¿Nuestro Judas? Es Hans Bogardus, el bibliotecario del proyecto. Es de él de quien debemos deshacernos… si no queremos ver a nuestro Cristo crucificado de nuevo y para siempre.
Después de eso, sólo se oyó el suave ronroneo de la cinta terminada. Randall se estiró y apagó el aparato, guardándolo nuevamente en su portafolio.
Gélidamente, afrontó la vacía mirada de Bogardus.
– ¿Le interesa negar esto frente al doctor Knight, el consejo de editores y el inspector Heldering?
Hans Bogardus no contestó.
– Está bien, Hans; lo hemos descubierto. Afortunadamente para nosotros, lo que le ha entregado a su amigo Cedric Plummer, para el dominee De Vroome, no tiene gran valor. Ya no podrá obtener más información, y de seguro tampoco un ejemplar anticipado de la Biblia. Voy a ordenar a Heldering que envíe a un guardia de seguridad para que lo mantenga vigilado… hasta que localice a Deichhardt o a Wheeler en Maguncia y les informe de lo sucedido para que lo despidan.
Randall esperaba una explosión de histeria, una negación retardada, una salvaje escena defensiva.
No ocurrió nada.
Una mueca malévola, ruin, se dibujó en el rostro plano del joven holandés.
– Es usted un tonto, señor Randall. Esos jefes suyos… no me despedirán.
Esto era algo nuevo, inesperado, descarado.
– ¿No lo cree? Supongamos que tan sólo…
– Estoy seguro de que no -interrumpió Bogardus-. No se atreverán a despedirme cuando se enteren de todo lo que yo sé. Permaneceré en mi puesto hasta que yo decida irme. Y no me iré hasta que tenga la Biblia en mi poder.
El joven holandés estaba loco, pensó Randall. Era inútil seguir hablando con él. Randall empujó su silla hacia atrás.
– Está bien. Averigüemos.si se le despide o no. Voy a telefonear a Deichhardt y a Wheeler a Maguncia…
Bogardus empujó la mesa, todavía sonriéndole a Randall engreídamente.
– Sí, hágalo -le dijo-. Pero antes, cerciórese de una cosa. Dígales que Hans Bogardus, con su talento, ha descubierto en su Biblia lo que todos sus científicos, estudiosos de los textos y teólogos no lograron descubrir. Dígales que Hans Bogardus ha descubierto una imperfección, un defecto fatal que puede destruir su Biblia, hacerla aparecer como un fraude y arruinarlos por completo, si es que.se decide a divulgar semejante error ante el mundo. Y lo divulgaré si me fuerzan a dimitir.
«Está definitivamente loco», pensó Randall. Sin embargo, el joven holandés hablaba con tal convencimiento («tiene cerebro de computadora, puede localizar cualquier cosa», le había comentado cierta vez Naomí) que Randall no se levantó de su silla.
– ¿Un defecto fatal en la nueva Biblia? ¿Cómo pudo encontrarlo en un libro que no ha visto, ni mucho menos leído?
– He leído lo suficiente -dijo Bogardus-. He estado alerta durante un año. He investigado, he escuchado, un poco aquí, un poco allá. Recuerde que yo soy el bibliotecario de consultas. Me solicitan que investigue una palabra, una frase, un párrafo, una cita. Las consultas son cautelosas, pero yo he visto muchas piezas sueltas del rompecabezas. Es verdad que me han ocultado muchas cosas; a mí y a otras personas de aquí. No conozco el título preciso de la Biblia, ni el contenido exacto del descubrimiento; ni tampoco conozco el noventa por ciento del nuevo texto. Pero sí sé que sé algo que hasta ahora nadie conocía acerca de Jesucristo, con detalles de un ministerio prolongado. Estoy enterado, con certeza, de que a Jesús se le ubica en varios lugares fuera de la antigua Palestina; entre ellos, Roma.
Randall estaba impresionado, y respetaba más al bibliotecario.
– Muy bien, Hans. Supongamos que lo poco que dice saber sea verdad. ¿Quiere que yo crea que tan escaso conocimiento pudo proporcionar suficiente información para haber descubierto lo que usted llama un defecto…?
– Un defecto fatal.
