Patinando, se detuvo frente a ellos, con tantos jadeos que no podía articular las palabras que quería decir.
Wheeler lo agarró de los hombros.
– Groat, ¿qué demonios sucede?
– Mijnheer Wheeler! -gritó Groat-. Help! Ik ben bestolen! Politie!
Wheeler lo sacudió fuertemente.
– ¡Maldita sea, hombre, hable en inglés! Spreek Engels!
– Auxilio… necesitamos ayuda -jadeó el rechoncho holandés-. Me… nos…, han robado. ¡ La Policía, debemos llamar a la Policía!
– Maldita sea, Groat, este lugar está lleno de policías -dijo Wheeler enojado-. ¿Qué sucedió? Contrólese y dígame qué es lo que ha ocurrido.
Groat tuvo un ataque de tos que finalmente logró controlar.
– El papiro… el Papiro número 9… falta… ¡Ya no está! ¡Lo han robado!
– ¡Usted está loco! ¡No puede ser! -bramó el editor.
– Lo he buscado por todas partes… por todos lados -susurró Groat-. No está en la gaveta que le corresponde… tampoco está en las otras gavetas… no está en ninguna parte.
– No lo creo -interrumpió Wheeler-. Iré a ver.
Wheeler caminó apresuradamente, seguido por el aterrorizado celador.
Randall los siguió lentamente, tratando de comprender lo acontecido.
Al llegar a la puerta abierta de la bóveda, Randall escudriñó la cámara a prueba de fuego y robo. Tenía por lo menos seis metros de fondo y tres de ancho, y estaba construida de hormigón reforzado con acero. Había unas hileras de gavetas metálicas que, según había oído Randall, estaban recubiertas con asbesto. Cuatro lámparas fluorescentes colocadas en el techo de hormigón brillaban sobre una larga mesa rectangular, cubierta con una superficie de mate blanco, donde yacían aproximadamente una docena de oblongos de vidrio plano.
La atención de Randall se concentró en la actividad de Wheeler y el celador de la bóveda.
Groat iba tirando hacia fuera una tras otra de las anchas gavetas cubiertas con vidrio, mientras Wheeler examinaba lo que contenían. Los dos se movían de una gaveta a otra, y el editor se veía cada vez más frustrado y apoplético.
Preguntándose si podría existir algún otro lugar dentro de la cámara donde el papiro se pudiera haber traspapelado, o incluso escondido, Randall examinó la bóveda una vez más. Había dos respiradores en lo alto del muro izquierdo debajo de los cuales, a la altura de los ojos, había una serie de discos e interruptores eléctricos, que sin duda servían para controlar la humedad de los invaluables y quebradizos papiros. El piso de piedra estaba limpio.
Randall retrocedió cuando el editor, con el rostro oscuro y preocupado, y el estupefacto y corpulento celador se encaminaron hacia él.
– Es imposible, pero Groat tiene razón -gruñó Wheeler-. Ha desaparecido al Papiro número 9.
– ¿Cómo ése? -preguntó Randall incrédulamente-. ¿Qué hay con los demás? ¿Todavía están aquí?
– Sólo ése -dijo Wheeler, temblando con una mezcla de ira y frustración-. Todo lo demás está en su lugar. -Abriéndose camino entre Randall y Groat, fue a inspeccionar la cerradura de la enorme puerta de acero-. No hay señales, ni pintura descascarillada. No ha sido forzada.
Randall se dirigió al celador.
– ¿Cuándo fue la última vez que usted vio el Papiro número 9?
– Ayer por la noche -dijo el atemorizado Groat-, cuando cerré la bóveda para irme a casa. Todas las noches, antes de irme, reviso cada una de las gavetas para asegurarme de que cada espécimen esté en su lugar y estudiar la condición en que se encuentra, para saber si el aparato humedecedor está preservando adecuadamente los fragmentos.
Wheeler se dio la vuelta.
– ¿Ha venido alguien de visita desde anoche?
– No, nadie -dijo Groat-, hasta que usted y el señor Randall llegaron.
– ¿Y qué me dice de los guardias que Heldering mantiene en este lugar? -quiso saber Randall.
– Es imposible para ellos -dijo el celador-. No tendrían manera alguna de entrar. No saben la intrincada combinación de seguridad.
– ¿Quién conoce la combinación? -preguntó Randall.
