El doctor Deichhardt se acercaba a la tribuna, al púlpito revestido de raso y adornado con una cruz entretejida.
El doctor Deichhardt estaba leyendo en voz alta el anuncio completo y pormenorizado del descubrimiento del evangelio de Santiago y el informe de Petronio, y daba un resumen del contenido de los documentos, al mismo tiempo que mostraba un ejemplar del Nuevo Testamento Internacional que se publicaba oficialmente en aquel histórico día.
Randall sintió que una mano lo tomaba del brazo. Era el policía Lefèvre que ya le traía su billete.
– No lo pierda -previno a Randall- o volverá a la cárcel. -Metió el billete en el bolsillo de la chaqueta de Randall. Después buscó el brazo de su colega y le dio un tirón-. Gorin, disponemos de quince minutos antes de que los pongamos en el avión. Vamos a ver esto en el salón de bar, donde podremos sentarnos.
Minutos después, al entrar al bar del tercer piso, que era un hervidero de gente embrujada por las brillantes pantallas de televisión, Randall se quedó de pie, asombrado. Nunca había visto una escena igual. Había espectadores no sólo en las mesas, arrodillados en el suelo, sentados con las piernas cruzadas, acuclillados en los corredores que había entre las mesas, sino también los había de pie, llenando el salón, todos ellos con la atención fija en la docena de televisores que había allí.
Pero algo más estaba sucediendo. Muchos de los espectadores, quizá la mayoría, se estaban comportando como si fueran peregrinos que estuvieran presenciando un milagro en Lourdes. Unos rezaban para sí, otros lo hacían en voz alta, y otros repetían en voz baja las palabras que salían de los televisores. Algunos lloraban, otros más se balanceaban hacia delante y hacia atrás, y en un rincón remoto se produjo una conmoción repentina. Una mujer, de nacionalidad indeterminable, se había desmayado y estaba siendo atendida.
No había dónde sentarse; no obstante, en unos cuantos minutos el maître d'hôtel del bar del aeropuerto había instalado una mesa y tres sillas para ellos. Randall se recordó a sí mismo que para la Policía siempre había lugar.
Sentándose desgarbadamente junto a su siamés Gorin, Randall miró alrededor del salón preguntándose si alguno de los presentes habría notado las esposas. Pero nadie de los que le rodeaban de cerca se interesaba en otra cosa que lo que estaba apareciendo en las pantallas de televisión.
Randall se decidió a echar una mirada a la pantalla más cercana, y al punto comprendió cuál era la fuerza que motivaba la reacción emocional que invadía el bar.
El aspecto ascético del dominee Maertin de Vroome, su delgada estructura ataviada con un talar bordado, llenaba la pantalla. Desde el púlpito del palacio real leía en francés y en voz alta el Evangelio según Santiago, en su totalidad, de las páginas del Nuevo Testamento Internacional, abierto frente a él (mientras toda una batería de intérpretes hacía traducciones instantáneas a otros idiomas para los televidentes de todo el mundo). Su sonora recitación de la Palabra resonaba por todo el ámbito, como si fuera la voz del Señor mismo, y hasta las oraciones y los llantos enmudecían.
A lo lejos, el inoportuno altavoz anunciaba la salida de un vuelo, y el oficial de Policía, Lefèvre, aplastó la colilla de su cigarrillo e hizo una seña a Randall:
– Es hora de partir.
Ya en camino, desde todas direcciones, los persistentes sonidos de los aparatos de televisión y de las radios de transistores acechaban a Randall y a los dos policías que lo flanqueaban.
Los pasajeros afluían al jet trasatlántico por la rampa de acceso. Mientras Gorin retenía atrás a Randall, Lefèvre consultó en voz baja con un empleado de la aerolínea, y luego regresó y explicó:
– Tenemos instrucciones de que usted sea el último en abordar el aparato, Monsieur Randall. Serán sólo unos minutos más.
Randall asintió y miró a su izquierda. Aun allí, en la puerta de salida, un televisor portátil estaba funcionando, y había otro grupo de espectadores que iban de paso y hacían una breve pausa para echar un último vistazo a la transmisión antes de subir a la nave para su vuelo. Randall trató de captar las diversas escenas que aparecían y desaparecían en la pantalla.
