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La crónica había sido publicada en la parte superior, encima del artículo principal de la sección nacional. El titular rezaba:

HALLAN UNA ADOLESCENTE ASESINADA;

LA POLICÍA BUSCA AL ASESINO.

El texto estaba distribuido en las seis columnas. Observé la fotografía de la muchacha: incluso en la reproducción en blanco y negro del periódico tenía un aspecto hermoso, casi angelical. El artículo complementario también comenzaba en la primera página, insertado en el texto del reportaje, con un título en cuerpo más pequeño: UNA LLAMADA TELEFÓNICA… Y LA TRAGEDIA. Me pareció un poco exagerado pero, por otro lado, había que recordar que los periódicos no se caracterizaban por su sutileza. Examiné ambos escritos con una satisfacción interior. Me producían una sensación de familiaridad. Era como si los recuerdos del día anterior se hubiesen desvanecido y hubiesen sido reemplazados por las palabras impresas, como si las descripciones del reportaje hubiesen reemplazado a las personas.

Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Era Christine.

– No era mi intención provocar una discusión -dijo.

– ¿Acaso hemos discutido? -pregunté, riendo.

– No. Pero no pretendía acusarte de ser un cínico.

– Lo soy. Deformación profesional, como se dice.

– Bueno… en realidad no eres así.

– Sí lo soy -repuse, un tanto exasperado-. ¿Dónde estás?

– En el hospital. Sólo tengo unos minutos. Los cirujanos bajarán a lavarse en un momento y tengo que verificar los instrumentos. Sólo quería llamarte porque… No sé, pareces tan indiferente…

– Es verdad. Me volvería loco si permitiera que todo me afectara. Cualquiera se volvería loco. Es mi mecanismo de defensa contra tanta locura.

– Bueno -replicó-, creo que no deberías actuar así.

– Oye -solté-, di me una cosa: ¿a quién abrirán hoy?

– A un hombre de negocios. O un abogado, no lo recuerdo. De mediana edad.

– ¿Tiene familia?

– Claro.

– ¿Probabilidades de salir con vida?

– No lo sé. Es una exploración del estómago. En realidad no creo que sepan qué encontrarán, pero lo que sí sé es que no será nada bueno.

– ¿Has hablado con él? ¿Lo has visto con su familia?

– Un poco. Lo vi ayer, con una mujer y un hijo adolescente. Todos parecían muy enfermos, especialmente los dos que no lo estaban.

– Y dime, ¿qué sentiste en ese momento?

– No lo sé. Tristeza. Una especie de desesperanza. Quería acercarme a ellos y asegurarles que no tenían por qué preocuparse, que los cirujanos eran muy competentes y que él empezaba a recuperarse. Quería decirles que podían estar tranquilos y disfrutar de su tiempo juntos porque tenían un futuro por delante.

– Entonces, ¿por qué no lo hiciste?

– Porque habría sido una mentira. -Hizo una pausa. Oí voces al fondo-. He de irme.

– Bien -dije-, ése es mi punto de vista. No soporto la idea de mentir.

– ¿Te resulta así de simple?

– Sí. Me limito a observar y a dejar constancia de lo que veo. A veces pienso en mí mismo como en una cámara fotográfica. Mis ojos son el objetivo, las palabras son los positivos. ¿Eso tiene sentido para ti?

– Tengo que irme.

– Te veré esta noche -me despedí.

– Hasta entonces.

Al colgar el auricular, imaginé a Christine vestida con la holgada ropa de quirófano, el cabello recogido en una severa cola oculta bajo el gorro sanitario y la mascarilla colgando de su cuello igual que un adorno. Era una mujer delgada; se le notaba incluso cuando llevaba la camisa y los pantalones embolsados del quirófano. Con la mascarilla puesta, lo único visible serían sus ojos.

A mí no me parecía demasiado bonita, pero tenía unos ojos extraordinarios: eran vivaces, brillantes y expresivos. A veces, me daba la impresión de que hablaban antes de que las palabras salieran de su boca. A menudo yo los observaba con atención, para anticipar sus cambios de humor. Hacía ya algún tiempo que vivíamos juntos, aunque ella tenía un apartamento de una habitación cerca del hospital. Se alojaba allí cuando yo me ausentaba de la ciudad por cuestiones de trabajo o bien por asuntos familiares, como el funeral de mi tío.

