Randall conjeturó que, a menos que hubiera alguien, en algún lugar, que apoyara sus dudas o que se las despejara para siempre, tendría que dedicarse a Resurrección Dos con fe ciega. También sabía que era difícil, casi imposible, tener una fe ciega después de que uno había abierto los ojos. Pero, ¿abierto los ojos a qué?
En ese instante le vino una idea, y sus ojos se abrieron ante una posible solución que había pasado completamente por alto, la más obvia de todas.
– Oscar, ¿puedo usar su teléfono?
– Hay uno detrás de usted, en la pared. Adelante, úselo. Ahora, con su permiso, tengo muchas cosas que limpiar.
Randall dio las gracias al fotógrafo, esperó a que se marchara, y finalmente tomó el teléfono y llamó a Resurrección Dos.
Le dijo a la operadora del conmutador que quería hablar con el abad Petropoulos. Segundos más tarde, la operadora lo había conectado con la secretaria del doctor Deichhardt.
– Habla Steven Randall. ¿Todavía se encuentra ahí el abad Petropoulos?
– Sí, señor Randall. Acaba de regresar de almorzar con los editores. Todos están conferenciando en la oficina del doctor Deichhardt.
– ¿Podría avisarle? Quisiera hablar con él.
– Lo lamento mucho, señor Randall, pero tengo instrucciones de no interrumpir ni pasar llamadas telefónicas.
– Mire, nadie se va a molestar. Ellos saben que yo soy el responsable de que el abad se encuentre aquí. Entre y dígales que es muy importante.
– No puedo, señor Randall. Las órdenes del doctor Deichhardt fueron precisas. No quieren que se les interrumpa.
Exasperado, Randall cambió de táctica.
– Está bien, ¿cuánto tiempo estará ahí el abad?
– El doctor Deichhardt lo acompañará al aeropuerto dentro de cuarenta y cinco minutos.
– Bueno, yo estaré ahí de vuelta en menos de media hora. ¿Puede usted tomar un mensaje y encargarse de que el abad Petropoulos lo reciba en el instante en que salga de la junta?
– Por supuesto.
– Dígale… -Randall reflexionó acerca del recado, y luego lo dictó lentamente-: Dígale que Steven Randall quisiera verlo brevemente antes de que parta para Schiphol. Dígale que le agradeceré que fuera a mi oficina. Dígale que deseo… darle de nuevo las gracias personalmente, y despedirme de él. ¿Está claro?
La secretaria lo había anotado todo. Satisfecho, Randall colgó y luego salió apresuradamente a buscar un taxi.
Veinticinco minutos más tarde, Randall había regresado al primer piso del «Hotel Krasnapolsky», ansioso por mostrarle al abad Petropoulos la confusa fotografía del Papiro número 9.
Había entrado a su oficina y se preparaba para recibir al abad, cuando se dio cuenta de que no estaba solo.
En el otro lado del despacho se hallaba George L. Wheeler, un Wheeler que Randall jamás había visto. La rubicunda y redonda cara del editor estaba desprovista de su habitual disfraz de alegre vendedor. Wheeler estaba furioso. Su robusto cuerpo avanzó y se plantó frente a Randall.
– ¿Dónde diablos ha estado usted? -ladró Wheeler.
Intimidado por la inesperada agresividad de su patrón, Randall titubeó.
– Bueno, quería reunir algunas fotografías publicitarias y…
– No me salga con estupideces -dijo Wheeler-. Yo sé dónde ha estado. Fue a ver a Edlund. Acaba de estar allí.
– Así es. Hubo un incendio en su cuarto oscuro y nosotros…
– Ya estoy enterado de ese maldito incendio. Sólo quiero saber qué andaba usted haciendo de curioso por allá. Usted no fue a conseguir ningunas fotografías publicitarias. Fue allá porque sigue jugueteando con el Papiro número 9.
– Tenía algunas dudas más y quería comprobar algo.
