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El dueño lanzó una mirada fría al vendedor, que estaba tras la caja registradora.

– Entonces, señor, usted necesita algo que la dama pueda manejar. Supongo que ella no es particularmente corpulenta.

– Es verdad -dijo el hombre-, es más bien menuda. Tiene miedo, y quiero comprarle algo que la haga sentirse más tranquila. -El hombre de negocios se volvió hacia mí y hacia algunas de las demás personas que esperaban ser atendidas-. Creo que está preocupada por estos asesinatos.

– Y no le falta razón -observó una mujer.

– Todos lo estamos -añadió un hombre con camisa de sport.

– Pero no es sólo este asesino -dijo la misma mujer-. Hay demasiados delitos. Y la policía no parece capaz de hacer nada al respecto. Sólo vienen y toman declaración. Eso es lo que hicieron cuando alguien entró a robar en casa. -Me miró y reparó en que tomaba notas-. ¿Es usted periodista?

– Así es.

– Bueno, puede citarme, pero no quiero que publiquen mi nombre…

El hombre de negocios intervino otra vez en la conversación.

– Lo que me preocupa es que cualquier sinvergüenza que venga aquí en busca del sol y de la vida fácil vea las noticias y decida aprovecharse de la situación. Es decir, ¿quién le impide hacer una de las suyas y luego cargarle el muerto a este asesino? La policía no sabrá qué diablos pensar.

Hubo un coro de asentimientos. El hombre de la camisa de sport nos enseñó un 38 especial.

– Bueno -dijo-, quizás esto ayude a disuadirlo. Y pienso luchar porque eso no cambie. Recuerden que la Constitución dice que todos tenemos derecho a adquirir y portar armas. Bueno, maldición, no pienso dejar que cualquier loco asesine a mi familia sin plantarle cara.

Se oyeron más expresiones de aprobación. El dueño los interrumpió para recuperar la atención del hombre de negocios.

– Si lo desea, señor, puedo mostrarle alguna automática ligera.

El hombre se volvió de nuevo hacia él.

– Sí, está bien. Pero también me llevaré esta Python. Y un poco de munición. ¿Adónde puedo ir para practicar? No he disparado un tiro desde que cumplí el servicio militar.

– Bien, señor. -El dueño me miró-. Tenemos un campo de tiro, puede probarla allí. Si lo desea, le reservaré hora en una galería de tiro. Ahora bien -dijo, acercándose a la vitrina-, aquí hay algo para su esposa. -Era una nueve milímetros niquelada-. Pesa un poco más que las que suelo recomendar -prosiguió el armero sin abandonar su tono sereno y servicial-. Pero, por otra parte, corren tiempos especiales. Quizá quiera compararla con ésta.

Le tendió al hombre una automática del calibre 25 con un acabado negro, pulido, brillante.

– Bien -dijo el hombre de negocios. Luego se volvió hacia a mujer que esperaba-. Tal vez usted pueda ayudarme: mi esposa es apenas un poco más menuda que usted.

– Con gusto -respondió la mujer; dio un paso al frente y empuñó las armas.

Supongo que las reacciones que vi en la tienda de armas eran predecibles. También lo era la escena en el parque Morningside, cerca de los columpios donde jugaban los niños. Sus voces parecían elevarse hasta el cielo, transportadas por la brisa que se colaba entre los grandes árboles de la bahía. Había un grupo de mujeres sentadas en bancos cerca de los cajones de arena. Tenían un aire vigilante, receloso, expectante.

– Los niños tienen que jugar -dijo una de ellas, sin quitar ojo a los chiquillos de los columpios-. Ellos no comprenden el peligro como nosotros. Y uno no puede mantenerlos encerrados en casa: eso sólo les provocaría pesadillas. No se les puede explicar, porque esos crímenes son inexplicables, especialmente para un niño. Por eso… -Hizo una pausa y se volvió hacia las otras mujeres, que movían la cabeza en señal de asentimiento-. Por eso traemos aquí a los niños para que jueguen como cualquier día de verano, como si no ocurriera nada malo. Pero la realidad es otra, se respira en el ambiente.

Otra mujer se unió a nosotros, estirándose la manga de la camisa, con ansiedad.

– ¿Qué se puede hacer si una tiene hijos mayores? De once, doce años o adolescentes. ¿Cómo hacer que se queden en casa? ¿Cómo protegerlos?

Se apartó de la sien un mechón de cabello entrecano y dirigió la mirada por un momento hacia el agua, más allá de los troncos marrones de los árboles y de las sombras que éstos proyectaban sobre el césped.

