ALBERT KREMER… Lo conocí en la puerta contigua, en el Departamento Editorial. Había cuatro personas allí; Kremer es el jefe de los editores. Según Naomí, el trabajo editorial más importante en la preparación de la nueva Biblia, inmediatamente después de la labor de traducción, es la de corrección de pruebas. Kremer, enano, jorobado, delicado, dulce, tímido, con ojos saltones como binoculares. Es nativo de Berna, Suiza, desciende de una larga cadena de correctores de pruebas. Su padre, tío, abuelo, bisabuelo y otros antecesores eran todos correctores de Biblias y otras obras religiosas. Me dijo que la exactitud ha sido siempre uno de los fetiches de la familia Kremer, ya que un antecesor inmigrante, mientras corregía una nueva Versión Bíblica del Rey Jaime, en Londres, en la época de Carlos I, por negligencia pasó por alto el hecho de que los impresores de la Compañía Stationers habían omitido la palabra no de lo que probablemente era llamado el Séptimo Mandamiento, de tal modo que en el Éxodo 20:14 se leía: «Cometerás adulterio.» Cuando esa edición fue publicada en 1631, se la conoció como la Biblia Maligna o la Biblia Adúltera, y tuvo mucha demanda entre los felices libertinos de esa época. El Arzobispo multó a los impresores con 300 libras, luego donó ese dinero a Oxford y Cambridge para la adquisición de equipo de impresión y ordenó que se destruyera la Biblia Maligna. Todas las copias existentes, excepto cinco, fueron destruidas. Sin embargo, la verdadera responsabilidad y el error habían sido del pariente de Kremer, quien vivió sufriendo las consecuencias por el resto de su vida. Después de eso, los contritos descendientes de Kremer profesaron siempre un culto a la exactitud. «No encontrará usted ni un solo error en el Nuevo Testamento Internacional», me prometió Kremer.
PROFESOR A. ISAACS… Lo conocí en el último privado, al final de la Terrazaal, llamado el Salón de los Huéspedes Honorables, donde trabajan los estudiosos y teólogos que llegan de visita. Sólo estaba presente el profesor Isaacs, bajo licencia de la Universidad Hebrea, de Israel. Es experto en hebreo antiguo, y ampliamente reputado por su colaboración en la traducción de los Rollos del Mar Muerto. Entre otras cosas, Isaacs subrayó cómo una falta de conocimiento profundo de las más sutiles connotaciones del hebreo podrían convertir un hecho ordinario en un milagro. «Le doy un ejemplo -dijo Isaacs con su voz melosa y musical-?. La palabra hebrea al fue traducida siempre como sobre, así es que las Escrituras nos dicen que Jesús caminó sobre las aguas. Sin embargo, la palabra al también tiene en hebreo otro significado, que es por. De tal manera es que las traducciones podrían haber dicho, con igual corrección, que Jesús caminó por las aguas; en resumen, que Jesús dio un paseo por la orilla del mar. Pero, tal vez los primeros propagandistas cristianos buscaban deliberadamente a un hacedor de milagros, en lugar de un simple caminante.»
Steven Randall suspendió la mecanografía, revisó las cuatro hojas que había escrito y examinó su bloc de notas. Lo que había garabateado le recordó cuánto le había inspirado las reuniones con aquellos expertos y especialistas del primer piso, de los cuales la mayoría era gente de propósitos y determinación. A diferencia de sí mismo, cada uno de ellos parecía sentir amor hacia su trabajo; parecía haberle encontrado un verdadero significado.
Estando a punto de considerar sus notas una vez más, Randall se vio súbitamente interrumpido por unos agudos golpecitos a su puerta.
La puerta se abrió de inmediato y George L. Wheeler asomó la cabeza.
– Me alegra verlo trabajando, Steven. Muy bien. Pero es hora de almorzar. Ahora prepárese para conocer a las grandes figuras.
Las grandes figuras.
En la enorme mesa ovalada estaban diez personajes, y su charla era una mezcla de inglés y francés. A pesar de que el francés de Randall estaba casi olvidado y lleno de fallas, pronto descubrió que podía entender casi todo lo que escuchaba en ese idioma. Y lo que escuchó le pareció realmente tormentoso.
