Mikael asintió con la cabeza.
– Tu hermano se mató en un accidente de coche hace unos días.
– Ya me he enterado.
– Gracias a la llamada de Anita Vanger.
Le observó inquisitivamente durante un buen rato. Luego asintió con la cabeza. Comprendió que no tenía sentido negar la evidencia.
– ¿Cómo me has encontrado?
– Pinchamos el teléfono de Anita. -Mikael tampoco le encontró sentido a no decir la verdad-. Estuve con tu hermano unos minutos antes de que muriera.
Harriet Vanger frunció el ceño. Sus miradas se cruzaron. Luego él se quitó aquel ridículo pañuelo que llevaba, se bajó el cuello de la camisa y le enseñó la marca dejada por la soga. Estaba roja e inflamada y probablemente le dejaría de por vida una cicatriz como recuerdo de Martin Vanger.
– Tu hermano me había colgado de una soga cuando mi compañera apareció y le dio una buena paliza.
Un destello apareció en los ojos de Harriet.
– Creo que es mejor que me cuentes la historia desde el principio.
Le llevó más de una hora. Mikael empezó contando quién era y a qué se dedicaba. Describió cómo Henrik Vanger le había encargado el trabajo y por qué le convenía pasar una temporada en Hedeby. Resumió los motivos del estancamiento de la investigación policial y habló de cómo Henrik, durante todos esos años, había realizado otra por su cuenta, convencido de que alguien de la familia mató a Harriet. Encendió su ordenador y le explicó cómo encontró las fotos de Järnvägsgatan, y cómo él y Lisbeth empezaron a seguir el rastro de un asesino en serie que resultaron ser dos personas.
Anocheció mientras hablaba. Los hombres se prepararon para la noche; encendieron unos cuantos fuegos y pusieron ollas a hervir. Mikael advirtió que Jeff permanecía cerca de su jefa en todo momento, mirando desconfiadamente a Mikael. El cocinero les sirvió la comida. Abrieron otra cerveza. Cuando Mikael acabó de contar su historia, Harriet se quedó un rato en silencio.
– Dios mío -dijo de pronto.
– Pasaste por alto el asesinato de Uppsala.
– Ni siquiera lo descubrí. Estaba tan contenta por la muerte de mi padre y porque la violencia se había acabado que… Nunca se me ocurrió que Martin… -Se calló-. Me alegro de que esté muerto.
– Te entiendo.
– Pero tu historia no explica cómo comprendisteis que yo seguía viva.
– Una vez dedujimos lo que ocurrió, no resultó muy difícil sacar la conclusión del resto. Para poder desaparecer necesitabas ayuda. Anita Vanger era tu confidente y realmente la única opción lógica. Os habíais hecho amigas y ella pasó el verano contigo. Os alojasteis en la cabaña de Gottfried. Si confiabas en alguien, tenía que ser en ella; además, ella acababa de sacarse el carné de conducir.
Harriet Vanger lo observó sin inmutarse.
– Y ahora que sabes que estoy viva, ¿qué vas a hacer?
– Se lo contaré a Henrik. Merece saberlo.
– ¿Y luego? Eres periodista.
– Harriet, no voy a descubrirte. Ya he cometido tantas negligencias profesionales en todo este lío que, sin duda, la Asociación de Periodistas me echaría de sus filas si se enterara. Una falta más o menos no importa, y no quiero enfadar a mi vieja canguro -dijo, intentando bromear.
Ella no le encontró la gracia.
– ¿Quiénes saben la verdad?
– ¿De que estás viva? Ahora mismo sólo tú, yo, Anita y mi compañera Lisbeth. Dirch Frode estará enterado de unos dos tercios de la historia, pero todavía cree que moriste en los años sesenta.
Harriet Vanger pareció reflexionar sobre algo. Dirigió la mirada a la oscuridad. De nuevo Mikael tuvo la desagradable sensación de encontrarse en una situación de peligro, y se acordó de que Harriet Vanger tenía una escopeta, a medio metro de ella, apoyada contra la lona de la tienda. Luego sacudió la cabeza y dejó de imaginarse cosas. Cambió de tema.
