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– Primero de mí, y de lo que yo te parezco. Esta última observación que hiciste… Dijiste que pensabas que no tendría problemas para ganarme a Florian Knight; dijiste que creías que yo era bueno para eso… ¿Qué se supone que quieres decir con eso? ¿Es sarcasmo?; ¿es un cumplido?

Antes de que Naomí pudiera responder, el camarero apareció y sirvió los nuevos escoceses, retirando los vasos vacíos.

Cuando el camarero se había ido, Naomí sostuvo su vaso pensativamente, y luego levantó la cabeza.

– La primera vez qué te vi no me interesaste mucho. Estaba prejuiciada desde antes de conocerte. Detesto a los publicistas, porque vienen de un mundo falso y fantasioso. Juegan al prestidigitador con el público. No sustentan nada verdadero ni honesto.

– Eso es verdad, casi siempre.

– Bien, ahí estabas tú, demasiado exitoso, demasiado arrogante, demasiado desinteresado en los seres humanos. Simplemente te odiaba. Parecías tan superior a nosotros… como si sólo fuéramos un puñado de estúpidos y locos religiosos.

Randall no pudo evitar una sonrisa.

– Es curioso -dijo él-. La primera vez que te vi sentí que te desagradé… por ser un simple seglar, sin devoción, sin sentido misionero -hizo una pausa-. Bien, ¿y todavía piensas lo mismo acerca de mí?

– Si todavía lo pensara, no podría hablar como lo he hecho -dijo ella con candor-. El encontrarme junto a ti en este viaje me ha dado otra perspectiva de tu persona. Por una parte, siento que estás avergonzado de tu vocación.

– En cierto sentido eso es verdad.

– Y he pensado que eres más vulnerable y sensible de lo que al principio hubiera imaginado. En cuanto a mi observación en el sentido de que eres capaz de ganarte a Knight, puesto que eres bueno para eso… lo dije como un cumplido. Tú puedes ser encantador.

– Gracias; brindaré contigo por eso.

Ambos bebieron lentamente.

– Naomí, ¿cuánto tiempo has estado con Wheeler en Mission House?

– Cinco años.

– ¿Qué hacías antes?

Ella cayó en un breve silencio, y luego lo miró directamente.

– Era monja, monja franciscana, durante… durante dos años. Me llamaban Hermana Regina. ¿Te asombra?

Estaba más que asombrado, pero trató de no demostrarlo.

Dio un gran sorbo a su vaso, con la mirada todavía fija sobre ella, y se percató de que en todas sus recientes e inesperadas fantasías de desvestirla (puesto que era tan estirada y relamida), siempre la había imaginado en un largo hábito de monja, antes de desnudarla.

Randall no contestó a la pregunta; en cambio, inquirió:

– ¿Por qué lo dejaste?

– No tuvo nada que ver con la fe. Soy tan religiosa como siempre lo he sido… Bueno, casi. Fue simplemente que yo no nací para la rutina estricta y la disciplina severa del convento. De hecho, una vez que tomé mi decisión (esto significó el mandar una carta al Papa solicitando una dispensa, la cual me fue concedida automáticamente), pensé que mi regreso al mundo secular sería fácil. Después de todo, yo no estaba sola. Hay alrededor de un millón doscientas mil monjas esparcidas por todo el mundo, y en el año en que yo renuncié a la vida religiosa fui sólo una de las siete mil que también dimitieron. Pero fue difícil… el reingreso a la crisis. Ya no más rutinas ni reglas disciplinadas. Ya no más oraciones, actividades, vestidos, comidas, períodos de soledad, todo está prescrito. De la noche a la mañana tuve que pensar por mí misma, llenar mis propios días, dejar de sentirme desnuda al vestir faldas muy cortas, acostumbrarme a los juegos masculinos. Yo me especialicé en el idioma inglés durante mis años universitarios, antes de ingresar en el convento, y después me pareció natural el dedicarme a alguna actividad editorial. El empleo en Mission House me sentó muy bien. Así que tú verás que…

Naomí se vio interrumpida por una chillona voz que llegaba desde la puerta del cabaret.

– ¡Ahí estás! -era la voz de Darlene Nicholson que, vistiendo un ajustado pullover que destacaba la prominencia de su busto y unos apretados pantalones, entró rápidamente dirigiéndose hacia ellos.

