Randall también señaló el papiro.
– Doctor Jeffries, éstas son las líneas que el abad acaba de traducir, ¿verdad?
– Las líneas que causaron los problemas -dijo el doctor Jeffries-. Sí, ésas son.
Randall acercó la cabeza a sólo unos cuantos centímetros del papiro para examinar atentamente los pequeños caracteres.
– Asombroso -dijo-. Son mucho más claros, más fáciles de leer que la fotografía que yo tengo del fragmento -levantó la vista-. ¿A qué se deberá? Yo pensé que la fotografía infrarroja restauraba la escritura antigua que no podía ser descifrada, y que la hacía más clara que el original. ¿No es verdad?
– Temería generalizar -dijo el doctor Jeffries desinteresadamente.
– Creo que Edlund me lo dijo en alguna ocasión. Si eso es cierto, entonces, de hecho, la fotografía debería ser más clara y más fácil de leer que este original.
– Cuando uno busca la precisión, siempre se refiere al original -dijo el doctor Jeffries impacientemente-. No hay distorsiones. Bueno, no hablemos más de ese maldito asunto. Subamos a comer.
Los tres subieron en el ascensor al primer piso donde Randall, habiendo decidido omitir el almuerzo, dejó a los dos letrados de Oxford y regresó a su oficina. Al entrar al cubículo de la secretaria, se sintió incómodo de pensar que tendría que enfrentarse a Ángela antes del anochecer. Pero su escritorio se hallaba limpio y el cuarto vacío, y entonces Randall recordó que la noche anterior le había pedido a ella que hiciera otro trabajo de investigación en la Sociedad Bíblica Holandesa.
Reconfortado por el pensamiento de que podría estar a solas… libre de Ángela, Wheeler y los demás… entró a su oficina, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata, encendió su pipa y empezó a caminar lentamente alrededor del cuarto.
En la Zaal G, el comedor, los editores celebraban el acontecimiento.
Solo en su oficina, Randall no estaba de humor para festejos; todavía no.
Un escrúpulo, un presentimiento le machacaba todavía el cerebro, y él quería definirlo mejor. Hans Bogardus había ensombrecido el proyecto al descubrir un error en el evangelio de Santiago, y ahora un experto incensurable, venido desde Grecia, había explicado el error y proclamado que la nueva Biblia era original y auténtica. Todo esto era verdad. Sin embargo, lo que había sucedido mientras tanto era lo que inquietaba a Randall.
En el Monte Atos, el abad había estado renuente a emitir un juicio acerca de la fotografía del papiro en duda, pero en ese momento había pensado que estaba correctamente traducido. Así las cosas, Petropoulos había admitido que todo el Nuevo Testamento debería ser considerado sospechoso. Ahora, unos cuantos días después, el abad había estudiado el mismo papiro, en su original, y había emitido juicio absoluto en el sentido de que el arameo no había sido traducido correctamente y, por lo tanto, el Nuevo Testamento se hallaba fuera de toda sospecha.
¿Qué había modificado el juicio del abad? ¿Una nueva inspección del papiro… o… un nuevo papiro que inspeccionar?
Éste era el aspecto absurdo de todo el asunto; la desaparición del Papiro número 9, la increíble desaparición, justo en el momento en que se había vuelto vital examinarlo. Coincidencia, ¿verdad? Muy bien. Entonces, el siguiente aspecto absurdo; la reaparición del papiro, la increíblemente afortunada recuperación del documento, precisamente a tiempo para que lo analizara el abad. Otra coincidencia, ¿verdad?
Bueno, tal vez.
Tal vez.
Era muy extraño cómo el más pequeño garabato aquí o allá pudiera establecer la diferencia entre el fraude profano y la verdad divina. La mera ubicación del más diminuto garabato, desapercibido antes, pero ahora visto, resucitaba las fortunas de cinco editores religiosos. Cuánto de la fortuna y el porvenir de los hombres dependía de cuán poco.