El almuerzo (básicamente sopa de tortuga y filetes de rodaballo con puntas de espárragos) estaba siendo servido por dos camareros, y para nada interfirió con la conversación. Se había hablado constantemente y con mucha electricidad verbal, antes y durante la comida.
Ahora se estaban sirviendo la compota de frutas y el café, y Randall trató de distinguir a los comensales, uno de otro, y de identificarlos claramente en su mente. Sentado entre George L. Wheeler y el doctor Emil Deichhardt, Randall observaba una vez más a las grandes figuras. De la misma manera en que Wheeler tenía junto a sí al reverendo Vernon Zachery, cada uno de los editores extranjeros que estaban sentados a la mesa, con excepción de uno, tenía al lado a su teólogo consejero.
En seguida del doctor Deichhardt estaba el doctor Gerhard Trautmann, profesor de teología de la Rheinische Friedrich Wilhelms Universität, de Bonn. Randall sospechaba, y se divertía pensándolo, que el doctor Trautmann se cortaba el cabello en frailesca forma de media luna para parecerse al Martín Lutero de las estampas conocidas. En la silla contigua a Trautmann se sentaba Sir Trevor Young, el editor británico de cerca de cincuenta años, aristocrático, fanático de las aseveraciones y los comentarios prudentes y subestimados, y cuyo teólogo consejero, el doctor Jeffries, se encontraba aún en Londres o en Oxford.
Los ojos de Randall continuaron recorriendo la mesa. Estaba también Monsieur Charles Fontaine, el editor francés, delgado y bien parecido, astuto, ingenioso, aficionado a los epigramas. Wheeler le había murmurado que Fontaine era además rico, con una espléndida residencia en la avenida Foch, en París, y que tenía acceso político a los más altos círculos en el Palace Elysée. Cerca de Fontaine se encontraba su consejero teológico, el profesor Philippe Sobrier, de la facultad del Colegio de Francia. Sobrier se veía marchito, pálido, lejano, como si formara parte del mobiliario; sin embargo, al escucharlo, Randall pensó que ese modesto ratón de campo, reencarnado en filólogo, era colmilludo.
Luego estaba Signore Luigi Gayda, el editor italiano de Milán que tan asombrosamente se parecía al Papa Juan xxiii. Tenía papada doble, y era de modales chispeantes y extrovertidos. Hablaba con orgullo de los innumerables periódicos que poseía en Italia, de su jet privado, en el que acostumbraba viajar para recorrer su imperio financiero, y de su fe en los métodos mercantiles norteamericanos. El señor Gayda fue el primero que se enteró del descubrimiento del profesor Monti en Ostia Antica, llevándoselo luego al doctor Deichhardt, en Munich, quien a su vez organizó este consorcio de editores de Biblias. Al final estaba el teólogo italiano de Gayda, Monsignore Carlo Riccardi, un clérigo de gran intelecto cuyas facciones profundamente cinceladas, nariz aguileña y severa sotana lo hacían verse formidable. Siendo miembro del Instituto Bíblico Pontificio en Roma, Riccardi estaba presente en Resurrección Dos para actuar como representante no oficial del Vaticano.
Con la mirada fija aún en los dos italianos, a Randall se le ocurrió una pregunta.
– Señor Gayda -dijo él-, usted es un editor católico. ¿Cómo es posible que publique una Biblia protestante y, de hecho, cómo es que espera usted venderla en un país católico como Italia?
Tomado por sorpresa, el editor italiano levantó los hombros y sacudió la papada.
– Pero si es perfectamente natural, señor Randall. Hay muchos protestantes, gente respetable, viviendo en Italia. En realidad, las Biblias protestantes fueron de las primeras que se publicaron en Italia. ¿Que cómo es posible que lo haga yo? Y, ¿por qué no? Los editores católicos necesitan un imprimatur (sanción o permiso oficial para publicar) en sus Biblias, pero claro está que el Vaticano no interfiere en la publicación de una Biblia protestante.