Hubo rápidas secuencias de dirigentes mundiales que hacían algún comentario o bien ofrecían una breve congratulación a la Humanidad por haber recibido la maravilla del retorno de Jesucristo. Apareció el Papa desde el balcón de la Basílica de San Pedro, con la plaza del Vaticano a sus pies, y el presidente de Francia en el patio del Palacio del Elíseo, y la familia real en el Palacio de Buckingham, y el presidente de los Estados Unidos en la Oficina Ovalada de la Casa Blanca. Y anunciaron que más tarde, durante el día, aparecerían presidentes y primeros ministros desde Bonn, Roma, Bucarest, Belgrado, México, Brasilia, Buenos Aires, Tokio, Melbourne y Ciudad de El Cabo.
La imagen había vuelto al interior del palacio real de Amsterdam y la cámara se acercaba a los teólogos congregados allí, cuando su portavoz, Monsignore Riccardi, declaraba que en los doce días siguientes (un día por cada discípulo de Cristo; Matías, naturalmente, sustituyendo a Judas) se celebraría la aparición del Jesucristo corpóreo en las páginas del Nuevo Testamento Internacional.
El día de Navidad, anunciaba Monsignore Riccardi, los púlpitos de todas las iglesias de la cristiandad, católicas y protestantes por igual, se consagrarían a la glorificación del Cristo Redivivo, y los predicadores y sacerdotes ofrecerían sus sermones en base al nuevo quinto evangelio, que ahora era el primero y también la mejor esperanza de la Humanidad.
El día de Navidad, pensó Randall. El día en que siempre (salvo los dos últimos años) había vuelto a Wisconsin, a Oak City, a la blanca iglesita con su campanario desde donde Nathan Randall se dirigía a su rebaño. Fugazmente pensó en su padre y en el protegido de su padre, Tom Carey, y en cómo y dónde estarían ellos viendo y escuchando este programa transmitido por satélite, y en lo que sería la Navidad con Santiago el Justo formando parte de toda familia reverente.
La mirada de Randall volvió a la pantalla. Hubo tomas de Ángela Monti, del profesor Aubert, del doctor Knight y de Herr Hennig, y el comentarista iba explicando que esas personas habían estado implicadas en el descubrimiento, la autenticación, la traducción y la impresión de la nueva Biblia, y que en breve se acercarían a los micrófonos para responder a las preguntas que les hicieran los miembros de la Prensa allí reunidos.
La cámara se había vuelto una vez más a Monsignore Riccardi, quien estaba concluyendo sus palabras.
Distrajo a Randall el empleado de la aerolínea, quien les estaba haciendo señas desesperadas desde la puerta de la rampa de abordaje.
– Voilà, todos están ya en el avión -dijo Gorin-. Usted es el último. Vamos a escoltarlo hasta el interior.
Los dos policías empujaron a Randall hacia la puerta y Lefèvre sacó un manojo de llaves, introduciendo una de ellas en las esposas que unían a Randall con Gorin. Las esposas se abrieron y Randall retiró la mano y el brazo, sobándose la muñeca.
Habían llegado a la plataforma.
– Bon voyage -dijo Lefèvre-. Lamento que haya tenido que ser así.
Randall asintió con la cabeza sin decir palabra. Él también lamentaba que hubiera sido así.
Estiró el cuello para echar un último vistazo al espectáculo transmitido vía satélite desde Amsterdam. No alcanzaba a ver el televisor, pero todavía podía oírlo. Randall se alejó de sus guardianes, pero la apocalíptica voz de Monsignore Riccardi lo seguía.
– Como escribió San Juan, «si no veis señales y maravillas, no creeréis». Y ahora tenemos que Santiago escribió: «Yo he visto, con mis propios ojos, señales y maravillas, y puedo creer.» Ahora toda la Humanidad puede repetir: ¡Creemos! Christos anesti! ¡Cristo ha resucitado! Alithos anesti! ¡Verdaderamente ha resucitado! Amén.