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Con eso en común le parecía que merecía la pena afrontar el riesgo de seguirle.

Hacía mucho menos calor cuando se puso ya de una vez el sol rojo, y Kruger sabía por experiencia que en esta latitud tardaría unos siete u ocho días terrestres en salir de nuevo. Ambos tenían hambre, aunque no excesiva, y Dar Lang Ahn había recobrado una gran parte de su fuerza en las sesenta o setenta horas transcurridas desde la llegada de Kruger. La estrella azul se había desplazado hacia el sudoeste, pero aún debían transcurrir cierto número de días terrestres antes que le volviera a estorbar en su camino brillando delante de ellos.

Viajaban más despacio que cuando Dar estaba solo, y la principal razón se debía a la constitución física de Kruger, pues ningún ser humano puede ser tan ágil como los pequeños nativos de Abyormen, quienes además poseen unas articulaciones especialmente sueltas. Las manos y pies en forma de zarpa de Dar le ayudaban grandemente, y pese a lo débil que aún estaba tenía con frecuencia que detenerse para esperar a su voluminoso compañero.

Sin embargo, iban avanzando. No encontraron ninguna otra grieta demasiado grande, y tras unas docenas de horas de viaje empezaron a aparecer en la lava trozos de tierra. La vegetación se iba haciendo más densa y de vez en cuando encontraban agua depositada en agujeros sobre la lava. Era evidente que se iban aproximando al borde del flujo, ya que la lava era demasiado porosa para poder retener el líquido. Una vegetación maloliente, similar a las algas con las que Kruger estaba familiarizado, producía espuma y se aglomeraba en los depósitos de agua, con lo que los dos viajeros preferían seguir con los cactos que beber de ellos; aun así, su presencia les subía la moral. Dar tiró un poco hacia arriba de su paquete de libros y pareció doblar su velocidad. El trayecto se iba haciendo cada vez más fácil al ir estando rellenas de tierra las irregularidades de la lava, aunque dicha tierra se iba progresivamente cubriendo de vegetación. Al principio las plantas eran de tamaño pequeño, recordándole a Kruger pequeños arbustos, pero conforme iban encontrando más estanques y disminuía la cantidad de lava sobre el suelo las plantas crecían visiblemente hasta llegar a ser árboles de tamaño regular.

La mayoría de ellas eran tan conocidas por Kruger como por Dar, ya que el chico las había visto profusamente en su viaje desde el sur, fijándose bien en aquellas cuyos tallos y hojas sabía eran inofensivos. No estaba dispuesto a probar ninguna otra; cuando Dar vio algo que conocía y se lo ofreció a su compañero, Kruger movió la cabeza.

— No hay nada que hacer. Todo lo que he comido en este mundo tenía que probarlo primero, sin saber si me alimentaría o si me mataría. De cinco árboles que probé, dos me dieron dolor de barriga, y tuve suerte de que eso fuera todo.

Esperaré hasta ver algo que ya conozca, gracias.

Dar sólo entendió de esto la negativa, memorizándolo como algo que necesitaba una ulterior explicación. Tomó como hipótesis de trabajo el que el chico conociera y le desagradara la hoja en cuestión; aquella suposición concordaba al menos con la teoría de que Kruger fuera un nativo de la región de lava.

Para cuando el sol azul había dado la vuelta hacia el oeste, los árboles eran lo suficientemente espesos para darles sombra y la maleza tan densa que les estorbaba seriamente. No poseían ninguna herramienta cortante, exceptuando un pequeño cuchillo que formaba parte de los pertrechos del traje espacial de Kruger, y que no tenía ninguna utilidad para abrir un sendero.

Debido a todo esto, viajaban muy despacio. La impaciencia que Dar tenía no se reflejaba en su aspecto exterior, al menos para alguien tan poco familiarizado con la expresión de su rostro como Kruger.