Wheeler se interpuso entre los dos.
– Yo le puedo decir quién tiene acceso. Sólo somos siete personas. Groat, por supuesto, Heldering y los cinco editores: Deichhardt, Fontaine, Gayda, Young y yo mismo. Nadie más.
– ¿Pudo alguien haber robado la clave de la combinación? -dijo Randall.
– No -contestó Wheeler llanamente-. La combinación nunca se ha escrito sobre papel. Todos la sabemos de memoria. -Movió la cabeza-. Esto simplemente no pudo suceder. Es increíble. Es el misterio más extraño al que me haya enfrentado jamás. Tiene que haber una solución sencilla. Repito que no pudo suceder.
– Pero sucedió -dijo Randall- y, por coincidencia, falta precisamente el fragmento de papiro que nos interesa, el que bajamos a ver.
– Me importa un bledo de qué papiro se trata -interrumpió Wheeler-. No podemos permitirnos el lujo de perder un solo fragmento. Dios mío, esto podría ser un desastre. Ni siquiera somos dueños de los papeles. Pertenecen al Gobierno italiano. Son tesoros nacionales. Después de que el arrendamiento caduque, tendremos que devolverlos. Y esto no es lo peor. Lo peor de todo es que deberemos tener todos los papiros originales para respaldar y comprobar la validez de nuestro Nuevo Testamento Internacional.
– Especialmente el Papiro número 9 -dijo Randall en voz baja-. Ése es el que está en duda.
Wheeler frunció el ceño.
– No hay nada que esté en duda.
– Plummer y De Vroome afirmarán ante el mundo que éste sí lo está, y por consecuencia toda la Biblia, a menos de que el abad Mitros Petropoulos lo pueda ver y nos dé la respuesta.
Wheeler se golpeó la frente con la palma de la mano.
– ¡Petropoulos! Me había olvidado de él. ¿Cuándo llega a la ciudad?
– Mañana por la mañana.
– Pues, maldita sea, tendrá usted que aplazar su visita. Envíele un telegrama. Dígale que su examen tiene que posponerse. Dígale que estaremos en contacto con él en Helsinki.
El corazón de Randall se hundió.
– George, yo no puedo hacer semejante cosa. Petropoulos ya está en camino de Amsterdam.
– ¡Maldita sea, Steven, tiene que hacerlo! No tenemos nada que mostrarle. Y dejemos ya de perder el tiempo. Tengo que notificar a Heldering y a su personal… y a Deichhardt y a los otros. Nuestra labor principal es averiguar dónde está ese papiro y recuperarlo.
– La Policía de Amsterdam -dijo Groat-. Debemos llamar a la Policía.
Wheeler se giró para mirarlo.
– ¿Está usted loco? Si permitimos que toda esa maldita fuerza policíaca de la ciudad se entere de esto, estaremos perdidos. Sería el fin de nuestra seguridad. De Vroome se enteraría de todo, y nos sacaría la delantera. No, eso no lo podemos hacer. Nosotros tenemos nuestra propia fuerza policíaca, así que voy a poner a Heldering sobre el asunto. Todo el mundo dentro de Resurrección Dos (y esto tendrá que ser una labor interna) será interrogado severamente. Cada oficina y cada escritorio serán completamente registrados. Aun las habitaciones donde vive nuestro personal, todas serán escudriñadas, hasta que recuperemos ese papiro faltante. Groat, usted quédese aquí en la bóveda, y no se aleje. El guardia de seguridad también. Yo, yo voy a subir directamente a hacer sonar la alarma. Y usted… usted, Steven, notifíquele a Petropoulos que no lo podemos recibir, cuando menos no por ahora.
Diez minutos después, cuando Randall regresó a su oficina, todavía profundamente preocupado, había encontrado un sobre apoyado contra el calendario de su escritorio.
Era un cablegrama enviado desde Atenas.
Estaba firmado por el abad Mitros Petropoulos.
El abad se hallaba, en verdad, camino de Amsterdam, y con ansiosos deseos de examinar el fragmento. Llegaría mañana por la mañana, a las 10,50.
Randall gruñó para sus adentros. El experto entre los expertos, el restaurador de la fe, ya estaba en camino. Ya no podría detenerlo. Y ya no estaba el error hallado por Bogardus para mostrárselo. No había nada que mostrarle, nada.