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Cuando llegaron al kiosco de revistas y periódicos, al otro lado de la calle, Randall detuvo a Julio un momento.

– ¿Cuánto debo ofrecerle a la chica?

– Una muchacha como María, que es de primera clase, les cobraría a los italianos diez mil liras (alrededor de quince dólares), pero a un turista, especialmente a un norteamericano que vista bien y no sepa regatear, quizá le pida veinte mil liras (treinta dólares), aunque tal vez regateando la consiga por menos. Esa suma cubre un máximo de media hora en la cama… en algún hotel cercano de segunda. Uno paga por el tiempo. Si todo lo que quiere es hablar, le cuesta lo mismo. Pero -Julio le guiñó un ojo-, algunas veces uno puede hablar y además hacer el amor. Esas muchachas están orgullosas de poder lograr muchas transacciones en poco tiempo. La media hora normalmente se convierte en diez minutos, lapso en el que se pueden encargar de un hombre. Son muy listas. Pero, veamos si María está en su sitio.

Julio se codeó para pasar entre los curiosos congregados alrededor del kiosco, se detuvo bajo el toldo rojo y miró hacia las hileras de mesas que estaban de espaldas a la Via Veneto. Randall lo había seguido, pero se mantuvo alejado a cierta distancia. Julio estaba buscando entre los parroquianos, y su rostro se iluminó al reconocerla. Hizo una señal a Randall y se deslizó entre dos mesas hacia la parte trasera. Randall lo seguía unos cuantos metros detrás.

Era una chica bonita y joven que estaba agitando la aceituna que tenía ensartada en un palillo de dientes dentro de su copa de Martini y que ahora levantaba una mano para saludar a Julio. Tenía cabello largo y negro que enmarcaba su virginal rostro; era el retrato de la pureza y la inocencia, desmentido sólo por su ligero vestido veraniego. Tenía en el frente un gran escote que revelaba la mitad de cada uno de sus grandes senos, era corto y estrecho y lo tenía bastante arriba, mostrando sus llenos muslos.

– María -murmuró Julio, haciendo el gesto de besar el dorso de la mano de la muchacha.

– Signore Julio -respondió la chica con complacida sorpresa.

Julio permaneció de pie, inclinándose hacia ella y hablándole en italiano, en voz baja y con rapidez. Escuchándolo, ella asintió dos veces con la cabeza y observó abiertamente a Randall, quien estaba de pie, sintiéndose incómodo y torpe.

Julio retrocedió e hizo avanzar a Randall.

– María… éste es mi amigo de Norteamérica, el señor Randall. Trátalo bien -se enderezó y le sonrió satisfecho a Randall-. María lo tratará bien. Por favor, siéntese. Arrivederci.

El encargado se había marchado, y Randall tomó una silla al lado de María, sintiéndose todavía incómodo y preguntándose si alguno de los otros parroquianos lo estaría mirando. Pero nadie parecía prestarles atención alguna.

María se acercó más a él, y los montículos de sus semidesnudos senos temblaron provocativamente. Volvió a cruzar las piernas y esbozó una media sonrisa.

– Mi fa piacere di vederla. Da dove viene?

– Lo lamento, pero no hablo italiano -se excusó Randall.

– Discúlpeme -dijo María-. Estaba diciéndole que estoy encantada de conocerlo y que de dónde es usted.

– Soy de Nueva York. Mucho gusto en conocerla, María.

– Julio dice que usted también es amigo del Duca Minimo -su sonrisa se hizo más amplia-. ¿Es cierto eso?

– Sí, somos amigos.

– Es un viejo agradable. Quería casarse con mi mejor amiga, Gravina, pero no tenía los medios. Qué lástima.

– Puede ser que pronto tenga dinero -dijo Randall.

– Oh, ¿de verdad? Eso espero. Se lo diré a Gravina -sus ojos se fijaron en los de Randall-. ¿Te gusto? ¿Piensas que soy bonita?

– Eres muy bonita, María.

– Bene. ¿Quieres hacer el amor ahora mismo? Te haré todo. Te haré un buen trabajo. Puedo hacerlo normalmente o a la francesa, como te guste. Estarás feliz. Sólo serán veinte mil liras. No es demasiado por un buen trabajo. ¿Quieres venir con María ahora?