– Pero ¿cómo has acabado como criadora de ovejas en Australia? Imagino que Anita Vanger te sacó de la isla de Hedeby cuando abrieron el puente un día después del accidente; quizá te escondieras en el maletero de su coche.
– La verdad es que sólo estuve tumbada en el suelo del asiento trasero con una manta encima. Pero nadie miró allí. En cuanto Anita llegó a la isla fui a verla y le conté que tenía que huir. Has acertado en eso de que yo confiaba en ella. Me ayudó. Y se ha mantenido como una leal amiga durante todos estos años.
– ¿Cómo viniste a parar a Australia?
– Al principio, antes de abandonar Suecia, me alojé un par de semanas en la habitación de la residencia de estudiantes de Anita, en Estocolmo. Ella tenía dinero y me lo prestó generosamente. También me dejó su pasaporte. Nos parecíamos mucho y lo único que yo debía hacer era teñirme el pelo de rubio. Durante cuatro años viví en un monasterio de Italia. No es que me metiera a monja; existen monasterios donde uno puede alquilar habitaciones baratas simplemente para estar en paz y pensar. Luego conocí a Spencer Cochran por casualidad. Era unos cuantos años mayor que yo, acababa de terminar sus estudios en Inglaterra y estaba viajando por Europa. Me enamoré. Él también. Fue así de simple. Anita Vanger se casó con él en 1971. Nunca me he arrepentido. Era un hombre maravilloso. Desgraciadamente, murió hace ocho años y de repente me convertí en la dueña de la granja.
– Pero ¿y el pasaporte? ¿Nadie descubrió que había dos Anitas Vanger?
– No, ¿por qué? Una sueca que se llama Anita Vanger y está casada con Spencer Cochran… Poco importa si vive en Londres o Australia. En Londres es la esposa separada de Spencer Cochran. En Australia es la auténtica esposa, la que realmente se casó con él. Nadie compara los registros informáticos de Canberra con los de Londres. Además, pronto tuve un pasaporte australiano con el apellido Cochran. El engaño funcionó perfectamente. La historia sólo se habría estropeado si Anita se hubiera querido casar. Mi matrimonio consta en el registro civil sueco.
– Algo que ella nunca ha hecho.
– Dice que no ha conocido a nadie. Pero yo sé que ha renunciado por mí. Es una amiga de verdad.
– ¿Qué hacía en tu habitación?
– Aquel día yo no actué de manera muy racional. Tenía miedo de Martin, pero mientras él estuviera en Uppsala el problema quedaba aparcado. Luego apareció allí, en esa calle de Hedestad, y me di cuenta de que nunca jamás viviría segura. Dudé entre contárselo a Henrik y huir. Como Henrik no tenía tiempo para escucharme me puse a dar vueltas por todo el pueblo sin saber qué hacer. Entiendo, naturalmente, que aquel accidente acaparara la atención de todo el mundo, pero no la mía. Tenía mis propios problemas y apenas me enteré de la tragedia. Todo me resultaba irreal. Y me crucé con Anita, que vivía en la pequeña casa de invitados del jardín de Gerda y Alexander. Fue entonces cuando me decidí y le pedí que me ayudara. Me quedé en su casa todo el tiempo sin atreverme a salir. Pero había una cosa que debía llevarme: el diario en el que tenía apuntado lo ocurrido hasta ese momento; además, necesitaba un poco de ropa. Anita fue a buscármelo todo.
– Supongo que no podría resistir la tentación de abrir la ventana para mirar el lugar del accidente. -Mikael reflexionó un instante-. Lo que no entiendo es por qué no acudiste a Henrik, tal y como tenías pensado.
– ¿Tú qué crees?
– La verdad es que no lo sé. Estoy convencido de que Henrik te habría ayudado; se habría encargado en el acto de que Martin no le hiciera daño a nadie más y, claro está, no te habría puesto en evidencia. Lo habría llevado todo discretamente con algún tipo de terapia o tratamiento.
– No has entendido lo que ocurrió.
Hasta ese momento, Mikael sólo se había referido a los abusos sexuales que Gottfried cometió con Martin, dejando en el aire lo sucedido con Harriet.
– Gottfried abusó de Martin -dijo Mikael cuidadosamente-. Sospecho que también abusó de ti.