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Por raro que parezca, Greger Beckman aceptaba completamente la relación. Erika siempre había sido sincera con su marido y cuando volvió a liarse con Mikael se lo contó de inmediato. Quizá fuera necesario tener alma de artista para aguantar una cosa así; una persona tan absorta en su propia obra creativa, o tal vez en su propia persona, que no sufriera cuando su esposa pasaba la noche con otro hombre. Incluso organizaban las vacaciones de modo que Erika pudiera irse una semana o dos con su amante a la casita de Sandhamn. Greger no le caía demasiado bien a Mikael. Nunca entendió el amor que Erika sentía por su marido, pero se alegraba de que éste aceptara que ella podía amar a dos hombres a la vez.

Además, sospechaba que Greger consideraba la relación extramatrimonial de su esposa como la salsa que daba sabor a su propio matrimonio. Pero nunca hablaron del tema.

Mikael no podía conciliar el sueño y a eso de las cuatro se rindió. Fue a la cocina y, una vez más, se puso a leer la sentencia de principio a fin. Volviendo la vista atrás, tenía la sensación de que aquel encuentro en Arholma estaba, en cierto modo, predestinado. Nunca le había quedado claro si Robert Lindberg sacó a la luz los trapicheos de Wennerström sólo para entretenerle con una jugosa historia entre brindis y brindis, o porque en realidad quería que fuera de dominio público.

Sin saber muy bien por qué, sospechaba que se trataba de lo primero, pero también podía ser que Robert, por razones personales o profesionales, quisiera hacerle daño a Wennerström y simplemente hubiera aprovechado la oportunidad de tener a un periodista a bordo comiendo de su mano. Robert estaba lo suficientemente sobrio como para ser capaz, en el momento clave de la historia, de lanzarle una mirada fija a Mikael y hacerle pronunciar las palabras mágicas que convertirían al amigo parlanchín en fuente anónima. Con eso ya le daba igual lo que contara; Mikael nunca revelaría la identidad de la fuente.

Una cosa estaba muy clara: si aquel encuentro en Arholma hubiese sido maquinado por un conspirador con el único objeto de captar la atención de Mikael, Robert no podría haberlo hecho mejor. Pero el encuentro fue fruto de la más pura casualidad.

Robert no era consciente de la magnitud del desprecio que sentía Mikael por tipos como Hans-Erik Wennerström. Después de muchos años estudiando el tema, Mikael estaba convencido de que no existía un solo director de banco o empresario célebre que no fuera también un sinvergüenza.

Mikael nunca había oído hablar de Lisbeth Salander y, afortunadamente para él, desconocía por completo el informe que ella había presentado a primera hora de esa misma mañana; pero si lo hubiese conocido, habría aprobado la afirmación de que su odio por esos impresentables empresarios no era una manifestación de radicalismo político de izquierdas. Mikael no carecía de interés por la política, pero contemplaba los «ismos» políticos con la mayor de las reservas. En las únicas elecciones parlamentarias en las que había votado, las de 1982, dio su apoyo a los socialdemócratas sin mucha convicción, simplemente porque, en su opinión, nada podía ser peor que otros tres años con Gösta Bohman como ministro de Economía y Thorbjörn Fälldin como primer ministro. O, tal vez, Ola Ullsten. De modo que, sin gran entusiasmo, votó por Olof Palme y, a cambio, se encontró con el asesinato de éste, el escándalo de la empresa armamentística Bofors y el caso Ebbe Carlsson.

El desprecio que Mikael sentía por los periodistas expertos en economía se debía, a su parecer, a algo tan simple como la moral. Según él, la ecuación era sencilla: un director de banco que, por pura incompetencia, pierde cientos de millones en disparatadas especulaciones no debe conservar su puesto de trabajo. Un empresario que se dedica a negocios con empresas tapadera debe ir al trullo. El dueño de una inmobiliaria que obliga a los jóvenes a pagar una pasta, en dinero negro, por un cuchitril con retrete en el patio debe ser denunciado y expuesto al escarnio público.