– Mira, María, aparentemente Julio no te lo explicó… pero hay algo más importante que necesito de ti.

Ella parpadeó como si estuviera loco.

– ¿Más importante que hacer el amor?

– En este momento, sí. María, ¿sabes tú dónde vive Lebrun… el Duca… el Duca Minimo… sabes dónde vive?

Ella se puso instantáneamente en guardia.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Yo tenía su dirección, pero la perdí. Se suponía que nos íbamos a reunir hace una hora. Julio pensó que tú me podrías ayudar.

– ¿Nada más para eso viniste conmigo?

– Es muy importante.

– Para ti sí, para mí no. Lo siento. Conozco su dirección, pero no puede darla. Él nos hizo jurar a mi amiga y a mí que nunca la daríamos. No puedo faltar a mi promesa. Así que tal vez ahora sí tengas tiempo para que María te haga el amor.

– Solamente tengo tiempo para verlo a él, María. Si él es tu amigo, puedo decirte que quiero verlo para ayudarlo -Randall sacó su billetero del bolsillo interior de la chaqueta-. Tú dijiste que harías el amor por veinte mil liras. Está bien, ¿te parece que vale veinte mil liras si puedes hacerme feliz de una manera diferente?

Él estaba extrayendo de su cartera los billetes de alta denominación cuando ella miró nerviosamente alrededor y le empujó la cartera.

– Aquí no, por favor.

– Lo lamento -Randall volvió a meter su billetero en el bolsillo, pero guardó el rollo de liras dentro del puño-. Para mí lo vale. No tienes que hacer nada. Sólo muéstrame dónde vive.

María contempló el dinero, que estaba medio escondido en la mano de Randall, y lo miró a él astutamente.

– He jurado no decirlo. Pero tú quieres ayudarlo. ¿Lo vas a hacer rico?

Randall estaba dispuesto a estar de acuerdo con todo.

– Sí.

– Si es por él, yo misma te mostraré dónde vive. Su apartamento está cerca de aquí.

Él suspiró aliviado.

– Gracias.

Sin demora, Randall pagó la cuenta de María y ambos se levantaron y abandonaron juntos el Café de París. Pasaron por el kiosco de la esquina, alcanzaron la luz verde del semáforo y cruzaron la Via Veneto hacia la esquina del «Hotel Excelsior».

Ella señaló una ancha calle que corría al lado del hotel.

– Via Boncompagni -dijo-. Él vive en esta calle, no muy lejos. Tres o cuatro manzanas. Podemos caminar.

María tomó a Randall del brazo y empezaron a caminar animadamente por la Via Boncompagni. Ella iba tarareando al caminar, pero al finalizar la primera manzana, se detuvo abruptamente y estiró la palma de su mano.

– Págame ahora -le dijo.

Él depositó el fajo de liras en la mano de María, que soltó a Randall con la otra mano mientras contaba cuidadosamente los billetes. Satisfecha, metió el dinero en su bolso blanco.

– Te llevaré con tu amigo -dijo ella.

María comenzó a caminar de nuevo, volviendo a tararear, y Randall caminó a su lado. Al llegar a la tercera manzana, él dijo:

– ¿Cómo sabes tú dónde vive el Duca?

– Te lo diré, pero no se lo repitas a él. Es muy orgulloso. Algunas veces, cuando Gravina o yo, y una o dos de las otras chicas también, no podemos conseguir cuarto en un hotel porque está lleno, hacemos un arreglo con el Duca para usar su habitación para atender nuestros clientes. Le pagamos a él la mitad de nuestros ingresos por usar su cuarto. A nosotros no nos importa. Él es amable, y eso le ayuda a pagar su renta.

– ¿Cuánto paga de renta?

– Por una habitación con baño y una pequeña cocina, cincuenta mil liras al mes.

– ¿Cincuenta mil? Eso equivale, aproximadamente, a ochenta dólares? ¿Puede él con ese gasto?

– Ha vivido aquí durante muchos años, dice él. Desde que era rico.

Estaban cruzando una intersección, la Via Piemonte, y llegando a la cuarta manzana.

– ¿Cuándo fue rico? -preguntó Randall.

– Él dice que hace cuatro o cinco años.

Eso concordaba, pensó Randall. Hacía cinco años que Lebrun había recibido su parte de la transacción con Monti por el descubrimiento de Ostia Antica.

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