– ¿Estás listo? -dijo ella-. Ahora iremos a ver a mi padre.
– De nuevo, Ángela, gracias.
Ella habló rápidamente en italiano al chófer y le dio en inglés el domicilio adonde iban.
– A la Villa Bellavista, que está justo después de entrar a la Via Belvedere Montello.
El auto giró rápidamente y se metió al tráfico de la Via Veneto. Iban en camino a ver al profesor Augusto Monti.
«Por fin», pensó Randall.
El recorrido duró cuarenta minutos, tal vez cuarenta y cinco. Randall alcanzó a ver los nombres de algunas de las plazas y las calles por las que transitaban. Piazza Barberini. Via del Tritone. Piazza Cavour. Viale Vaticano, bordeando la ciudad del Vaticano. Via Aurelia, a la salida de Roma. Via di Boccea, ya en la campiña, con algunos edificios y poblados esparcidos.
Una vuelta a la derecha. La Via Belvedere Montello. El «Opel» estaba aminorando la marcha. El «Opel» frenó.
– Aquí es -dijo Ángela-. Villa Bellavista.
Randall miró por la ventanilla del auto. Detrás de una cerca de hierro color verde, cuya base de piedra era una combinación de rosa y amarillo, más allá de un jardín ondulado y parcialmente oculta tras de cipreses y pinos, se alzaba una rojiza mansión de dos pisos.
Ángela dijo algo al chófer, éste metió la velocidad y el «Opel» se movió lentamente junto a la cerca de hierro hasta llegar a la puerta que un portero canoso sostenía abierta. El portero saludó y Ángela contestó el saludo, mientras Giuseppe dirigía su coche a través de una vereda. Segundos después se encontraban frente a la escalinata que conducía a la terraza y a la apartada puerta principal de la mansión.
Giuseppe había dado la vuelta al auto rápidamente para ayudarlos a salir. Randall, con su portafolio y una mezcla de emociones (expectación, aprensión), subió los escalones junto con Ángela. Al llegar a la puerta principal, ella no se molestó en sacar la llave. La puerta no estaba acerrojada. La abrió, por encima del hombro hizo a Randall una seña con la cabeza, y él la siguió hacia dentro de la casa.
Estaban en el pasillo de entrada, cuyo piso estaba compuesto por ladrillos barnizados. A la izquierda había una escalera. A la derecha, una sala. Entraron a la sala, que era un cuarto enorme con techo abovedado y por piso más ladrillos rojos barnizados. El mobiliario incluía dos pianos de cola, varios conjuntos de muebles y una variedad de lámparas.
«Demasiada casa para un profesor retirado y solitario», pensó Randall.
Ángela lo condujo hacia el conjunto más cercano para que tomara asiento; un sofá de terciopelo verde, una mesa para café y varias sillas en color crema. Pero Randall no se sentó en el sofá. Permaneció de pie, rígido, con la vista fija. Dos escenas extrañas y confusas llamaron su atención.
Al frente, la ventana que daba al jardín lo inquietó. Estaba protegida con barrotes de arriba a abajo.
También al frente, a través de una puerta lateral, dos mujeres jóvenes habían entrado al cuarto. Estaban idénticamente ataviadas, con cofias almidonadas, cuellos blancos y delantales encima de unos uniformes azul marino.
Perplejo, Randall se giró hacia Ángela. Ella lo miraba fijamente, e hizo una pequeña afirmación con la cabeza.
– Sí, mi padre vive aquí -dijo ella-. Es un asilo de locos.
Quince minutos después, a solas y paseando inquietamente por toda la sala (la recepción, en realidad) de la Villa Bellavista, Steven Randall aún no se recuperaba de la impresión que le causó la revelación de Ángela.
Hasta hoy, le había parecido perfectamente lógico creer que el profesor Monti se hallaba recluido en las afueras de Roma por razones políticas. Aun al llegar aquí, la Villa Bellavista le había engañosamente parecido una residencia privada; un escondite perfecto y lujoso para quien había sido un eminente arqueólogo que había hecho un descubrimiento invaluable. De hecho, esta construcción había sido, tiempo atrás, la mansión campestre de algún acaudalado romano que luego la vendió a un grupo de psiquiatras italianos que la habían convertido en una casa di cura, un sanatorio para enfermos mentales. Los doctores habían tenido buen cuidado de que el edificio conservara, hasta donde fuera posible, su mobiliario residencial y su atmósfera hogareña, en la creencia de que eso produciría un efecto saludable en los pacientes.