Mikael Blomkvist opinaba que el cometido del periodista económico era vigilar de cerca y desenmascarar a los tiburones financieros que provocaban crisis de intereses y que especulaban con los pequeños ahorros de la gente en chanchullos sin sentido de empresas puntocom. Tenía la convicción de que la verdadera misión del periodista consistía en controlar a los empresarios con el mismo empeño inmisericorde con el que los reporteros políticos vigilaban el más mínimo paso en falso de ministros y diputados. A un reportero político nunca se le pasada por la cabeza llevar a los altares al líder de un partido político, y Mikael era incapaz de comprender por qué tantos periodistas económicos de los medios de comunicación más importantes del país trataban a unos mediocres mocosos de las finanzas como si fuesen estrellas de rock.

Aquella actitud poco habitual entre los reporteros de economía le había llevado una y otra vez a sonados enfrentamientos con sus colegas de profesión, entre los cuales William Borg, en particular, se volvió un enemigo irreconciliable. Mikael les plantó cara a sus colegas y los criticó por traicionar su propia misión y bailar al son que tocaban esos mocosos. Bien era cierto que el papel de crítico social le había otorgado a Mikael cierto estatus y lo había convertido en un polémico invitado de las tertulias televisivas -era a él a quien llamaban para que diera su opinión cuando se pillaba a algún director ejecutivo cobrando un contrato blindado de mil millones-, pero también le había proporcionado un fiel grupo de enemigos acérrimos.

Le resultó fácil imaginarse la alegría con la que algunas redacciones habrían descorchado champán a lo largo de la noche.

Erika compartía la misma actitud respecto al papel del periodista; ya en la facultad jugaban con la idea de fundar una revista que tuviera ese perfil. Era la mejor jefa que Mikael podía imaginar: una buena administradora que sabía tratar a los colaboradores con cariño y confianza, pero que al mismo tiempo no evitaba la confrontación y que, si resultaba necesario, podía tener mano dura. Sobre todo mostraba una extrema sensibilidad y mantenía la cabeza fría a la hora de tomar decisiones sobre el contenido de los próximos números de la revista. A menudo las opiniones de ambos diferían, lo cual ocasionaba bastantes discusiones, pero también había una confianza inquebrantable entre los dos, y juntos formaban un equipo invencible. Él hacía el trabajo duro buscando la historia; ella la empaquetaba y la promocionaba.

Millennium era su proyecto común, pero la revista nunca hubiera sido posible sin la capacidad que ella tenía para buscar financiación. El chico obrero y la chica de clase alta en perfecta combinación. Erika tenía dinero. Ella misma financió los cimientos de la empresa y persuadió tanto a su padre como a varios amigos para que invirtieran considerables sumas en el proyecto.

Mikael había pensado muchas veces en los motivos por los que Erika apostó por Millennium. Era, ciertamente, socia mayoritaria y editora jefe de su propia revista, lo cual le daba el prestigio y la libertad periodística de la que difícilmente podría haber gozado en otro lugar de trabajo. Pero, a diferencia de Mikael, Erika, tras concluir sus estudios universitarios, se había dedicado a la televisión. Era valiente, salía descaradamente bien en pantalla y sabía cómo hacerles frente a los canales de la competencia. Por si fuera poco, tenía buenos contactos en la administración. Si hubiera seguido en esa línea, sin duda habría conseguido un puesto de responsabilidad en alguna cadena televisiva, un trabajo considerablemente mejor pagado. Y, sin embargo, optó por abandonarlo todo y consagrarse a Millennium, un proyecto de alto riesgo que nació en un pequeño y destartalado sótano en el suburbio de Midsommarkransen, pero que tuvo el suficiente éxito para permitirse el traslado, a principios de los noventa, al barrio de Södermalm, a unos locales más amplios y agradables sitos en Götgatan.

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