Yo sabía que no encontrarían a nadie. Había captado el mensaje. Oí que Wilson mascullaba obscenidades. Se acercó a la puerta.
– ¿Es ésa? -preguntó.
Asentí.
– Bien -dijo el detective-. Es todo lo que ha dejado.
Pero se equivocaba.
Martínez nos llamó de pronto. Seguí a los detectives hacia el interior.
– ¿Veis eso? -dijo.
Señaló la silla de ruedas. En medio del asiento había una casete. Wilson se quedó mirándola por un momento.
– ¿Llevas el aparato? -me preguntó.
Extraje la grabadora portátil del bolsillo de mi chaqueta.
– Muy bien -dijo Wilson-. Veamos qué tiene que decirnos ese hijo de puta.
Con el extremo de un lápiz, levantó la cinta del asiento y, sin tocarla con los dedos, la colocó en el aparato. Pulsé la tecla de reproducción y, por un momento, lo único que oímos fue un siseo.
Y luego una risa.
Ésta se prolongó, cada vez más fuerte, durante treinta segundos, quizás un minuto, y luego cesó bruscamente. De pronto, la habitación parecía vacía. La cinta giraba en silencio y apagué la grabadora. Salí al rellano y miré al cielo. Divisé la estela blanca de un avión militar que surcaba el azul celeste. En torno a mí, el descansillo se llenó de policías y técnicos. Oí la voz de Nolan y el chasquido de la cámara de Porter, que estaba en la puerta, tomando fotografías de la silla de ruedas abandonada. Pero el sonido de las voces de apagó en mis oídos. Lo único que oía era esa risa hipnótica.
Nolan estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, tecleando con el ceño fruncido mientras observaba las palabras contra el fondo gris.
– Maldición -farfulló.
Corrigió una oración: algunas palabras desaparecieron y otras ocupaban su lugar.
– Maldición -repitió. Se apartó de la pantalla-. No tengo la menor idea de cómo vamos a decir esto.
Sus ojos se desviaron hacia la oficina del jefe de redacción. Una vez más, frunció el entrecejo y se volvió hacia la pantalla.
Yo había redactado un artículo sobre la irrupción de la policía en el apartamento y lo que habían descubierto. En lenguaje periodístico conciso y adecuado, había escrito que el hombre de la silla de ruedas era, con toda probabilidad, el asesino. Habíamos tocado el tema de forma evasiva, tratando de pasar de puntillas sobre lo obvio y de disimular mi propia estupidez. Era con ese texto con el que Nolan estaba batallando.
– El problema -se lamentó- es que no sabemos cuánto de lo que dijo es verdad. Quiero decir: ¿cómo podemos escribir que nos contó una sarta de mentiras si no lo sabemos con seguridad? Aquel hombre, O'Shaughnessy, por ejemplo. Supón que sólo lo modificó ligeramente, que el verdadero teniente se llamaba O'Hara o Malone, o tenía algún otro apellido irlandés. No me extrañaría.
Centró su atención de nuevo en la pantalla y cambió algunas palabras más.
– Aún están esperando -dije.
Martínez y Wilson estaban al fondo de la redacción, sentados a un escritorio desocupado, con la mirada fija en nosotros. Los detectives habían llegado después de interrogar al administrador del edificio de apartamentos y a los vecinos. Nadie parecía saber gran cosa. Un hombre llegó, pagó al contado y por adelantado el alquiler de una semana y nadie volvió a verlo. Llevaba sombrero y gafas de sol. No habló mucho. En aquel edificio se hacían pocas preguntas, especialmente cuando había dinero en efectivo de por medio.
– Lo sé -dijo Nolan-. ¿Por qué no vas con ellos? y trae el bosquejo, para que podamos publicarlo junto con el artículo. Mientras tanto, yo seguiré con esto.
Asentí y lo observé mientras él continuaba dándole vueltas a la historia.
Me asaltó una especie de sensación de pérdida al verlo manipular mis palabras. Era el primer artículo, desde el primer asesinato, que había sido sometido a una corrección tan minuciosa. Sentí que el texto dejaba de ser mío. Me disponía a protestar al ver que introducía un nuevo cambio, pero me contuve. Hice una seña a los dos detectives y extendí el brazo para agarrar mi chaqueta, que estaba colgada sobre la silla.
Entonces sonó el teléfono.
Lo primero que pensé fue «Otra vez no, por favor».
Los incesantes timbrazos me incitaban, tentadores, a contestar. Miré a los dos detectives. Tenían los ojos clavados en mí. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular.
– Hola -dije, en voz baja.