– Te he estado buscando por todas partes -le dijo a Randall-. ¿Todavía estás trabajando?

– Acabo de terminar -dijo Randall-. Anda, acompáñanos con un trago.

– No, gracias; todavía estoy cruda de anoche. Me asombra que tú no lo estés, querido.

– Yo estoy bien…

– Sólo quería decirte dónde voy a estar -dijo Darlene, buscando en su bolso el programa del día-. Van a exhibir esa simpática película que disfrutamos tanto el mes pasado; la que vimos en la Tercera Avenida, ¿te acuerdas? Ésa que trata de la muchacha joven que se involucra con un hombre casado que se ostenta como viudo.

– Ah, sí -dijo Randall desanimadamente.

– Pensé que me gustaría verla de nuevo -Darlene examinó el programa-. Maldita sea, hace cuarenta y cinco minutos que empezó. Bueno, supongo que alcanzaré el final. De todas formas ésa es la mejor parte -metió el programa en su bolso, se agachó y dio a Randall un húmedo beso en la boca- Nos veremos cuando vayamos a cambiarnos para la cena.

Ambos esperaron hasta que Darlene se había ido. Randall tomó su vaso y miró a Naomí, incomodado.

– Pues sí, Naomí, ¿me estabas diciendo…?

– Olvídalo. Ya te he dicho suficiente -Naomí bebió lo que le restaba de escocés y estudió a Randall durante algunos segundos-. Tal vez me exceda yo con esto, pero siento curiosidad acerca de algo.

– Adelante.

– Siento curiosidad por saber lo que un hombre como… como tú… ve en una chica como Darlene -antes de que él pudiera contestar, ella prosiguió-. Yo sé que no es tu secretaria. También sé que ella no ha usado su camarote en este barco ni una sola vez. Supongo que ha sido tu… ¿cuál es la palabra adecuada?… amante, tu amante durante algún tiempo.

– Sí, sí es. Yo he estado separado de mi esposa durante dos años, y conocí a Darlene seis meses después de mi separación. Ahora ella vive conmigo.

– Ya veo -Naomí apretó los labios. Sin siquiera mirarlo, agregó-: ¿Hay algo más que el mero atractivo del sexo joven y fresco?

– Me temo que no mucho. Darlene y yo podemos resolver la brecha generacional solamente en la cama. Pero, bueno, ella es una chica decente y siempre es agradable tener a alguien que le haga a uno compañía.

Naomí empujó su vaso hasta la orilla de la mesa.

– Podría aguantar otro trago -dijo.

– Yo también. Nos vamos a sentir muy bien esta noche.

– Yo ya me siento bien.

Randall ordenó una vez más, y casi inmediatamente tuvieron la nueva ronda frente a ellos.

Sorbiendo su escocés, Randall miró a Naomí por encima de los anteojos.

– Yo… yo quería preguntarte algo personal. ¿Cómo te fue con los hombres después de que dejaste el convento?

– Miserablemente -musitó ella, más para sí misma que para él.

– Lo que quiero decir es…

– No quiero hablar de eso -dijo ella con aspereza-. Estoy cansada de hablar. Bebamos.

Bebieron en silencio, y el vaso de Naomí se vació primero.

– Uno más, Steven, para el camino.

Randall hizo señas al camarero y apenas tuvo tiempo de terminar su trago antes de que dos nuevos vasos llenos de líquido ámbar aparecieron sobre la mesa.

Ella miró fijamente a Steven a través de sus ojos grises, cada vez más entrecerrados, mientras continuaba bebiendo su escocés. Luego dijo:

– No debo olvidarlo. Tengo algún material acerca de cómo hicieron la traducción. Debo leerlo, y tú también, antes de que desembarquemos. Está en mi camarote. Voy por él.

– Me lo puedes dar mañana -dijo Steven.

– Ahora -dijo ella-. Es importante.

Naomí terminó su trago, trabajosamente salió del reservado y se detuvo ahí, tambaleante.

Él se paró junto a ella y trató de tomarla de un brazo, pero ella lo rechazó presionando el codo sobre su vestido estampado y comenzó a caminar derecha, elegantemente hacia la puerta del cabaret. Él la siguió, sintiéndose galante y estupendamente bien.

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