– ¿Por qué estaban desnudos? -pregunté. Martínez se encogió de hombros y desvió la mirada. Wilson clavó en mí los ojos y dijo:
– Yo creo que no es más que un sádico. Nada de sexo, pero tal vez quería humillarlos. Claro que es sólo una hipótesis.
Asentí.
Me costó mucho tiempo redactar la crónica. Nolan pasó un rato rondando la máquina de escribir, juzgando los adelantos, y luego regresó a su oficina. Estuve dándole vueltas al tema principal, escribiendo una y otra vez la misma combinación de palabras; pareja de ancianos, escena sangrienta, asesinatos estilo ejecución, llamada telefónica. No oía más que la voz del asesino al darme la dirección. No veía más que los dos cuerpos tendidos en el suelo.
Me puse a pensar en las víctimas, el señor y la señora Stein. Él era dueño de una tienda de ropa y accesorios para caballero en Long Island y ella era ama de casa. Tenían dos hijos; uno de ellos era médico y vivía en Nueva York. Ellos se habían retirado a Miami Beach doce años antes, cuando empezaron a sentir que el viento del nordeste les helaba los huesos. Pensé en lo comunes, lo aterradoramente típicas que eran esas dos personas.
Andrew Porter salió del estudio fotográfico y se dirigió hacia mí. Tenía el rostro impasible, el ceño fruncido y un brillo de furia en los ojos. Se detuvo por un momento al otro extremo de mi escritorio, con la vista fija en la hoja escrita que sobresalía de la máquina de escribir.
– Toma -dijo-. Esto te ayudará a describir la escena. Dejó caer un puñado de fotos sobre mi escritorio.
Nolan se acercó y, unos segundos después, estábamos rodeados de reporteros y redactores. Miré las fotos; eran las que Porter había tomado en el interior de la casa. En blanco y negro, aquellas imágenes resultaban aún más impactantes. Si hubiesen sido en color, habrían tenido un aspecto surrealista, irreal, pero los implacables tonos de gris transmitían todo el horror.
Se oyeron algunas exclamaciones, palabrotas ahogadas, silbidos de impresión mientras las fotos pasaban de mano en mano. Había una de los dos cadáveres, otra de las manchas de sangre en la pared, otra de las heridas en la parte posterior del cráneo de los ancianos y una, tomada desde un lado para reducir al mínimo el reflejo del flash, de los números escritos en sangre en el gran espejo. Nolan la levantó.
– Publicaremos ésta -dijo. Se volvió hacia Porter-. Supongo que estás revelando algunas más que podremos sacar en el periódico, ¿no?
Porter hizo un gesto de asentimiento.
– Está bien -dijo Nolan-. El plazo de entrega se nos viene encima. -Me miró-. Vamos.
Me incliné una vez más sobre la máquina y coloqué una hoja en blanco en el rodillo. La multitud que rodeaba mi escritorio se dispersó rápidamente y, por un momento, sentí que iba a la deriva, mientras las palabras se arremolinaban en mi mente. Poco a poco se aclararon y comencé a mover los dedos con rapidez sobre el teclado, viendo las palabras saltar a la hoja. Ahuyenté los pensamientos de los últimos minutos de vida de los ancianos y los reemplacé por una sucesión de oraciones breves.
Era como si al describir lo que había visto, lo que había olido, lo que había oído, la realidad de todo eso quedase circunscrita al artículo, bien presentada y lista para su consumo por parte de los cientos de miles de lectores que aguardaban en la creciente oscuridad de la noche.
Estaba escribiendo de nuevo. A salvo.
Esa noche, antes de volver a casa, fui al bar con Nolan, Porter y otros colegas. Nos adueñamos de un par de mesas en un rincón, lejos de la máquina de discos de la que salía música country a todo volumen. Había algunos hombres de prensa y conductores de reparto sentados a la barra. Vi que nos miraban con curiosidad antes de devolver su atención a las latas de cerveza que tenían frente a sí ya la música, con la vista perdida en la oscuridad. La camarera trajo las copas a la mesa y sorteó el comentario de un redactor acerca de sus piernas con una breve sonrisa y las cejas arqueadas. Hubo un estallido de risas; yo me recosté en la silla y me llevé la botella de cerveza a la frente, notando el frescor que penetraba en mi piel. Cuando tomé el primer trago, el líquido se deslizó por mi garganta con rapidez y me hizo sentir extrañamente bien, aliviado.
– ¿Creéis que le estamos dando alas a este tipo? -preguntó Nolan-. ¿Que, cuanta más publicidad le demos, más alicientes tendrá para matar?
Varias voces respondieron al mismo tiempo. Cerré los ojos, escuchando las palabras, meciéndome en la silla.
– Claro que no -repuso alguien-. Sólo estamos cubriendo la noticia como debe cubrirse.