La fotografía era lo que más inquietaba a Randall. Si el abad no había podido distinguir los caracteres que formaban las palabras en la fotografía, debía haberlos encontrado más difícil de descifrar en el original. Maldita sea, esto simplemente no tenía sentido, se dijo a sí mismo Randall. Estaba casi seguro de que la fotografía infrarroja hacía resaltar lo que no se podía ver claramente en un original. No obstante, las palabras habían sido infinitamente más borrosas y tenues en la fotografía que el original que acababa de observar.
No, no tenía sentido. O, tal vez, tenía demasiado sentido.
Randall se detuvo frente a su archivo a prueba de fuego. Abrió la chapa, soltó la barra de seguridad y cogió la gaveta donde a petición de Wheeler había depositado la fotografía del Papiro número 9.
La carpeta de manila que contenía las fotografías que Edlund había tomado del hallazgo de Monti (el único juego que había en el edificio) se encontraba a la vista. Randall buscó la primera fotografía y la sacó. No era la número 9, sino una fotografía de la número 1. Desconcertado (él recordaba haberla puesto al frente cuando archivó la número 9 en su carpeta), Randall buscó entre todas las fotografías. La fotografía del Papiro número 9 era la última; la que estaba al final de todas.
Pensó que esto no era motivo de sospecha. Ya con anterioridad había sido descuidado para archivar. Lo que probablemente había hecho fue meter la fotografía del Papiro número 9 dentro de la carpeta sin darse cuenta del lugar en el que la había puesto.
Regresó a su escritorio con la copia brillante, ampliada a 28 por 36 centímetros, y se sentó en su silla giratoria para analizarla.
El doctor Jeffries había verificado, cuando se hallaban juntos en la bóveda, cuáles eran las líneas arameas en controversia. Ahora, Randall buscó esas líneas y las encontró de inmediato. Sus ojos las contemplaron fijamente, como si estuviera hipnotizado.
Esas líneas eran las mismas de antes; sin embargo, de alguna manera, no eran las mismas.
Parpadeó. Eran más claras, más precisas que cuando las había visto en Atos. Por lo menos, así le parecían. Con un demonio, eran tan legibles como el papiro original que acababa de observar en la bóveda, o aún más. Si ésta había sido la fotografía que le había mostrado a Petropoulos en Atos, el abad habría podido leer los caracteres fácilmente; de hecho, los habría leído mejor que cuando descifró el original.
Randall arrojó la fotografía sobre su escritorio y se frotó los ojos.
¿Lo estaba engañando la vista? ¿Era ésta la misma fotografía de siempre? ¿O era su viejo cinismo, el cinismo que su esposa Bárbara, que su desdichado padre, que él mismo siempre habían odiado; acaso era ese cinismo, esa autodestructiva desconfianza en cualquier cosa valiosa, que le envolvía y se esparcía por todo su cuerpo nuevamente, como un mal canceroso? Evaluó sus sentimientos.
¿Era la duda que persistía dentro de él, un deseo honesto de encontrar la verdad o era un maldito hábito de rechazar la fe?
¿Existía alguna razón para volver a sospechar, o estaba dando rienda suelta a su escepticismo acostumbrado, vulgar y sin fundamento?
Maldito sea, había una forma de saberlo.
Se levantó de la silla giratoria, tomó la fotografía y fue por su chaqueta.
Una persona le daría la respuesta. Una persona, y sólo una, había tomado la fotografía. Oscar Edlund, el fotógrafo de Resurrección Dos. Y era Oscar Edlund a quien iba a ver en este instante.
Media hora después, Randall se alejó del taxi que lo había llevado al domicilio de Edlund y se encontró contemplando una casa holandesa de tres pisos, del siglo xix, ubicada en un muelle conocido como el Nassaukade.
Randall se había enterado de que Resurrección Dos había arrendado esta casa como vivienda para algunos de los elementos que trabajaban para el proyecto. Albert Kremer, el redactor, y Paddy O'Neal y Elwin Alexander, los publicistas, eran algunos de los inquilinos que ocupaban las ocho recámaras. También aquí, Edlund tenía sus habitaciones y su cuarto oscuro.