Dragan Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander. No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.
Durante los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café, traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.
En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.
Además, tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos de Milton. La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.
Al cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades», ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.
– Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.
Armanskij todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:
– Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un yuppie al que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes aquí delante.
La mirada de Armanskij buscó el informe y por una vez alzó la voz.
– No debes leer informes confidenciales.
– Probablemente no, pero las medidas de seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche, antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.
– ¿Qué? -exclamó Armanskij, perplejo.
– Tranquilo. Lo metí en su caja fuerte.
– ¿Te ha dado la combinación de su archivador privado? -preguntó Armanskij, sofocado.
– No, no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es que ese payaso de investigador ha hecho una investigación personal que no vale una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de lo lindo.
Ella se calló. Armanskij permaneció en silencio un par de minutos hojeando el informe en cuestión. Estaba estructurado de un modo profesional, redactado en una prosa comprensible y lleno de referencias a opiniones de amigos y conocidos del sujeto en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una palabra: «Demuéstralo».
– ¿Cuánto tiempo tengo?
– Tres días. Si no puedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te despediré.
Tres días más tarde, sin pronunciar palabra, Lisbeth le entregó un informe elaborado a partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Armanskij leyó el informe varias veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía que la información resultaría correcta.
Armanskij estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había juzgado mal. La había considerado tonta, incluso tal vez retrasada. No esperaba que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía observaciones e informaciones que Armanskij no entendía en absoluto cómo podía haber conseguido.
Estaba convencido de que en Milton Security nadie habría sido capaz de obtener un historial médico confidencial de un centro de acogida de mujeres maltratadas. Cuando le preguntó cómo lo había hecho, no recibió más que respuestas evasivas.
Dijo que no pensaba revelar sus fuentes. Al cabo de algún tiempo le quedó claro que Lisbeth Salander no tenía ninguna intención de hablar de sus métodos de trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.
Reflexionó sobre el asunto un par de días.
Recordó las palabras de Holger Palmgren cuando se la envió: «Todas las personas tienen derecho a una oportunidad». Pensaba en su propia educación musulmana, de la que había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero veía a Lisbeth Salander como una persona necesitada de ayuda y de un firme apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido mucho con su deber.
En vez de despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intentó comprender de qué pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su convicción de que Lisbeth Salander sufría algún tipo de trastorno grave, pero también descubrió que tras su arisca apariencia se ocultaba una persona inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para su sorpresa, empezaba a caerle bien.
Durante los meses siguientes, Armanskij tuvo a Lisbeth Salander bajo su protección. Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara de un pequeño proyecto social. Le encomendaba sencillas tareas de investigación e intentaba darle ideas de cómo debía actuar. Ella lo escuchaba con mucha paciencia y luego llevaba a cabo la misión totalmente a su manera. Le pidió al jefe técnico de Milton que le diera a Lisbeth un curso básico de informática; Salander se pasó toda una tarde sentada en el pupitre sin rechistar, hasta que el jefe técnico, algo molesto, informó de que ya parecía poseer mejores conocimientos de informática que la mayoría de la plantilla.
Pronto Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para Armanskij.
Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.