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Tenía treinta y ocho años de edad, uno ochenta de estatura, ojos café enrojecidos y un poco abolsados en las ojeras, nariz recta entre mejillas sonrojadas, quijada pronunciada con un indicio de barbilla bifurcada, y robusta complexión. En su período de buena salud, cuando empezaba a sentirse de veintiocho años, en lugar de treinta y ocho, y sus ojos castaños comenzaban a aclararse, al igual que las negras ojeras, y la cara redonda se hacía recta y la barbilla bifurcada se definía y destacaba, y la protuberancia estomacal se aplanaba y los bíceps casi se ponían macizos…, cuando todo esto ocurría…, se le venía abajo el incentivo para perseverar en su régimen espartano y de vida irreprochable.

Jugaba este juego, absurdo y perdido, dos veces al año. En los últimos meses, sin embargo, no lo había practicado. Además, al tratar de regularizar su vida, había intentado limitarse a una sola mujer. Una relación sostenida. Recordó que así había sido cómo Darlene Nicholson y Jalil Gibrán habían ido a dar a su apartamento de dos pisos en Manhattan.

Era en su trabajo, que consumía la mayor parte de su tiempo, donde resultaba más difícil poder hacer algo más. Wanda Smith, su secretaria particular, una joven negra de aventajada estatura, carácter suave y busto talla cuarenta, se preocupaba por él. Joe Hawkins, su adusto protegido y asociado, se preocupaba por él. Thad Crawford, su cada día más encanecido abogado, de modulada voz, se preocupaba por él.

Constantemente les reaseguraba que no iba a reventar, y para probarlo cumplía con su trabajo cotidiano. Pero aquélla era una labor gris, sin alegría.

No obstante, a veces (muy raramente, pero a veces) brillaba algún resquicio de luz. Hacía un mes, Randall había conocido, a través de Crawford, a un joven brillante y original, graduado en leyes, que estaba ejerciendo no la abogacía sino una profesión nueva dentro de una democracia competitiva capitalista: una profesión (en realidad una ciencia social) llamada Honestidad. Este joven, de cerca de treinta años de edad, con unos fantásticos bigotes de morsa y los ojos encendidos, era Jim McLoughlin. Jim había fundado el Instituto Raker, con oficinas en Nueva York, Washington, Chicago y Los Ángeles. Ésta era una organización no lucrativa, y estaba integrada por jóvenes compañeros abogados, por graduados de escuelas de administración de empresas y antiguos profesores, por periodistas rebeldes, por rastreadores profesionales de hechos, y por brillantes hijos fugitivos y errabundos de la afluente comunidad industrial de Norteamérica. Trabajando discretamente durante varios años, el Instituto Raker de Jim McLoughlin había estado investigando, como primer proyecto entre los muchos que esperaba desarrollar, una conspiración tácita y muda de las altas esferas de los negocios norteamericanos, de sus industrias y sus corporaciones, en contra del público en general y del bienestar común.

– De lo que se trata -le había dicho McLoughlin a Randall en su primer encuentro- es de lo siguiente: durante décadas, nuestros magnates de la iniciativa privada, virtuales monopolistas, han suprimido las nuevas ideas, las invenciones, los productos que hubieran hecho descender el costo de la vida para el consumidor. Estos nuevos inventos e ideas murieron al nacer o fueron sofocados por las grandes empresas, pues si hubieran llegado alguna vez al público habrían acabado con los enormes lucros de que disfruta la iniciativa privada. Hemos hecho una increíble labor detectivesca en todos estos meses. ¿Sabía usted que alguien inventó una vez una píldora que podía producir una gasolina sintética de alta calidad para automóviles?

Randall le dijo que había escuchado rumores de semejantes cosas desde que tenía memoria, pero que siempre había supuesto que tales descubrimientos eran puras fantasías; más bien anhelos sensacionales que hechos auténticos.

