»Tal vez incluso me habría perdonado, si lo hubiera sabido. -Hubo otro instante de silencio-. Cuando leí su artículo, acerca de la familia y de quién era ella, comprendí que había tenido una suerte extraordinaria: había hecho una elección perfecta al escoger a mi primera víctima.
– ¿Cómo fue…? -comencé a preguntarle.
– Muy fácil -dijo-. Ella estaba caminando y yo detuve el coche con el pretexto de pedirle indicaciones para llegar a cierto lugar. Fue fácil obligarla a subir al automóvil y atarla.
Mi mente quedó en blanco. Las palabras y las imágenes que se habían agolpado en ella mientras el asesino hablaba se borraron de golpe cuando el silencio se apoderó de la línea telefónica. Finalmente, después de algunos segundos, dije:
– Aún no entiendo…
– A cualquiera le costaría. -Volvió a reflexionar por unos instantes-. Cuando yo estaba en el extranjero hubo una ocasión… una ocasión en que sufrí suspensión súbita de la razón. Una ocasión en que participé en un acto de salvajismo. Aún no puedo describirlo. Pero durante años ese episodio ha estado allí, pudriéndose en mi mente, como un cáncer. Ninguna de las emociones comunes, la culpa, la ansiedad, el dolor y demás, me ayudaron a conjurar esas imágenes. Me atormentaron como mis pesadillas de niño, incluso más, porque éstas eran reales y dominaban mis horas de vigilia.
»Y luego, esta primavera, esa estación tan sensual, vi en la televisión que todo se venía abajo allí. Las imágenes no mostraban más que a hombres y mujeres aterrorizados que pataleaban y se aferraban a los patines metálicos de los helicópteros con la esperanza de que los transportasen a algún lugar seguro. Vi que abandonaban el país. Entonces pensé en todos los horrores. Vi en las pantallas los rostros desencajados por el miedo.
»Nadie lo sabe, pensé. Nadie comprende lo que ocurre, en realidad. Para ellos es sólo una noticia del telediario, un titular de un periódico, una fotografía gris y granulosa.
»Entonces decidí compartir mi horror con todas aquellas personas complacientes, con aquellos que me enviaron ahí en vano.
»Ése es el propósito de todo esto. -Se rió-. Suficiente. Me pondré en contacto con usted después del Número Dos.
– Espere… -dije. Pero había colgado.
Dejé el auricular en su sitio y apagué la grabadora. La mayoría de los presentes me observaban fijamente. Me recosté en la silla: en mi cabeza se arremolinaban confusamente las palabras del asesino.
Nolan miró la cinta y señaló una sala de conferencias que había al fondo de la redacción. Nadie abrió la boca mientras nos dirigíamos a la sala vacía. Por un instante, divisé el paisaje que se dominaba desde las ventanas de la redacción. El sol bañaba la ciudad en un calor tropical; la luz se reflejaba en los edificios céntricos pintados de blanco, cegadora, como un cúmulo de explosiones pequeñas. A mi espalda oí que se reanudaba la actividad de la oficina: voces, teléfonos sonando, máquinas de escribir.
Me esforzaba por controlar mis emociones. Mientras Nolan escuchaba la grabación, yo me paseaba por la pequeña oficina, redactando mentalmente la crónica del día siguiente. Nolan, con la barbilla apoyada en el pecho, absorto, se sumergía en las palabras, dejando que la voz del asesino se fijara en su memoria. Ocasionalmente, tomaba un lápiz y hacía una anotación en una libreta que tenía frente a sí. Yo apenas oía las palabras, debido a mi creciente entusiasmo. Comenzaba a impacientarme, esperando a que Nolan respondiera. Poco antes de que la cinta llegase al final, sonó el chasquido que indicaba el fin de la llamada, seguido del tono continuo de la línea.
– Esto -murmuró Nolan, irguiéndose en su silla- es algo extraordinario.
Se desperezó, enlazó las manos detrás de la cabeza y se reclinó hacia atrás, haciendo equilibrios sobre las patas traseras de la silla. Espiró lentamente, y el sonido de su exhalación llenó la pequeña oficina. Encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo, siguiendo con la mirada las volutas que se formaban.