Las clases de idiomas continuaban durante el viaje, a un ritmo más rápido incluso, dado el mayor número de puntos de referencia que entonces tenían. Kruger sintió que debían ya estar transmitiéndose las ideas bastante bien y no podía entender por qué aquello no parecía estar sucediendo. Tenían ya en común una gran cantidad de nombres y unos cuantos verbos. El número de adjetivos crecía ahora al poder establecerse comparaciones entre más objetos. Al hallar árboles de varios tamaños se pueden intercambiar los significados de «grande» y «pequeño»; si la comparación tratamos de hacerla entre una roca grande y un cacto pequeño no hay manera de saber si nos referimos a su tamaño, color, forma u otra cosa diferente.

Sin embargo, algo iba mal. Kruger empezaba a sospechar que el idioma de su compañero sólo tenía verbos irregulares y que cada sustantivo pertenecía a una declinación diferente. Dar, por su parte, se estaba dando cuenta de que el lenguaje de Kruger era más rico en homónimos que los que debía tener un idioma útil; el sonido «árbol», por ejemplo, parecía significar a la vez una formación vegetal con hojas largas, en forma de pluma y de color púrpura, y otra con el tronco mucho más corto y hojas casi redondas, e incluso otra que variaba de tamaño de un espécimen a otro.

No se atrevieron a permitir que los problemas del idioma absorbieran completamente su atención. Había animales en la selva, y no todos eran inofensivos. El olfato de Dar les alertaba de algunos animales carnívoros, pero no de todos; varias veces tuvo que recurrir en última instancia a su ballesta mientras Kruger se mantenía a la expectativa sujetando su cuchillo y esperando lo peor. En una o dos ocasiones los animales se asustaron del extraño olor humano. Kruger se preguntó si alguno de ellos se negaría a comer su carne por idéntico motivo, pero no sintió ninguna tentación de comprobarlo experimentalmente.

En sus primeras cien horas en la selva, Dar mató una criatura de mediano tamaño que después procedió a diseccionar con el cuchillo de su compañero y a comer con regocijo.

Kruger aceptó un trozo de carne cruda con cierta reserva interior, pero decidido a probar suerte. Iba en contra de toda regla, claro, pero si hubiera obedecido las referentes a probar todo alimento antes de consumirlo, haría ya varios meses que estaría muerto de hambre. En la presente situación aquello, si bien no era delicioso, por lo menos era comestible, y después de esperar ocho o diez horas decidió añadir un artículo más a su limitada lista de comidas permitidas.

Cuando entraron por primera vez en la selva, Dar cambió su rumbo hacia el nordeste.

Kruger se había esforzado en descubrir la razón, y al aumentar su número de palabras compartidas, sacó la conclusión de que su compañero quería llegar a un sitio en el que hubiera gran cantidad de agua, que podría ser un lago o un océano. Aquello parecía deseable, aunque no tuvieran ya problemas de agua debido a la cantidad de arroyos que cruzaban. Kruger había descubierto que a esta latitud se podía esperar la lluvia cada cien horas, o incluso menos, y quizá en la mitad de tiempo después de la salida del sol rojo. En el lugar donde empezó su viaje, mucho más al sur, esta estrella se hallaba todo el tiempo en el cielo, mientras que la azul salía y se ponía siguiendo un modelo propio, con lo que el tiempo resultaba más difícil de predecir.

La lluvia que esperaba no había llegado todavía cuando se dio cuenta de que algo parecía atraer la atención de Dar. Kruger sabía que su compañero podía oír, aunque no estuviera seguro de la localización de sus orejas, así que se puso a escuchar. Al principio sólo detectó los ruidos normales de la selva: las hoja y las ramas moviéndose con el viento, el tintineo de miles de pequeñas cosas vivientes, el goteo ocasional del agua de las hojas, que nunca cesaba, por mucho tiempo que hiciera que no llovía; pero Dar cambió levemente de rumbo, por lo que debía, efectivamente, haber oído algo. Tras caminar media milla más, Kruger empezó a oírlo.

Entonces se paró con una exclamación. Dar Lang Ahn giró un ojo hacia él y se paró también. Sabía tan poco de las expresiones faciales humanas como Kruger de las suyas, pero aun así se apercibió del cambio de color que habían experimentado las facciones del chico al oír el ruido.

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