Los tambores redoblaban, y el carismático nuevo Cristo se atraía las almas de nuevo; almas sin número. Algunos atribuían al retorno de Cristo la disminución de la violencia. Otros le acreditaban el mejoramiento de la economía. A Cristo se debía también la disminución en la drogadicción. El final de esta guerra, los inicios de aquellas pláticas de paz, el bienestar general y la euforia y la fraternidad que cubrían la Tierra tenían por heraldo a los recientemente enterados de la obra de Cristo.
Según los últimos informes, se habían vendido tres millones de ejemplares, encuadernados en tapa dura, del Nuevo Testamento Internacional en los Estados Unidos, y en todo el mundo las ventas se calculaban en unos cuarenta millones de ejemplares. Todo esto en poco más de tres o cuatro meses.
Randall comenzó a pensar que debería publicar su obra de denuncia. Podría ser la piedra que derribara a Goliat. O bien, lanzada con una honda movida por su propia campaña de publicidad, tal vez podría proferir al gigantesco armatoste un golpe aplastante que lo pusiera en tierra y lo aniquilara… que aniquilara a la mentira.
Fue en ese momento, cuando estaba pensando en esta posibilidad, que Randall recibió la esperada llamada telefónica de Ogden Towery III, presidente del consorcio de Cosmos Enterprises. Al fin habían sido preparados los contratos para la fusión de la firma de Randall con Cosmos y la consecuente garantía de su propia seguridad futura. Sólo faltaban las firmas; la de Towery y la suya. Había habido una dilación inexplicable. Crawford había tratado de penetrar la batería de abogados de Towery, y había fracasado. Crawford no lograba comprender lo que pasaba, pero Randall creía saberlo. Wheeler, amigo de Towery, había advertido a Steven Randall en París: «Alinéese con Resurrección Dos, o sufra las consecuencias.»
Entonces, Towery había telefoneado, había llamado a Randall directamente, persona a persona.
Una conversación breve, objetiva, sin palabras inútiles, fría.
– Randall, he tenido noticias de George Wheeler. Le está yendo estupendamente bien. Me dice que no le debe a usted nada de su éxito. Dice que usted hizo todo lo que pudo por impedirlo, y que usted trató de sabotear el proyecto. ¿Qué dice usted a eso?
– Traté de detenerlo porque tenía pruebas de que es un fraude.
– También supe eso. ¿Qué bicho le ha picado, Randall? ¿Es usted ateo o comunista… o algo parecido?
– Yo no puedo vender aquello en lo que no creo.
– Escúcheme, Randall: deje lo que se ha de creer o no creer a hombres como Wheeler y Zachery y el presidente de la República, y usted limítese a hacer su trabajo. Tengo esos contratos en mi escritorio. Antes de firmarlos, antes de acogerlo a usted en la familia Cosmos, tengo que saber cuál es su postura.
– ¿Que cuál es mi postura?
– ¿Qué va usted a hacer en el futuro con respecto al Nuevo Testamento Internacional? ¿Va a tratar de sabotearlo otra vez, a crear más problemas, a hacer algo subversivo, o qué? Me refiero a pronunciar discursos o a escribir y publicar basura contra el nuevo Libro Sagrado. Quiero saberlo, y Wheeler también. Si tiene semejantes intenciones, yo no quiero tener nada que ver con usted. Si es lo bastante listo como para conducirse como el hijo de un clérigo, decente y temeroso de Dios, como se supone que debe serlo, como enorgullecería a su padre, entonces lo compraré. Pero primero quisiera que me lo pusiera por escrito, como agregado al contrato, antes de firmarlo. En el agregado se especificará legalmente que a usted se le prohíbe decir o publicar cualquier cosa subversiva contra el Nuevo Testamento Internacional. Si tengo esa seguridad, yo le doy la de que Cosmos lo aceptará a usted. ¿Qué responde… sí o no?
– Tal vez.
– ¿Qué demonios quiere decir eso?
– Señor Towery, quiere decir que tal vez sí, tal vez no. Quiere decir que yo nunca tomo decisiones importantes sin antes haberlas pensado.