Jim McLoughlin había proseguido con firme resolución:

– Siempre ha sido tarea de estas altas esferas de los negocios el hacerle pensar a uno que tales descubrimientos son, como usted dice, puras fantasías. Pero puedo darle mi palabra de que tales maravillas han existido y existen todavía. Un ejemplo perfecto es la píldora de gasolina. Un desconocido genio de la química encontró una fórmula para hacer gasolina sintética, y comprimió los aditivos químicos al volumen de una tableta diminuta. Todo lo que uno tendría que hacer sería llenar su tanque de gasolina con agua corriente, echarle la pastilla… y listo: ahí tendría sesenta o setenta litros de gasolina libre de contaminantes a un costo de quizá dos centavos de dólar. ¿Cree usted que las gigantescas compañías petroleras permitirían que eso saliera al mercado? ¡Nunca en la vida! Ello significaría el fin de una industria que mueve miles de millones de dólares. Y ése es sólo un caso. ¿Qué hay de la llamada cerilla perpetua? ¿Hubo de veras una cerilla que pudiera encenderse quince mil veces? Puede usted apostar a que sí, y a que fue rápidamente suprimida por las grandes empresas.

Y luego encontramos más, mucho más.

– ¿Qué más? -había inquirido Randall, definitivamente intrigado.

– Supimos de una fibra textil -prosiguió McLoughlin-, que jamás se gasta; de una hoja de afeitar, una sola hoja, que puede durar toda la vida, sin que haya siquiera que afilarla.

Y han habido varias muestras de llantas de caucho que pueden rodar casi cuatrocientos mil kilómetros sin gastarse. Ha habido también un foco especial que podía dar luz durante diez años antes de fundirse. ¿Se da usted cuenta de lo que estos productos podrían significar para la familia de bajos ingresos que lucha por sobrevivir? Pero las grandes empresas no lo permiten. A lo largo de los años los inventores han sido comprados, chantajeados, eliminados…; en dos casos sencillamente desaparecieron, y sospechamos que fueron asesinados. Sí, señor Randall, nos hemos documentado bien, y estamos exponiendo toda esa inmunda represión en un informe (un libro negro, si así prefiere llamarlo) que se titulará El complot en contra de usted.

– Formidable -había murmurado Randall, repitiendo el título para saborearlo.

– En el instante en que nuestro informe sea publicado -continuó McLoughlin- los grandes empresarios recurrirán a todos los medios imaginables para evitar que nuestra denuncia sea conocida por el público. Si eso les falla, tratarán de desacreditarla. Por eso he acudido a usted. Quiero que se haga cargo de la promoción del Instituto Raker y de su primera denuncia. Lo necesito para que comunique al público nuestros descubrimientos… a través de políticos que realmente se interesen, de periodistas de radio y televisión, de la Prensa, de folletos impresos, de conferencias patrocinadas. Quiero que supere usted todos los esfuerzos hechos para amordazarnos o difamarnos. Quiero que usted transmita y difunda nuestra historia por todo el país, a tambor batiente, hasta que sea tan conocida como la Enseña Nacional. No somos clientes que lo harán rico, pero tenemos la esperanza de que, al ver lo que estamos haciendo, usted se sentirá parte de un grupo ciudadano inspirado por un verdadero sentido de la honestidad, por primera vez en la historia de Norteamérica. Confío en que usted aceptará.

Randall se había sorprendido a sí mismo entusiasmado, al tiempo que consideraba el proyecto. ¿Aceptaría? ¡Vaya que sí lo haría! Estaba listo para entrar en detalles e iniciar las juntas tan pronto como Jim McLoughlin y sus cruzados lo estuvieran también. McLoughlin le había dicho que estarían preparados muy pronto; desde luego, antes de que terminara el año. Junto con un veterano equipo de estudiosos, Jim viajaría, durante algunos meses, para investigar un prototipo supersecreto de motor a vapor para automóviles, no contaminante y de bajo precio, cuya aparición y desarrollo habían sido reprimidos a lo largo de dos décadas por los magnates de la industria del motor de combustión interna en Detroit. Además, estaría en contacto con sus colaboradores, quienes trabajarían evaluando proyectos futuros que involucran a otros poderosos malhechores, entre los cuales se incluían las compañías de seguros, los monopolios de teléfonos, los contubernios de empacadoras, y las asociaciones financieras.

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