– No es una decisión fácil -dijo.
Yo estallé.
– ¡Decisión! ¿Qué decisión? ¡Diablos! Tenemos que publicar esta historia. ¿No has oído todo lo que ha dicho ese tipo? ¡Joder, qué historia! La ciudad entera se conmoverá cuando lea sus declaraciones.
– Ése es el problema -dijo Nolan.
– Dios, ¿pretendes ocultarlo?
– No te he dicho que vayamos a ocultarlo -repuso con un deje de irritación-. Pero trata de dominar tu entusiasmo por un momento.
– Yo… -Pero me interrumpí.
Guardamos silencio un instante. Observé el humo de su cigarrillo que ascendía hasta el techo. Luego tomé aliento, intentando disimular la exaltación.
– Yo opino que deberíamos publicar la historia.
– La publicaremos -aseveró Nolan-. Ésa no es la cuestión, sino cómo.
– Nolan -le dije-, no es más que una buena historia.
– Es verdad. Una buena historia… que cambiará las cosas. -Hizo otra pausa para meditar. Finalmente, sacudió la cabeza-. Bueno, pues adelante. Ojalá fuese tan sencillo como tú pareces creer.
Antes de que yo pudiera responder, sonó el teléfono en la oficina. Me sobresalté, pero Nolan levantó el auricular y se lo acercó al oído. Escuchó por un momento y luego se volvió hacia mí.
– Tus amigos Martínez y Wilson están aquí. Vienen con como-se-llame, el detective jefe. -Luego dijo al teléfono-: Entreténgalos. Dígales que estamos reunidos y que tardaremos unos diez o quince minutos. Deles café, invítelos a ponerse cómodos. Asegúreles que iremos, pero avíseles que tendrán que esperar un poco. Sean amables.
Entonces dirigió la vista hacia mí una vez más.
– Las cosas comienzan a moverse con rapidez. Llevaré la cinta para que la escuchen los superiores. Tú empieza a trabajar en el borrador de un artículo. Utiliza las notas que tomaste en la primera conversación. Le pediré a una secretaria que transcriba la grabación para que no haya discusión. Presiento que al final tendremos que desistir.
Ya había terminado de poner por escrito la primera conversación cuando vi a los dos detectives y a otro hombre corpulento acercarse desde e! fondo de la redacción. Martínez me saludó con un gesto de la mano; era el tercero de la fila. Entraron en e! despacho del jefe de redacción. Instantes después, un asistente me llamó para indicarme que me reuniera con ellos.
El jefe de redacción y Nolan me recibieron fuera del despacho. Vi a los dos detectives incómodamente sentados en e! gran sofá de cuero.
– Vamos -dijo Nolan.
Seguimos al jefe hasta una habitación contigua. Cerró la puerta. Era un hombre bajo, con una espesa cabellera gris que llevaba severamente apartada de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz y, cuando se entusiasmaba, miraba por encima de ellas, como para ver las cosas desde una perspectiva totalmente distinta. Entre los periodistas, tenía reputación de un hombre exigente con los artículos pero indulgente con e! personal. Era habitual que se acercara a felicitar a los periodistas por su trabajo; eran momentos breves y casi embarazosos que sin embargo significaban mucho para los empleados.
Posó en mí los ojos y me sonrió.
– Si se me permite emplear una frase hecha -dijo-, parece que estamos entre la espada y la pared.
Nolan rió y yo le devolví la sonrisa.
– Muy bien -prosiguió e! jefe-, un par de preguntas rápidas. ¿En algún momento le ha prometido usted al asesino que protegería su identidad, que no hablaría con la policía, que su conversación con él era algo extraoficial o confidencial?
– No -respondí.
El jefe pareció aliviado.
– Eso habría sido un obstáculo. ¿Y le ha prometido que escribiría su historia o que lo citaría de alguna manera especial?
– No. Apenas me ha dejado decir palabra. Me ha dado la sensación de que él presuponía que no pasaríamos por alto que nos estaba concediendo una exclusiva.
– Bueno -contestó, sonriendo, e! jefe de redacción-, pues estaba en lo cierto.