Cuando nos vimos, Christine me interrogó al respecto. Yo prefería hablar del artículo, pero ella insistió en que describiera la reacción de mi familia.

– La de mi padre fue la única interesante -dije.

– ¿Por qué?

– Porque era el que más sufría y el que menos lo demostraba.

– ¿Cómo es eso? ¿Quería mucho a su hermano?

– Todos los hermanos se quieren -respondí-, a pesar de las diferencias que puedan haber tenido. Aunque se odien, se profesan una especie de odio cariñoso. Los vínculos entre hermanos nunca se rompen del todo.

Christine asintió y no formuló más preguntas.

Ella y yo nos habíamos conocido un año atrás. Yo sustituía al periodista encargado de la escucha nocturna de las frecuencias de la policía, que estaba de vacaciones, había captado la transmisión confusa de una persecución en la carretera 95, que atravesaba el centro de Miami. No tenía mucho que hacer, de modo que me fui a ver qué ocurriría cuando alcanzaran al automovilista en fuga.

Resultó ser un muchacho de dieciocho años, hijo de un comisario del distrito. Mientras una docena de coches patrulla lo perseguía por toda la ciudad, se las arregló para ocasionar que otros dos conductores se salieran de la calzada, dejar inservibles varios de los vehículos policiales que lo perseguían y, finalmente, estrellarse contra un poste telefónico.

En el complejo médico del centro de la ciudad, seguí de cerca el desfile de heridos y furiosos. Vi a un agente uniformado que, mientras se sostenía una gasa ensangrentada contra la frente, observaba al muchacho, que entraba transportado en una camilla.

– Espero que ese atolondrado haya aprendido la lección -comentó el policía.

Anoté sus palabras, pensando: «Ahí está, la primera perla de la noche.» En ese momento una enfermera me apartó de un empujón.

– Por favor -dijo-, no obstruya el paso.

– Es mi trabajo -repliqué.

Me miró de una manera extraña y luego soltó una risita.

– Supongo que sí.

Contemplé su figura estilizada, la serenidad con que manejaba a tantas personas accidentadas y asustadas que se apiñaban en la sala de urgencias. La seguí con la mirada mientras ella pasaba rápidamente de las camas a las camillas, deteniéndose para controlar signos vitales. Al principio me quedé admirado de su eficiencia; luego, de su serenidad. «Como una roca en una tormenta», pensé, y luego me sonreí ante el lugar común. Ella lo advirtió y sonrió también.

– ¿Se divierte? -preguntó-. Por favor comparta el chiste conmigo.

No era un reproche.

– Estaba observándola -contesté.

– Ah -dijo, y me dedicó otra sonrisa. Recuerdo que ese gesto se me antojó totalmente fuera de lugar; parecía elevarse por encima de aquella escena de dolor-. Más vale no perder el sentido del humor -agregó.

– Estoy de acuerdo -asentí.

Entonces ella se volvió hacia uno de los pacientes. Mi plazo estaba a punto de cumplirse; necesitaba un teléfono y luego una máquina de escribir. Sin embargo, antes de salir, me detuve en la cabina de las enfermeras y encontré el nombre de ella en un registro. Anoté el número de teléfono que figuraba junto a él. A la tarde siguiente la llamé.

Mis ojos se posaron de nuevo en el periódico que estaba sobre mi escritorio. Lo abrí directamente por la página donde continuaba la crónica y vi que estaba llena de fotografías del hombre que había descubierto el cadáver de la muchacha y de los padres de ésta, en distintas poses. Había una del padre mientras subía al coche patrulla, frente a la jefatura de policía. Tenía el semblante tenso y sombrío. En otra, se veía a la madre colgando el teléfono, con una expresión de desconcierto que, justo en ese mismo instante, se teñía de angustia. Eran imágenes impactantes.

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