– Bueno, pues piense aprisa, jovencito. Espero su respuesta para el último día del año.
Colgó y eso fue todo. Randall se quedó asustado. El que lo hubieran echado de Resurrección Dos era una cosa. El permitirse el lujo de perder el contrato con Cosmos Enterprises era otra muy distinta, mucho más grave, porque la adquisición de su compañía por parte de Cosmos era de lo que dependía, era su último camino seguro para alejarse de la carrera de ratas, representaba su seguridad e independencia futuras. Pero la nueva condición le provocaba náuseas, y se sentía enfermo y deprimido y trataba de sopesar los contratos que yacían en el escritorio de Towery contra el manuscrito de denuncia que tenía en su propia caja fuerte y, al balancearlos, no sabía cuál pesaba más.
Varias semanas después hubo otra llamada telefónica que acentuó aún más su confusión. Durante meses, Randall había tratado de ponerse en contacto con Jim McLoughlin para informarle que por razones que no podía revelarle (otra vez Towery y Cosmos), Randall tendría que retractarse de lo pactado con el apretón de manos y no podría manejar la cuenta del Instituto Raker. McLoughlin había estado ausente en sus prolongados y secretos viajes, y había estado fuera de contacto durante todo ese tiempo.
– Ahora está de vuelta. Está en la otra línea -le informó Wanda-, llamando desde Washington. Dice que cuando regresó se encontró con una tonelada de recados y cartas de Thad Crawford y de usted, y que lamenta haber sido tan negligente, pero que estaba en algún remoto lugar trabajando veinticinco horas al día. Ahora está ansioso por hablar con usted y hacer planes para que comience a trabajar con su primer documento contra los grandes negocios. ¿Le paso la comunicación?
Randall no tenía el valor de decir a McLoughlin lo que había que decirle.
– No, hoy no, Wanda; no tengo la disposición. Mire, Wanda, dígale que acabo de salir para el aeropuerto, que me marcho otra vez a Europa para un asunto de negocios urgente. Dígale que estaré de vuelta el mes próximo y que yo lo llamaré antes de que termine el año.
El mejor modo de resolver los problemas, había decidido aquel día, era ignorándolos. Si uno no los afrontaba, tal vez desaparecieran. Y si desaparecían, ya no existirían. Por lo menos hasta el final del año.
Sí, el mejor modo de resolverlos era ignorarlos y beber.
Así que bebió, lo que faltaba de octubre, todo noviembre y buena parte de este diciembre; bebió como en sus viejos tiempos. Tomó galones de alcohol como antídoto contra los problemas de la conciencia y los negocios, contra la confusión y la desolación. Lo único malo era que tenía que despertar. Y entonces estaba uno sobrio. Y entonces se hallaba solo.
Nunca antes se había sentido tan solo; en la cama y fuera de ella.
Bien, Randall recordó el antiguo remedio para eso, y también lo tomó en grandes dosis.
Muchachas, mujeres, las que se veían mejor horizontales y desnudas… las había en todas partes, y eran de fácil acceso para un hombre de negocios próspero y dispendioso, y él acudió a ellas. Las actrices de grandes chichis, las neuróticas niñas de sociedad, las estiradas y liberales viejas del medio de los espectáculos… las que iban a su oficina por negocios, las que encontraba en bares o discotecas o las que conocía por referencias (pregúntale-si-tiene-una-amiga)… todas se emborrachaban con él, y se desvestían con él, y copulaban con él, y cuando al fin llegaba el momento de dormir, sabía que todavía estaba solo.
Nada de eso implicaba compromiso, y en su desesperación buscaba complicarse.
Un contacto humano que tuviera significación, y no nada más sexo.
Una noche, muy borracho, decidió llamar a Bárbara a San Francisco para ver qué salía de eso, para ver si tenía remedio. Pero cuando el ama de llaves contestó: «La residencia del doctor Burke», Randall recordó, entre la bruma del alcohol, que Bárbara se había casado con Arthur Burke hacía un par de meses, y dejó el auricular en su lugar.