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Por más que la tocase en otras partes, su boca no se separaba de la de ella. Podía recorrerla con las manos por donde eligiera, pero en ningún momento interrumpía el contacto con sus labios. Parecía anhelar su boca más que el oxígeno. Ryan le agarró los hombros y le clavó las uñas en la piel sin darse cuenta. Lo único de lo que era consciente era de que deseaba que aquel beso durara toda la vida.

Pierce sabía que la tenía dominada y que podía tocarla donde más placer les producía a ambos. Le bastó una ligera insinuación para que Ryan separara las piernas. Luego paseó un dedo por el interior del muslo izquierdo, hacia abajo, hacia arriba, recreándose en su textura sedosa y en la trémula respuesta del cuerpo de Ryan. Pasó por el centro de ella brevemente de camino al otro muslo y en todo momento sus labios siguieron jugando con los de ella.

Le dio mordisquitos, la lamió y luego posó los labios nada más. Ryan murmuraba el nombre de Pierce en un delirio de placer mientras éste le acariciaba las caderas, la curva de la cintura. Tenía unos brazos suaves como la seda. No le habría importado pasarse toda la vida acariciándoselos. Ryan era suya, pensó de nuevo y tuvo que controlar un impulso explosivo de penetrarla al instante. Consiguió transmitir toda su pasión a través de un nuevo beso; un beso que expresaba necesidades oscuras y profundas, así como una ternura infinita.

Incluso al introducirse dentro de Ryan, siguió paladeando el sabor de su boca. Se hundió lentamente, esperando a que su cuerpo se acostumbrara, refrenando su pasión hasta que le resultó imposible seguir conteniéndola.

Sus bocas seguían pegadas cuando Ryan gritó con la última oleada de placer.

No había una mujer igual, pensó aturdido Pierce mientras aspiraba el aroma del cabello de Ryan. No había una mujer igual. Los brazos de Ryan lo rodearon para mantenerlo cerca de su cuerpo. Estaba atrapado.

Horas después, Ryan puso dos filetes en la parrilla. Se había vestido con unos vaqueros de Pierce, ceñidos con un cinturón y con los bajos doblados varias vueltas para ajustar el tamaño a su estatura. La camiseta le bailaba ampliamente alrededor de las caderas. Ryan se arremangó por encima del codo mientras lo ayudaba a preparar la cena.

– ¿Cocinas igual de bien que Link? -le pregunta mientras lo miraba añadir unos cuscurros a la ensalada que estaba haciendo.

– No. Cuando una es secuestrada, señorita Swan, no puede esperar comidas de alta cocina.

Ryan se acercó hasta estar junto a él y lo rodeó por la cintura.

– ¿Vas a pedir un rescate? -preguntó justo antes de suspirar y apoyar la mejilla sobre la espalda de Pierce. Jamás en la vida había sido tan feliz.

– Es posible. Cuando me canse de ti.

Ryan le dio un pellizco, pero él ni se inmutó.

– Malo -dijo cariñosamente. Luego metió las manos bajo la camisa de Pierce y le acarició el torso. Esa vez sí notó que lo hacía temblar.

– Me distraes, Ryan.

– Eso esperaba. No es sencillo, ¿sabes?

– Pues a ti se te da de maravilla -comentó Pierce mientras ella recorría sus hombros con las manos.

– ¿De verdad puedes dislocarte los hombros para escaparte de una camisa de fuerza? -se preguntó en voz alta mientras sentía su potencia.

– ¿Dónde has oído eso? -respondió él, divertido, sin dejar departir taquitos de queso para la ensalada.

– No sé, por ahí -dijo ella evasivamente. No estaba dispuesta a reconocer que se había leído todos los artículos que habían caído en sus manos sobre él-. También he oído que tienes control absoluto sobre tus músculos-añadió mientras los sentía vibrar bajo sus dedos curiosos.

Ryan se apretó contra la espalda de Pierce e inspiró la delicada fragancia de su piel.

– ¿Y no has oído que sólo como algunas hierbas y raíces que recojo durante las noches de luna llena? -dijo Pierce en broma justo antes de meterse un pedacito de queso en la boca y girarse para recogerla entre sus brazos-. ¿O que aprendí a hacer magia en el Tibet cuando tenía nueve años?