– …de acuerdo, un defecto fatal que los más grandes expertos del mundo pasaron por alto; hombres que han tenido en sus manos el texto completo y quienes lo han traducido y estudiado durante muchos años.
– Sí -dijo Bogardus-, porque tienen una vista de embudo y ven sólo aquello que quieren ver; porque miran con los estrechos ojos de la fe. Yo se lo digo, ya ha sucedido aquí, en Amsterdam, con anterioridad. Entre 1937 y 1943, seis nuevos y desconocidos Vermeers, pintados en el siglo xvii, fueron descubiertos por un hombre llamado Hans van Meegeren y vendidos a los museos y a los coleccionistas más importantes del mundo en ocho millones de florines (más de tres millones de dólares). Los críticos y los expertos aclamaron la autenticidad de esos Vermeers, sin haberse dado cuenta de que las manos de Cristo, en uno de los retratos, habían sido pintadas tomando como modelo las propias manos de Van Meegeren; de que las sillas, en una de las pinturas, habían sido copiadas de las sillas del moderno estudio de Van Meegeren y de que el óleo utilizado sobre esos lienzos contenía resina sintética, que no existió sino hasta después de 1900, en tanto que Vermeer había muerto en 1675. Los cuadros eran un fraude que tiempo después fue descubierto Pero para cualquier experto no hubiera sido necesario observar el lienzo completo de un Vermeer falsificado para detectar el fraude. Un centímetro del lienzo, con su resina sintética, hubiera sido suficiente. Y yo, de la misma manera, he visto suficiente. He observado un centímetro del lienzo completo de su Biblia, y eso ha bastado para llamarla una falsificación.
Habiéndolo escuchado hasta este punto, Randall decidió seguirle el juego un poco más.
– Y tal defecto…, ¿se lo ha comunicado usted a Plummer y a De Vroome?
Bogardus titubeó.
– No, no lo he hecho. Aún no.
– ¿Por qué no?
– Eso… eso es un asunto personal.
Randall recargó las palmas de las manos sobre la mesa y se puso de pie.
– Bueno, ahora sí estoy seguro de que usted está mintiendo. Si hubiera algún error en la Biblia, se lo habría informado a Plummer de inmediato. Por eso le paga él, ¿no es verdad?
Bogardus se puso de pie de un salto. Su rostro estaba rojo de ira.
– Cedric no me paga nada. ¡Lo hago por amor!
Randall permaneció de pie, inmóvil. Ésa era la conexión. Bogardus y Plummer eran una pareja de enamorados. Había tocado un centro nervioso homosexual.
Bogardus giró la cara hacia otro lado.
– He guardado en secreto lo que sé; no se lo he dicho a Cedric. Sé el valor que eso tendría para él. Sería aún más importante que la nueva Biblia. Si él escribiera y publicara un artículo acerca de esa imperfección, del defecto, se… se haría rico y famoso. Pero no se lo he dicho, porque… ¿cómo es lo que dicen en las películas norteamericanas?… es mi as escondido. Porque, últimamente, Cedric no ha sido tan afectuoso conmigo y… y sé, aunque él no sabe que yo lo sé, que me ha sido infiel. Con alguien aún más joven y más… más atractivo. Cedric me ha dicho que, cuando todo esto termine, me llevará de vacaciones al norte de África. Me lo ha prometido, para después de que le entregue yo la nueva Biblia. Sí, la nueva Biblia será suficiente para que yo lo retenga por el momento. Pero, por si algo saliera mal, tengo mi as, mi última carta, mi descubrimiento secreto que arruinará todo lo que hay aquí.
Randall sintió un sobresalto ante la lastimera desesperación que reflejaba la aturdida voz del holandés; la desesperación de uno que teme perder al otro. Ahora, Randall se preguntaba qué tan cierto sería lo que clamaba el bibliotecario al decir que conocía algo del Nuevo Testamento Internacional que lo desacreditaría. Bogardus tenía que estar fraguando una mentira; cualquier cosa que atemorizara a los editores para que lo retuvieran y le entregaran el texto del nuevo descubrimiento. No había más remedio que desafiar al traidor.
– Hans… -le dijo Randall al holandés.
Bogardus, abstraído en su propia vileza frente a Plummer, apenas parecía recordar que no se hallaba solo.