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Volví a levantar el auricular, pensando que, de alguna manera, yo estaba conectado al teléfono, como si éste fuese un cordón umbilical que me unía al mundo. Marqué rápidamente y de memoria el número de homicidios y esperé a que contestasen los detectives. Primero oí la voz de Martínez y noté que Wilson también escuchaba.

– No hay novedades -aseveró Martínez, anticipándose a mi primera pregunta-. Ojalá tuviera algo que decirte, como que hemos atrapado al tipo y le hemos arrancado una declaración firmada. Pero no tenemos tanta suerte. Creo que nos llevará un tiempo. Tal vez deberías empezar a ocuparte de otra noticia.

Rió. Decidí saltarme los preliminares.

– Habéis estado ocultándome algo -afirmé.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -preguntó.

Wilson, levantando la voz.

– ¿Qué te hemos estado ocultando? -inquirió Martínez. Ya no reía.

– El bolsillo trasero derecho -dije.

Se quedaron callados. Los imaginaba mirándose por encima del escritorio. Martínez fue el primero en hablar, haciendo un evidente esfuerzo por controlarse y revestirse de aquella calma premeditada que formaba parte de su armadura y de su arsenal.

– ¿Qué hay con el bolsillo trasero derecho?

– Dímelo tú -respondí, subiendo el tono a mi vez.

– ¿Quién te ha hablado de eso? -intervino Wilson, también pugnando por no perder la serenidad. Se notaba la tensión, el ansia en su voz.

– Responderé a vuestras preguntas después de que vosotros contestéis a las mías. Ahora contadme lo del bolsillo.

– Maldición -exclamó Martínez.

– ¿Quién te lo ha dicho? -me acució Wilson-. Escucha, maldita sea, nos encontramos ante un asesinato, un homicidio en primer grado, y tú quieres jugar con nosotros. ¡Habla! ¿Quién te lo ha dicho?

– ¿Qué había en el bolsillo? -insistí, intentando mantener la voz tranquila y firme.

– Maldición -farfulló de nuevo Martínez-. Escucha, Anderson, esto no es un juego; aquí no estamos holgazaneando. Si tú nos ayudas, nosotros te ayudamos. Siempre ha sido así, ya lo sabes…

Wilson lo interrumpió, gritando.

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo sabes?

– Primero contadme qué había en el bolsillo -me planté-. Ése es el trato.

– Espera un segundo -dijo Martínez.

La línea quedó en silencio. Supuse que Martínez había cubierto el micrófono con la mano mientras hablaba con Wilson. Al cabo de un momento, volví a oír sus voces.

– Está bien -dijo Martínez-, intercambiaremos información. Pero no debes publicado, ¿de acuerdo?

– No puedo asegurártelo hasta saber de qué se trata.

– Mierda -soltó Wilson-. ¿Qué te pasa? ¿Quieres sembrar el pánico? ¿Es eso lo que quieres? ¡Demonios!

No respondí. Sentía correr el sudor desde mis axilas por debajo de la camisa. Apreté los brazos contra los costados mientras volvía a hacerse el silencio al otro lado de la línea y los detectives hablaban entre sí. Cuando Martínez se puso de nuevo al aparato se oía al fondo la respiración agitada de Wilson.

– Está bien -dijo el primero-. Como ya sabes, forma parte del procedimiento registrar el cadáver. Eso incluye la ropa y cualquier orificio corporal, por lo general, eso se lleva a cabo durante la autopsia, en condiciones controladas y en presencia de un fotógrafo para obtener pruebas gráficas que más tarde pueden presentarse en el juicio. El otro día, cuando trajimos el cadáver de la muchacha, procedimos al registro. Mientras el forense la abría, nosotros revisamos la ropa. En su bolsillo trasero derecho encontramos lo que sospechamos que es un mensaje, aunque no queda del todo claro.

– ¿Qué tipo de mensaje?

Mi nerviosismo se había disipado. Ya comenzaba a entusiasmarme. Ya pensaba en la próxima llamada del asesino.

– Un mensaje muy breve -dijo Martínez. Titubeó-. En realidad, no estamos seguros de lo que significa, aunque al parecer no se trataba de nada bueno.

– ¿Qué es? -Apenas lograba contener la excitación.

– Estaba escrito en una pequeña hoja de papel -continuó Martínez-, de las que se pueden comprar en cualquier papelería. Estaba plegada varias veces, formando un cuadrado pequeño. En el centro había dos palabras escritas con lápiz, con letra de imprenta, repasadas varias veces. Eso hace imposible cualquier análisis grafológico.