– He leído que fuiste torturado por el fantasma de Houdini -repuso ella.

– ¿En serio? Ésa es nueva. No la conocía.

– Realmente, disfrutas con las cosas que se inventan sobre ti, ¿verdad?

– Por supuesto -Pierce le dio un beso en la nariz-. Tendría muy poco sentido del humor si no lo hiciera.

– Además, como la realidad y la ficción se entremezclan, nadie sabe cuál es cuál y cómo eres de verdad -señaló Ryan.

– Exacto -Pierce jugueteó con un rizo de su cabello-. Cuantas más cosas publican sobre mí, más protegida queda mi intimidad.

– Y proteger la intimidad te importa mucho.

– Cuando tienes una infancia como la mía, aprendes a valorarla.

Ryan pegó la cara contra el torso de Pierce. Éste la apartó unos centímetros, le puso una mano bajo la barbilla y le levantó la cabeza. Los ojos de Ryan se habían humedecido.

– No tienes por qué sentir pena por mí -le dijo con suavidad.

– No -Ryan sacudió la cabeza. Entendía que Pierce no quisiera inspirar compasión. Bess había reaccionado la misma forma-. Lo sé, pero me cuesta no sentir pena por un niño pequeño.

Pierce sonrió y le acarició los labios con un dedo.

– Era un niño fuerte. Se recuperó de todo -dijo y se apartó un paso-. Venga, dale la vuelta a los filetes. Ryan se ocupó de la carne, sabedora de que Pierce quería dejar el tema zanjado. ¿Cómo explicar que estaba ansiosa por cualquier detalle sobre su vida, por cualquier cosa que pudiera acercarlo a ella?

Por otra parte, pensó, quizá se equivocaba por querer sondear en el pasado cuando tenía miedo de hablar del futuro.

– ¿Cómo te gustan? -preguntó finalmente, con los clavados en la parrilla.

– Que no estén muy hechos -contestó Pierce mientras contemplaba la vista que Ryan le ofrecía al inclinarse para cuidar de los filetes-. Link tiene un aliño especial para las ensaladas. Está muy rico -comentó entonces.

– ¿Dónde aprendió a cocinar? -quiso saber Ryan.

– Fue cuestión de necesidad -respondió Pierce mientras ella le daba la vuelta al segundo filete-. Le gustaba comer. Y al principio no teníamos muchos recursos. Resultó que se manejaba mucho mejor que Bess o yo con las latas y los sobres de sopa.

Ryan se giró y lo miró con una sonrisa en los labios.

– ¿Sabías que se han ido juntos a pasar el día en San Francisco?

– Sí -Pierce enarcó una ceja-. ¿Y?

– Está igual de loco por ella que ella por él.

– Ya, eso también lo sé.

– Podías haber hecho algo para facilitarles las cosas: después de todos estos años -comentó, empuñando un tenedor-. Al fin y al cabo, son tus amigos.

– Razón por la que no he interferido -explicó-. ¿Qué has hecho?

– No he interferido -respondió a la defensiva Ryan-. Sólo le he dado un empujoncito en la dirección adecuada. Le comenté que Bess tenía cierta inclinación por los hombres que saben tocar el piano.

– Entiendo.

– Es tan tímido -dijo ella exasperada-. Tendrá edad para jubilarse y no se habrá atrevido todavía a… a…

– ¿A qué? -preguntó Pierce, sonriente.

– A nada -dijo Ryan-. Y deja de mirarme así.

– ¿Así cómo? -Pierce se hizo el inocente, como si no fuera consciente de que la había mirado con deseo.

– Lo sabes de sobra. En cualquier caso… -Ryan contuvo la respiración y soltó el tenedor al sentir que algo le rozaba los tobillos.

– Es Circe -la tranquilizó Pierce sonriente. Ryan suspiró aliviada. Él se agachó a recoger el tenedor mientras la gata se frotaba contra las piernas de Ryan y ronroneaba-. Huele la carne. Va a hacer todo lo que pueda para convencerte de que se merece un trozo.

– Tus mascotas tienen la fea costumbre de asustarme.

– Lo siento -dijo él, pero sonrió, no dando la menor sensación de que realmente lo lamentara.

– Te gusta verme descompuesta, reconócelo -Ryan se puso las manos en jarras sobre las caderas.

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