– Estoy muy preocupada -prosiguió-. Les advierto a mis hijos que no deben ir solos a ninguna parte. Les digo que regresen antes del anochecer. Les digo que, si no las tienen todas consigo, llamen a casa o a los vecinos y, si ven algo sospechoso, telefoneen a la policía o pidan ayuda o hagan algo. Pero usted sabe que todos los consejos., las órdenes y la protección del mundo no bastan para mantener a salvo a un chico de esa edad. Ellos no conocen el miedo. Dios mío, esa pobre muchacha iba caminando sola de noche y subió al coche de ese hombre. ¿Cómo se les enseña a tener miedo?

– Es como una enfermedad -agregó la primera mujer-. Como… como si todos los males que han permanecido ocultos durante los últimos años de pronto se hubiesen desatado aquí. Nada menos que en Miami. Uno pensaría que estas cosas sólo pasan en Washington, en Chicago o en Nueva York, o tal vez en San Francisco… pero Miami parece un lugar tan inocente… -Levantó la vista hacia el sol-. ¿Cómo puede ser capaz un hombre de hacer algo así? -preguntó-. Y ¿cuántas veces lo repetirá?

Porter alzó la mirada de sus cámaras y lentes.

– ¿Por qué iba a detenerse?

– ¿Cómo dice? -inquirió la primera mujer.

– Él quiere que tengamos miedo. Quiere que todo el mundo tenga pesadillas. Por eso hace lo que hace. Mientras usted y yo y todos en esta ciudad reaccionemos como personas normales, con temor y aprensión, con… oh, maldición, con miedo, usted me entiende. Él cuenta con eso. -Se volvió hacia mí-. ¡Y no hay más que ver cómo lo ayudamos!

En el trayecto de regreso, en el coche, le pregunté qué lo había movido a cambiar de actitud.

– Creía que esto no era más que una noticia para ti. ¿Qué ocurre?

– Me estoy volviendo cínico -respondió-. Más de lo que jamás pensé que podría llegar a ser.

– Eso fue lo que me llamó Nolan -dije-. Cínico.

– Tiene razón. Todos lo somos. Pero no tengo por qué sentirme orgulloso.

– Te volverás loco -señalé.

Aferró el volante con fuerza y viró a la derecha para adelantar a otro automóvil, luego aceleró y regresó al carril izquierdo. Circulábamos a toda velocidad por Biscayne Boulevard entre los edificios de oficinas, los árboles de las urbanizaciones exclusivas. Era una zona de contrastes: un centro financiero por el que iban y venían hombres atildados y mujeres con ropa de diseño daba paso a un conjunto de moteles con letreros que proclamaban que disponían de camas de agua y un circuito cerrado de televisión en el que emitían películas porno. Me fijé en una prostituta que estaba en una esquina. Llevaba una peluca con un moño algo deshecho, cuyos rizos le caían como una cascada oscura sobre los hombros. Llevaba una blusa rosa con un escote por el que prácticamente se le salían los pechos y pantalones cortos rojos que dejaban al descubierto parte de las nalgas. Se percató de que la miraban justo en el instante en que el semáforo cambiaba de color. Me sonrió y me hizo señas con el dedo para que me acercara. Sacudí la cabeza y ella frunció los labios.

Porter pisó el acelerador a fondo y dejamos atrás el cruce rápidamente.

– Supongo que sí -dijo-. A veces, los contrastes son demasiado fuertes para mí. -Vaciló y me miró de reojo-. ¿Sabes qué estaba haciendo antes de que vinieses a buscarme al cuarto oscuro para que te acompañase a Miami Beach? Estaba revelando mi encargo anterior. Eran fotos para la sección de vida y estilo; creo que el artículo se titulaba «Moda para el calor veraniego». Las tomé en un parque. Estaba allí con el redactor de la sección, tres modelos y un par de relaciones públicas. Las muchachas llevaban puestos trajes de baño y pareos. Tratábamos de fotografiadas en poses provocativas pero que no resultaran ofensivas para los lectores de nuestro «periódico familiar». -Pronunció las dos últimas palabras con sarcasmo-. Más tarde me reí al pensar el cuidado exquisito que puse en sacar fotos de buen gusto de aquellas chicas tan guapas para después asistir a la escena más repugnante que jamás haya visto. Y eso está bien, es material de primera plana. Sé que parece una hipocresía, pero fotografiar a esos pobres ancianos tendidos en el suelo me hizo sentir sucio. Me hizo sentir que el demente era yo, por enfocar sus cadáveres con mi cámara y robarles la poca dignidad que les quedaba. A veces pienso que soy un parásito. Todos lo somos.

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