Mikael y Lisbeth estuvieron sentados en el jardín durante una hora intentando encajar las piezas del rompecabezas. Se percataron de que los dos, cada uno por su lado, habían identificado a Martin Vanger como la que les faltaba.
Ella nunca descubrió la foto que Mikael había dejado sobre la mesa de la cocina. Tras estudiar las imágenes de las cámaras de vigilancia, llegó a la conclusión de que Mikael había hecho alguna tontería. Así que Lisbeth tomó el camino de la orilla del estrecho hasta la casa de Martin Vanger, donde miró por todas las ventanas sin ver ni una sola alma. Comprobó cuidadosamente todas las puertas y ventanas de la planta baja. Al final subió trepando al piso superior y entró por un balcón abierto. Se movió con sumo cuidado al registrar la casa habitación por habitación, lo cual le llevó mucho tiempo. Al cabo de un rato encontró la puerta que bajaba al sótano. Martin había cometido una negligencia: había dejado entreabierta la puerta de la cámara del terror, con lo cual Lisbeth se dio perfectamente cuenta de la situación.
Mikael le preguntó qué había oído de lo que dijo Martin.
– No mucho. Llegué cuando te estaba haciendo preguntas sobre lo que le ocurrió a Harriet, justo antes de que te colgara en la soga. Os dejé durante algunos minutos mientras subí a buscar un arma. Encontré los palos de golf en un armario.
– Martin Vanger no tenía ni idea de lo que ocurrió con Harriet -dijo Mikael.
– ¿Le crees?
– Sí -afirmó Mikael sin el menor atisbo de duda-. Martin Vanger estaba más loco que un turón rabioso…, ¿de dónde diablos sacaré yo todas estas metáforas…?, pero confesó todos los crímenes que había cometido. Sin tapujos. La verdad es que creo que quería impresionarme. Pero cuando hablamos de Harriet se mostró tan ansioso como Henrik Vanger por averiguar lo sucedido.
– Así que… ¿adonde nos lleva eso?
– Sabemos que Gottfried Vanger fue el autor de la primera serie de asesinatos, entre 1949 y 1965.
– Vale. E instruyó a Martin Vanger.
– ¡Vaya familia más disfuncional! -dijo Mikael-. En realidad, Martin nunca tuvo una oportunidad.
Lisbeth Salander le echó una extraña mirada.
– Lo que me contó Martin, aunque de manera fragmentada, fue que su padre lo inició cuando entró en la pubertad. En 1962 presenció el asesinato de Lea, la de Uddevalla. Por aquel entonces tenía catorce años. Estuvo también en el asesinato de Sara en 1964. En aquella ocasión participó activamente. Ahí ya tenía dieciséis.
– ¿Y?
– Dijo que no era homosexual y que, a excepción de su padre, nunca había tocado a un hombre. Eso me hace pensar que… bueno, lo único que podemos concluir es que su padre lo violaba. Seguramente los abusos se prolongarían durante mucho tiempo. Fue, por decirlo de alguna manera, educado por su padre.
– ¡Y una mierda! ¡Eso son gilipolleces! -dijo Lisbeth Salander.
De repente su voz sonó extremadamente dura. Mikael la contempló perplejo. La mirada de Lisbeth era firme. Allí no había ni una pizca de compasión.
– Martin tuvo exactamente las mismas oportunidades que cualquiera para rebelarse. Fue su propia decisión. Asesinaba y violaba porque le gustaba.
– Vale, de acuerdo. No digo que no. Pero Martin era un chico sometido a la autoridad de su padre, quien lo marcó de por vida, al igual que Gottfried fue subyugado por el suyo, el nazi.
– ¿Ah, sí? Entonces estás partiendo del principio de que Martin no tenía voluntad propia y de que la gente se convierte en aquello para lo que ha sido educada.
Mikael sonrió prudentemente:
– ¿He tocado un punto sensible?
De repente, los ojos de Lisbeth se encendieron con una rabia contenida. Mikael se apresuró a continuar.
– No quiero decir que las personas se vean marcadas únicamente por su educación, pero creo que ésta desempeña un papel fundamental. Gottfried sufrió las constantes palizas de su viejo durante muchos años. Eso deja huella.