– No lo sé -replicó otra persona-. ¿La estamos cubriendo o estamos participando en ella?
– Os diré algo -intervino Porter-, a juzgar por la escena de hoy, todo lo que ha hecho este tipo hasta ahora no es más que un precalentamiento.
– Pero ¿qué insinúas? -protestó una de las voces-. ¿Que debemos dejar de informar sobre esto para no darle alicientes al asesino? Demonios, no me importa si se carga a mil personas; nosotros tenemos que cumplir con nuestro debe como periodistas. Por Dios, no somos policías.
– Sin embargo -terció Nolan-, en los secuestros, por ejemplo, siempre cooperamos. Ocultamos los datos hasta que se captura a los culpables o hasta que se rescata a la persona (o ésta aparece muerta). Pero colaboramos con ellos para aseguramos de no poner en mayor riesgo a los secuestrados. Imaginaos que dejamos de publicar artículos sobre este caso: continuamos con la investigación y con las entrevistas, pero no las sacamos en el periódico. Luego, cuando atrapan al tipo, lo escribimos todo. ¿Qué tendría eso de malo?
Varios de los presentes hablaron al mismo tiempo.
– La competencia, la televisión, la radio, todo el mundo lo publicaría. Nos quedaríamos solos en esto.
– No lo sé -dijo Nolan.
– Además, el asesino podría llamar a otro periódico -señaló alguien-. Y dejarnos fuera de juego.
Entonces se impuso el silencio. Sólo se oía la música y el entrechocar de vasos en la barra. Este último argumento, pensé, tenía sentido para todos. Abrí los ojos.
– Generosidad de cara a la galería -murmuré.
Nolan se volvió hacia mí.
– ¿Qué?
– Generosidad de cara a la galería, o como quieras llamarlo; da igual. A fin de cuentas, el fondo del asunto es que, con independencia de cuántos asesinatos cometa este tipo, de lo repugnantes que sean los crímenes y de lo estrecha que sea nuestra conexión con ellos, el periódico siempre cubrirá la noticia. No podemos hacer otra cosa. No estamos equipados para reaccionar como una organización responsable, como la burocracia o como la policía. Las cosas suceden, nosotros las difundimos. Para nosotros, siempre habrá otra historia más importante, más escandalosa, que provocará más crispación o alarma. Tal vez eso no suceda dentro de un mes o dentro de un año, pero ocurrirá. Y entonces todos nos volcaremos en esa historia y nos olvidaremos por completo de ésta. Hace un año, en Washington, el Post acabó con el presidente, pero ahora todo el mundo se pregunta: «¿Qué han hecho últimamente?» Ésa es la esencia de esta profesión: el preguntarte qué has hecho últimamente. Tenemos suerte de que haya locos como este asesino que, de vez en cuando, nos ayudan a hacer nuestro trabajo.
Finalicé mi discurso y me serví la cerveza que quedaba en la botella. Contemplé la espuma, que subió por un instante y luego empezó a deshacerse, dejando un cerco blanco en el borde del vaso. En torno a mí se oyó un coro de voces, que en su mayor parte expresaban aprobación. No obstante, Nolan me miró fijamente por encima de su vaso.
Más tarde, salimos los dos solos.
– ¿De veras eres tan cínico? -preguntó.
– ¿Tú qué crees?
– Es lo que pareces. Y también eres un mentiroso.
– ¿Y eso? -inquirí, con una risotada.
Él no se rió.
– Te he visto esta noche, con la mirada clavada en las hojas. Sabía lo que pasaba por tu mente en ese momento. Estabas buscando la escalera, el pasadizo. Cuando un policía llega al escenario de un crimen, bromea, ríe, hace comentarios sarcásticos: es su manera de crear una barrera mental arbitraria entre sí mismo y la escena, como diciendo: «Yo no pertenezco a ese mundo.» Para nosotros es más fácil. Lo hacemos con palabras. Recuerdo que cuando yo trabajaba para Los Angeles Times, teníamos un corrector de estilo, un viejo de aquellos que van por ahí con quemaduras de cigarrillo en los pantalones y migajas en la camisa, ya sabes a qué me refiero. Él sostenía que no necesitaba ver el accidente, o el asesinato, o la persona ahogada, o lo que fuera, para describirlo, decía que su mente se representaba el entorno y las imágenes adecuadas. Hablaba con algunas personas por teléfono y luego se dirigía a su máquina de escribir; de allí salía la prosa más cuidada y precisa. Se entregaba totalmente a su trabajo; iba de su pequeño apartamento en el centro al periódico todos los días, cinco días a la semana, durante años, y tenía el estilo más depurado y vívido del periódico. Creo que todos querríamos ser como ese tipo, únicos e inimitables.