Lo único que oí fue una serie de carcajadas.
– ¡Usted! -exclamé, en voz tan alta que todo movimiento cesó de golpe en la oficina.
Martínez y Wilson se encaminaron hacia mí. Nolan, en su oficina, dejó de trabajar.
– Bien -dijo el asesino, cuando la risa se interrumpió de pronto-. Usted quería un encuentro. Quería una historia de guerra. Ya la tiene.
– ¿Por qué? -pregunté.
No respondió a mi pregunta.
– Ya ve -prosiguió-, usted no es inmune.
– Maldición, ¿por qué? -grité-. ¿Qué está haciendo?
– Nadie está a salvo -dijo-. Usted pensaba que lo estaba. En la universidad. Estudiando. Manifestándose. Bebiendo cerveza, divirtiéndose. Y ahora resulta que no hay prórrogas.
– ¿A qué se refiere? -pregunté. Estaba furioso.
Su voz se suavizó y adquirió un tono muy frío y tranquilo.
– Yo también estudio -dijo-. Hábitos, rutinas, horarios. Es sorprendente lo organizadas, lo regulares que son nuestras vidas en realidad.
– ¿De qué habla?
– Sólo hace falta ponerse una chaqueta blanca. Tal vez un estetoscopio plegado, colgando de un bolsillo. Entonces uno se vuelve invisible, lo que le permite verificar cualquier horario, especialmente uno que está expuesto muy a la vista.
Christine, pensé de pronto.
– Bueno -continuó-, imaginemos que alguien quiere conocer a una persona en particular; una enfermera, digamos. Él sabría cuándo ella sale del hospital, cuándo cruza el gran aparcamiento hasta su plaza reservada. Y suponga que su coche no arranca. ¿Cómo sabría ella que alguien ha cortado el cable de la batería? Y, piénselo, ¿rechazaría ella la ayuda de un joven con aspecto de interno o de residente, que pasara por allí en ese momento y se ofreciera a llevarla a una estación de servicio? Sus intenciones verdaderas, por supuesto, serían muy diferentes.
– ¡Déjela en paz! -le grité-. ¡Ella no ha hecho nada!
– Mire la hora -dijo el asesino-. Ya está hecho.
Colgó bruscamente. La línea quedó muerta.
Me volví hacia el reloj de pared. Faltaban cinco minutos para las cuatro de la tarde. La hora a la que ella salía del hospital.
– ¿Y bien? ¿Qué ha dicho?
Era Nolan. Wilson estaba a su lado, rebobinando la cinta.
Tomé el teléfono y marqué el número de la enfermería. Me equivoqué y, maldiciendo, volví a marcar.
– ¡Christine! -grité cuando una voz me respondió.
– Creo que ya se ha marchado -fue la respuesta.
– ¡No!
– Lo siento -dijo la mujer-. Se ha ido.
– ¡No! ¡Maldición, deténgala!
– ¿Quién habla? -preguntó la voz, con un deje de suspicacia.
– ¡Que la busquen! -grité-. ¡Está en peligro!
– Lo siento -repitió ella con serenidad, el tono calmo de una enfermera acostumbrada a lidiar con familiares alterados-. Debo saber con quién hablo.
– ¡Por Dios, habla Anderson, su novio! ¡Ahora, por favor, deténgala!
– Ah, señor Anderson, no he reconocido su voz. Espere mientras la mando buscar.
Apreté el auricular con fuerza, intentando ahuyentar las imágenes que me venían a la mente: el aparcamiento, su coche inutilizado, el súbito ofrecimiento de ayuda. Alrededor de mí, oía a Wilson, Martínez y Nolan, que intentaban preguntarme qué ocurría. Entonces la enfermera se puso de nuevo al aparato.
– Lo siento, señor Anderson, pero no contesta. Tal vez ya haya salido del edificio.
Colgué el teléfono de un golpe.
No podía pensar en nada más que en darme prisa.
El tráfico de la tarde parecía interponerse en mi camino. Yo avanzaba zigzagueando por las calles, saltándome semáforos en rojo, dando bocinazos sin parar y haciendo caso omiso de los gritos y las imprecaciones de los peatones y de los demás conductores. Viré bruscamente para evitar una colisión y obligué a otro automóvil a subir al bordillo, pero apenas me percaté de ello. Lo veía todo como una serie de diapositivas. Sabía que los dos detectives me seguían, pero no les prestaba atención. Recuerdo que el sol daba de lleno sobre el parabrisas y me cegaba; levanté la mano para protegerme los ojos, como si así pudiera expulsar todo el terror que había en mí.