana.
La madre se avergonzó. Lisbeth Salander le propuso ir a la sala del televisor.
Mikael Blomkvist aprovechó la hora del programa televisivo navideño del Pato Donald para visitar a su hija Pernilla en casa de su ex, Monica, y su nuevo marido, que vivían en un chalé de Sollentuna. Le llevaba unos regalos a Pernilla; Monica y él habían acordado comprarle a la niña un iPod, un mp3 no mucho más grande que una caja de cerillas donde cabía toda la extensísima colección de discos de Pernilla. Un regalo un poco caro.
El padre y la hija pasaron una hora juntos en la habitación de ella, en la planta de arriba. La madre de Pernilla y Mikael se divorciaron cuando la niña sólo tenía cinco años, de modo que tuvo un nuevo padre a la edad de siete. Mikael siguió manteniendo el contacto; Pernilla lo visitaba una vez al mes y veraneaba algunas semanas en la casita de Sandhamn. No es que Monica hubiera intentado impedir el contacto, o que Pernilla no se encontrara a gusto en compañía de su padre; muy al contrario, el tiempo que pasaban juntos era para ambos muy placentero. Simplemente Mikael había dejado que su hija decidiera la frecuencia con la que deseaba verle, sobre todo desde que Monica se había vuelto a casar. Durante una época, al inicio de la adolescencia de la niña, el contacto cesó casi por completo, pero desde hacía dos años Pernilla quería a ver a su padre más a menudo.