Pero era, simple y llanamente, usando las palabras de Ángela, un asilo de locos. Y el profesor Monti era, y había sido durante más de un año, su paciente más prominente (aunque sin publicidad).
Todo esto se lo había dicho Ángela en los emotivos momentos que siguieron a su primera revelación.
– Ahora comprenderás mis evasivas y mis mentiras -había dicho Ángela-. Mi padre estaba perfectamente bien; era normal, tenía la mente claramente aguda, hasta hace poco más de un año. De la noche a la mañana sufrió un colapso mental total. Se volvió abstraído, desorientado, incomunicativo, y desde entonces lo han atendido aquí. No podía decírselo a nadie; ni a los editores, ni siquiera a ti, Steven. Si se hubiera sabido la noticia… si la hubieran distorsionado los enemigos de mi padre o los enemigos del proyecto… podría haberse creado un estigma, una duda acerca de todo su trabajo, de su descubrimiento, del propio proyecto. Yo no podía permitir que eso sucediera, así que me interpuse entre mi padre y todos aquellos que deseaban verlo. Pero anoche me di cuenta de que ya no podría impedir que tú lo averiguaras. Estuve tentada a decírtelo y terminar con el asunto, pero temía que pudieras todavía pensar que te estaba mintiendo. Así que hice lo que tú deseabas. Te traje a Roma, a la Villa Bellavista, para que vieras por ti mismo. Ahora, ¿confiarás en mí, Steven?
– Por siempre jamás, querida -Randall la había tomado en sus brazos, conmovido y avergonzado-. Lo siento, Ángela; en verdad lo siento. Espero que me perdones.
Ángela lo había perdonado, porque pudo comprender sus dudas, y le había dicho otra cosa:
– Además, te traje aquí para que conocieras a mi padre por otra razón. Él normalmente está en lo que parece ser un estado catatónico, aunque algunas veces, en raras ocasiones, muy raras, tiene breves intervalos de lucidez. Siempre, cuando mi hermana y yo lo vemos, está completamente fuera de contacto con toda realidad. Pero algunas veces tiene un destello, un chispazo de su propio ser normal y consciente. Yo esperaba, por ti, que al mostrarle la fotografía y al hablarle, podrías conmover algún recuerdo de su pasado. De este modo, se despejaría tu última duda acerca del Evangelio según Santiago.
– Gracias, Ángela. Pero, realmente no esperas que tu padre pueda reconocer algo, ¿verdad?
– Es muy poco probable. Sin embargo, uno nunca sabe. Existen tantos misterios acerca de la mente humana. De todos modos, entraré a verlo yo sola. Tú espera aquí. No me demoraré. Después, yo me encargaré de que alguien te lleve a verlo.
En seguida, Ángela desapareció.
Randall continuó paseando, tratando de comprender cómo un brillante profesor como Monti (con una mente tan abierta durante toda su vida) pudo haberse vuelto loco de la noche a la mañana. Ya no le interesaba alternar con esa mente. Nunca antes había tenido que vérselas con un enfermo mental. No tenía la menor idea de lo que podía esperar o de cómo comportarse. No obstante, se aferraba a una pequeña esperanza de que el profesor pudiera (con alguna palabra, alguna seña) resolver sus inquietudes acerca del Papiro número 9, y sabía que debía llevar a cabo esa entrevista.
Randall se dio cuenta de que Ángela Monti había reaparecido.
No estaba sola. Había entrado a la sala de recepción acompañada por una joven enfermera, alta y huesuda. La enfermera permaneció atrás, junto a la puerta abierta, y Ángela se dirigió hacia Randall, circunspecta y tensa.
– ¿Cómo está? -quiso saber Randall.
– Tranquilo, cortés, sereno -dijo ella, tragando saliva y añadiendo-: No me reconoció.