– Gilipolleces -insistió Lisbeth-. Gottfried no es el único niño que ha sido maltratado. Y eso no le da carta blanca para ir matando mujeres. Esa elección la hizo él mismo. Y Martin también.
Mikael levantó una mano.
– No discutamos por eso. No te enfades conmigo.
– No me enfado contigo. Es sólo que me parece patético que los cabrones siempre echen la culpa a los demás.
– Vale. Tienen una responsabilidad personal. Luego lo hablaremos. A lo que iba era que Martin tenía diecisiete años cuando Gottfried murió, de modo que nadie pudo guiar sus pasos e intentó seguir los de su padre. En febrero de 1966, en Uppsala… -Mikael alargó la mano para coger uno de los cigarrillos de Lisbeth-. No pienso ponerme a especular sobre los instintos que Gottfried procuraba satisfacer ni sobre cómo él mismo interpretaba sus propios actos. Tal vez un psiquiatra podría interpretar esa especie de empanada mental bíblica que, en cualquier caso, trata sobre el castigo y la purificación. Y me importa una mierda de cuál de las dos se trate. Era un asesino en serie.
Meditó un segundo antes de continuar.
– Gottfried quería matar a mujeres y disfrazaba sus actos con algún tipo de razonamiento seudorreligioso. Pero Martin ni siquiera fingía tener una excusa. Estaba organizado y asesinaba sistemáticamente. Además, poseía dinero de sobra para invertir en su pasatiempo. Y era más listo que su padre. Cada vez que Gottfried dejaba un cadáver tras de sí, significaba que una investigación policial se abría y existía un riesgo de que alguien lo descubriera o, por lo menos, relacionara los distintos asesinatos.
– Martin Vanger construyó su chalé en los años setenta -dijo Lisbeth, pensativa.
– Creo que Henrik mencionó el año 1978. Probablemente encargó una cámara de seguridad para archivos importantes o cosas similares. Le construyeron una habitación sin ventanas, insonorizada, con una puerta blindada.
– Ha tenido la habitación durante veinticinco años.
Permanecieron callados un rato mientras Mikael pensó en los horrores que seguramente habrían tenido lugar en la idílica isla de Hedeby durante el último cuarto de siglo. Lisbeth no necesitó imaginarse nada de eso: había visto la colección de películas de vídeo. Advirtió que Mikael se estaba tocando el cuello inconscientemente.
– Gottfried odiaba a las mujeres y enseñó a su hijo a odiarlas también, al mismo tiempo que lo violaba. Pero eso escondía algo más… Creo que Gottfried fantaseaba con la idea de que sus hijos compartieran su pervertida, por no decir algo peor, visión del mundo. Al preguntarle sobre Harriet, su propia hermana, Martin dijo: «Intentamos hablar con ella. Pero no era más que una simple puta; pensaba contárselo a Henrik».
Lisbeth asintió con la cabeza.
– Ya lo oí. Fue más o menos entonces cuando llegué al sótano. Eso significa que ya sabemos de qué iba a tratar su misteriosa conversación con Henrik.
Mikael frunció el ceño.
– No del todo. -Reflexionó un rato y prosiguió-: Piensa en la cronología. Ignoramos cuándo violó Gottfried a su hijo por primera vez, pero se lo llevó cuando asesinó a Lea Persson en Uddevalla, en 1962. Se ahogó en 1965. Antes, él y Martin intentaron «hablar» con Harriet. ¿Qué se deduce de ello?
– Que Gottfried no sólo abusó de Martin. También de Harriet.
Mikael asintió.
– Gottfried era el profesor. Martin el alumno. Harriet era su… ¿qué?… ¿su juguete?
– Gottfried le enseñó a Martin a follarse a su hermana -dijo Lisbeth, señalando las fotos polaroid-. Resulta difícil determinar su actitud partiendo de estas fotos, ya que no se le puede ver la cara, pero está claro que intenta ocultarse.
– Digamos que empezó cuando tenía catorce años, en 1964. Ella se opuso, «no podía aceptarlo», dicho con la expresión de Martin. Fue eso lo que amenazaba con contar. Martin, sin duda, no tendría mucho que decir; se sometería a la voluntad de su padre, pero ambos habían creado algún tipo de… pacto en el que intentaron iniciar a Harriet.