– Con Edlund. Y como él no lo pudo ayudar, entonces decidió molestar nuevamente al abad Petropoulos -dijo Wheeler con disgusto-. Pues bien, yo he venido a decirle que no va a ver al abad, ni hoy ni nunca. Hace diez minutos que salió al aeropuerto. Y si usted tiene la simpática idea de ponerse en contacto con él en Helsinki o en el Monte Atos para que le dé una respuesta, olvídelo. Le pedimos que no vea a nadie ni hable con nadie, incluyendo a nuestro personal, acerca de nada que tenga que ver con el Evangelio según Santiago, y él estuvo completamente de acuerdo. También el abad desea proteger la obra de Dios, tanto de aquellos que están dentro como de quienes están fuera y que quieran crear problemas.
– Mire, George, yo no estoy tratando de crear problemas. Sólo quiero reasegurarme de que todo lo que respaldamos es auténtico.
– El abad está satisfecho de su autenticidad, y nosotros también. Así que, ¿qué diablos está usted tratando de hacer?
– Sólo trato de convencerme a mí mismo. Después de todo, yo formo parte de esta empresa…
– Entonces, maldita sea, ¡compórtese como tal! -El semblante de Wheeler estaba lívido-. Compórtese como uno de nosotros, y no como si fuera miembro del pelotón de demoliciones de De Vroome. Usted mismo trajo al abad aquí para que comprobara el papiro, y él lo examinó y confirmó que era genuino. Con un demonio, ¿qué más quiere usted?
Randall no respondió.
Wheeler dio un paso hacia delante.
– Yo le diré qué es lo que nosotros queremos. Queremos sustituirlo a usted, pero sabemos que el hacerlo nos provocaría retrasos. Así que hemos acordado que si se dedica a sus propios asuntos y deja de entrometerse en los nuestros, aceptaremos que continúe. Nosotros lo contratamos, con un sueldo muy abundante, para lanzar nuestra Biblia al público; no para investigarla. Nuestra Biblia ha sido analizada mil veces por hombres que están capacitados y que saben lo que hacen. Tampoco lo contratamos para que usted hiciera el papel de Abogado del Diablo. Ya hay suficientes De Vroome allá afuera sin que usted los ayude y los conforte. Usted está aquí para una sola cosa: para vender nuestra Biblia. Y a mí me han elegido para recordarle cuál es su verdadera tarea, y más vale que la haga… que se dedique a su trabajo y a nada más.
– Eso es lo que me propongo hacer -dijo Randall llanamente.
– No me interesan sus intenciones; me interesan los resultados. Lo que necesitamos son hechos. Escúcheme, nosotros sabemos quién trató de destruir el cuarto oscuro de Edlund. Sabemos que fueron algunos de los rufianes de De Vroome…
– ¿De Vroome? ¿Cómo podría él o cualquiera de sus colaboradores meterse en ese lugar?
– Olvídese del cómo y recuerde el quién. Fue De Vroome, y usted tendrá que creernos. Ahora bien, ya no vamos a correr más riesgos con ese radical hijo de puta. Está desesperándose y es capaz de cualquier cosa. Vamos a ganarle la partida. Hemos modificado nuevamente la fecha del anuncio. Lo vamos a hacer cuanto antes. Lo haremos dentro de ocho días, el viernes cinco de julio. He estado con el personal de usted durante una hora, y hemos cambiado la fecha para el palacio real y para el Intelsat. Estamos preparando los telegramas y cables para invitar a la Prensa. Estamos apresurando la redacción de artículos previos al anuncio, para que la Prensa ponga sobre aviso al público acerca de un gran acontecimiento que ocurrirá dentro de una semana, a partir de mañana. Hemos ordenado a Hennig que traiga libros sin encuadernar, tan pronto como los tenga listos, para estos colaboradores. Queremos que el personal de publicidad (y esto también lo incluye a usted) trabaje día y noche, hasta el día del anuncio. Queremos que todas las gacetillas estén listas en el momento en que entremos al palacio real para informar de nuestra Biblia al mundo entero. Escúcheme, Steven, nada debe interferir con su trabajo a partir de este momento.
– Está bien, George.
Wheeler caminó airosamente hacia la puerta de la oficina, la abrió y se giró para ver a Randall.
– Sea lo que fuere lo que anda buscando, Steven, créame, no lo va a encontrar. Porque no existe. Así que deje de perseguir fantasmas y confíe en nosotros.
Wheeler se había marchado.
Y Randall se quedó con sus preguntas y sin respuestas. De repente, algo más había quedado. Un nuevo fantasma.