– Demonios, Martínez, ¿qué decía?

Vaciló de nuevo. Supe que estaba pensando como todo policía: con precisión y con todo detalle, tal vez evocando la imagen de la nota, el momento en que palparon por primera vez el bulto en el bolsillo trasero de la chica, la cuidadosa extracción con pinzas y la suavidad con que desplegaron el papel, todo bajo las potentes luces fluorescentes de la sala de autopsias.

– Decía «Número uno». Es todo.

– Escucha… -dijo Martínez.

Podía imaginar su alta figura inclinada sobre el escritorio, con el auricular pegado al oído; brillantes luces de la oficina de homicidios, que iluminaban las monótonas hileras de escritorios y archivadores, proyectaban sombras sobre los rostros de las fotografías clavadas a la pared. Martínez, al igual que su socio y tantos otros detectives, era un hombre pulcro. Me pregunté si él también estaría sudando.

– Mira -prosiguió-, en un caso como éste, ese mensaje podría significar casi cualquier cosa, si es que realmente se trata de un mensaje. El papel aún está en el laboratorio y lo están analizando. Eso no significa necesariamente que vaya a haber un número dos o algo así. Me refiero a que el asesino podría haberlo metido allí tanto para distraemos como para advertimos. ¿Entiendes?

– ¿Se lo habéis mostrado a la familia? Quiero decir…

– ¿Crees que somos estúpidos? -saltó Wilson-. Claro que se lo mostramos. Y, por supuesto, no lo reconocieron ni sabían de dónde pudo sacarlo la chica. Tampoco sus amigos. De modo que todo apunta a que fue el asesino quien lo escribió. Estamos bastante seguros de no habérselo dicho a nadie más, así que ¿cómo diablos te has enterado tú?

Pensé en mentirles, a pesar de que sabía que los detectives no tardarían en adivinar la verdad. Además, una mentira podía costarme la relación de colaboración con Martínez y Wilson. Resolví la ecuación en mi mente con rapidez, consciente de que debía mantener a los detectives de mi lado sin proporcionarles demasiada información. Si la historia que tenía entre manos era tan importante como creía, necesitaría su ayuda.

– He recibido una llamada -dije.

– ¿Qué clase de llamada? -preguntó Wilson.

– Por teléfono. Una voz. La de un desconocido.

– ¿Qué te ha dicho exactamente?

– Bueno, no he tomado notas -mentí.

Miré las hojas de papel en las que había garabateado mis frases.

– ¿Qué te ha dicho? -insistió Wilson, con impaciencia.

– Me ha dicho: «Yo la maté.» Luego me ha indicado que os pregunte qué llevaba la chica en el bolsillo trasero derecho. Me ha dicho que ha estado leyendo mis artículos en el periódico. Después de divagar un poco, ha colgado. No sabía cómo interpretar eso, y por eso os he llamado.

– ¿Volverá a llamar? -inquirió Wilson, de nuevo con un deje de furia en la voz.

– No lo sé -mentí.

Una mentirijilla sin importancia, pensé. En realidad no estaba seguro, a pesar de que el asesino lo había prometido.

– Demonios -masculló Wilson-. ¿Alguna idea…?

– No -respondí, interrumpiéndolo-. No tengo la menor idea de quién es ni de dónde llamaba. Hablaba con voz suave, serena. Es probable que la haya falseado para que yo no pudiera reconocerlo. Lo siento, sé que eso no os sirve de mucho.

– ¿Qué más? -preguntó Martínez.

Oí a Wilson murmurando obscenidades.

– Ya os lo he dicho, se ha puesto a divagar. Sigo sin encontrar sentido a sus palabras. Eso es todo.

– Esfuérzate más -me apremió Martínez-. Cualquier cosa podría servimos, lo que sea.

– Lo sé -dije-. Intentaré reconstruirlo en mi mente y volveré a llamaros.

– Mierda -soltó Wilson.

Colgué el auricular y miré el reloj de pared. Sólo faltaban unos minutos para que se cumpliera el plazo de media hora y el asesino volviera a llamarme. Salté de la silla y corrí al escritorio de Nolan. Él levantó la vista de los papeles que estaba leyendo y la posó en mí. Por un momento clavé los ojos en el cúmulo de palabras impresas que había frente a él, como si no supiera leer.

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